I
¿Para qué hemos sido
hechos? Para conocer a Dios. ¿Qué meta deberíamos fijamos en esta vida? La de
conocer a Dios. ¿Qué es esa "vida eterna" que nos da Jesús? El
conocimiento de Dios. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (Juan 17:3).
¿Qué es lo mejor que existe en la vida, lo que ofrece mayor gozo, delicia, y
contentamiento que ninguna otra cosa? El conocimiento de Dios. "Así dijo
Jehová: no se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el
valiente, ni el rico se alabe en su riqueza. Mas alábese en esto el que se
hubiere de alabar: en entenderme y conocerme" (Jer. 9: 23ss). ¿Cuál de los
diversos estados en que Dios ve al hombre le produce mayor deleite? Aquel en
que el hombre conoce a Dios. “... quiero... conocimiento de Dios más que
holocaustos", dice Dios (Ose. 6:6). Ya en estas pocas frases hemos expresado
muy mucho. El corazón de todo verdadero cristiano cobrará entusiasmo ante lo
expresado, mientras que la persona que tiene una religión puramente formal
permanecerá impasible. (De paso, su estado no regenerado se pondrá en evidencia
por este solo hecho.) Lo que hemos dicho proporciona de inmediato un
fundamento, un modelo, una meta para nuestra vida, además de un principio para
determinar prioridades y una escala de valores. Una vez que comprendemos que el
propósito principal para el cual estamos aquí es el de conocer a Dios, la
mayoría de los problemas de la vida encuentran solución por sí solos. El mundo
contemporáneo está lleno de personas que sufren de la agotadora enfermedad que
Alberto Camus catalogó como el mal del absurdo ("la vida es una broma
pesada"), y del mal que podríamos denominar la fiebre de María Antonieta,
ya que fue ella quien encontró la frase que 10 describe ("nada tiene
gusto").
Estas enfermedades
arruinan la vida: todo se vuelve tanto un problema como un motivo de
aburrimiento, porque nada parece tener valor. Pero la tenia del absurdísimo y
la fiebre de Antonieta son males de los que, por su misma naturaleza, los
cristianos están inmunes, excepto cuando sobrevienen períodos ocasionales de
malestar, cuando el poder de la tentación comprime y distorsiona la mente; pero
tales períodos, por la gracia de Dios, no duran mucho. Lo que hace que la vida
valga la pena es contar con un objetivo lo suficientemente grande, algo que nos
cautive la emoción y comprometa nuestra lealtad; y esto es justamente lo que
tiene el cristiano de un modo que no lo tiene ningún otro hombre. Por qué, ¿qué
meta más elevada, más exaltada, y más arrolladora puede haber que la de conocer
a Dios?
Desde otro punto de
vista, sin embargo, todavía no es mucho 10 que hemos dicho. Cuando hablamos de
conocer a Dios, hacemos uso de una fórmula verbal, y las fórmulas son como
cheques; no valen para nada a menos que sepamos cómo cobrarlos. ¿De qué estamos
hablando cuando usamos la frase "conocer a Dios", de algún tipo de
emoción? ¿De estremecimientos que nos recorren la espalda? ¿De una sensación
etérea, nebulosa, propia de los sueños? ¿De sensaciones alucinantes y excitantes
como las que buscan los drogadictos? ¿Qué es 10 que ocurre? ¿Se oye algo? ¿Se
ven visiones? ¿Es que una serie de pensamientos extraños invaden la mente? ¿De
qué se trata? Dichas cuestiones merecen consideración, especialmente porque,
según las Escrituras, se trata de un área en que es fácil engañarse, en que
puede llegar a pensarse que se conoce a Dios cuando en realidad no es así.
Lanzamos por tanto la siguiente pregunta: ¿qué clase de actividad o
acontecimiento es el que puede acertadamente describirse como el de
"conocer a Dios"?
II
Para comenzar, está
claro que el "conocer" a Dios es necesariamente una cuestión más
compleja que la de "conocer" a otro hombre, del mismo modo en que
"conocer" al vecino resulta más complejo que "conocer" una
casa, un libro, n idioma. Cuanto más complejo sea el objeto, tanto más complejo
resulta "conocerlo". El conocimiento de un objeto abstracto, como una
lengua, se obtiene mediante el estudio; el conocimiento de algo inanimado, como
una montaña un museo, se obtiene mediante la inspección y la exploración. Estas
actividades, si bien exigen mucho esfuerzo concentrado, son relativamente
fáciles de describir. Pero cuando se trata de cosas vivientes, el conocerlas se
torna ante más complicado. No se llega a conocer un organismo viviente hasta
tanto no se conozca la forma en que pueda reaccionar y comportarse bajo
diversas circunstancias específicas, y no simplemente conociendo su historia
pasada. La persona que dice "yo conozco a este caballo" generalmente
quiere decir no simplemente que lo ha visto antes (aunque por la forma en que
empleamos las palabras, bien podría querer decir esto solamente); más
probablemente, sin embargo, quiere decir: "Sé como se comporta, y puedo
decirle cómo debe tratarlo." El conocimiento de esta clase sólo se obtiene
mediante una asociación previa con el animal, al haberlo visto en acción, y al
tratar de atenderlo y cabalgarlo uno mismo.
En el caso de los
seres humanos la situación se complica más todavía, por el hecho de que, a
diferencia de los caballos, tienen la posibilidad de ocultar, y de abstenerse
de mostrar a los demás, todo lo que anida en su interior. En pocos días se
puede llegar a conocer a un caballo en forma completa, pero es posible pasar
meses y hasta años en compañía de otra persona y sin embargo tener que decir al
final: "En realidad no lo conozco en absoluto." Reconocemos grados de
conocimiento de nuestros semejantes; decimos que los conocemos
"bien", "no muy bien", "lo suficiente como para saludamos",
"íntimamente", o talvez "perfectamente", según el grado de
apertura que han manifestado hacia nosotros.
De manera que la
calidad y la profundidad de nuestro conocimiento de los demás depende más de
ellos que de nosotros. El que los conozcamos depende más directamente de que
ellos nos permitan que los conozcamos que de nuestros intentos para llegar a
conocerlos: Cuando nos encontramos, la parte nuestra consiste en prestarles
atención y demostrar interés en ellos, mostrar buena voluntad y abrimos
amistosamente. A partir de ese momento, sin embargo, son ellos, no nosotros,
los que deciden si los vamos a conocer o no.
Imaginemos que nos
van a presentar una persona que consideramos "superior" a nosotros
-ya sea en rango, en distinción intelectual, en capacidad profesional, en
santidad personal, o en algún otro sentido. Cuanto más conscientes estemos de
nuestra propia inferioridad, tanto más sentimos que nuestra parte consiste en
colocamos a su disposición respetuosamente para que ella tome la iniciativa en
la conversación. (Pensemos en la posibilidad de un encuentro con el presidente
o un ministro.) Nos gustaría llegar a conocer a una persona tan encumbrada pero
nos damos cuenta perfectamente de que esto es algo que debe decidirlo dicha
persona, no nosotros. Si se limita a las formalidades del caso tal vez nos
sintamos desilusionados, pero comprendemos que no nos podemos quejar; después
de todo, no teníamos derecho a reclamar su amistad. Pero si, por el contrario,
comienza de inmediato a brindamos su confianza, y nos dice francamente lo que
está pensando en relación con cuestiones de interés común, y si a continuación
.nos invita a tomar parte en determinados proyectos, y nos pide que estemos a
su disposición en forma permanente para este tipo de colaboración toda vez que
la necesite, entonces nos sentiremos tremendamente privilegiados, y nuestra
actitud general cambiará fundamentalmente. Si hasta entonces la vida nos
parecía inútil y tediosa, ya no lo será más desde el momento en que esa gran
personalidad nos cuenta entre sus colaboradores inmediatos. ¡Esto sí que vale
la pena! ¡Así sí que vale la pena vivir!
Esto, en cierta
medida, es una ilustración de lo que significa conocer a Dios. Con razón podía
Dios decir por medio de Jeremías, "Alábese en esto el que se hubiere de
alabar: en entenderme y conocerme", porque el conocer a Dios equivale a
tener una relación que tiene el efecto de deleitar al corazón del hombre. Lo
que ocurre es que el omnipotente Creador, Señor de los ejércitos, el gran Dios
ante quien las naciones son como la gota en un balde, se le acerca y comienza a
hablarle por medio de las palabras y las verdades de la Sagrada Escritura.
Quizás conoce la Biblia y la doctrina cristiana hace años, pero ellas no han
significado nada para él. Mas un día se despierta al hecho de que Dios le está
hablando de veras - ¡a él!- a través del mensaje bíblico.
Mientras. escucha lo
que Dios le está diciendo se siente humillado; porque Dios le habla de su
pecado, de su culpabilidad, de su debilidad, de su ceguera, de su necedad, y lo
obliga a darse cuenta de que no tiene esperanza y que nada puede hacer hasta
que le brota una exclamación pidiendo perdón; Pero esto no es todo. Llega a
comprender, mientras escucha, que en realidad Dios le está abriendo el corazón,
tratando de hacer amistad con él, de enrolarlo como colega -en la expresión de
Barth, como socio de un pacto. Es algo realmente asombroso, pero es verdad: la
relación en la que los seres humanos pecadores conocen a Dios es una relación
en la que Dios, por así decirlo, los toma a su servicio a fin de que en lo
adelante sean colaboradores suyos (Véase 1ª Cor.3: 9) y amigos personales. La
acción de Dios de sacar a José de la prisión para hacerla primer ministro del
Faraón es un ejemplo de lo que hace con el cristiano: de ser prisionero de
Satanás se descubre súbitamente en una posición de confianza, al servicio de Dios.
De inmediato la vida se transforma. El que uno sea sirviente constituye motivo
de vergüenza u orgullo según a quien sirva. Son muchos los que han manifestado
el orgullo que sentían de ser servidores personales de Sir Winston Churchill
durante la segunda guerra mundial. Con cuánta mayor razón ha de ser motivo de
orgullo y gloria conocer y servir al Señor de cielos y tierra.
¿En qué consiste,
por lo tanto, la actividad de conocer a Dios? Reuniendo los diversos elementos
que entran en juego en esta relación, como lo hemos esbozado, podemos decir que
el conocer a Dios comprende;
PRIMERO, escuchar la palabra de Dios y aceptada en la forma
en que es interpretada por el Espíritu Santo, para aplicarla a uno mismo;
SEGUNDO, tomar nota de la naturaleza y el carácter de Dios,
como nos los revelan su Palabra y sus obras;
TERCERO, aceptar sus invitaciones y hacer lo que él manda;
cuarto, reconocer el amor que nos ha mostrado al acercarse a nosotros y al
relacionamos consigo en esa comunión divina.
III
La Biblia ilustra
estas ideas esquemáticas valiéndose de figuras y analogías y diciéndonos que
conocemos a Dios del modo en que el hijo conoce al padre, en que la mujer
conoce a su esposo, en que el súbdito conoce a su rey, en que las ovejas
conocen a su pastor (estas son las cuatro analogías principales que se
emplean). Estas cuatro analogías indican una relación en la que el que conoce
se siente como superior a aquel a quien conoce, y este último acepta la
responsabilidad de ocuparse del bienestar del primero. Esto constituye parte
del concepto bíblico sobre el conocimiento de Dios, y quienes lo conocen -es
decir, aquellos a quienes él permite que le conozcan- son amados y cuidados por
él. Enseguida volveremos sobre esto.
La Biblia agrega
luego que conocemos a Dios de este modo sólo mediante el conocimiento de
Jesucristo, que es el mismo Dios manifestado en carne. "¿no me has
conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre"; "Nadie viene al
Padre sino por mí" (Juan 14: 9,6). Es importante, por lo tanto, que
tengamos bien claro en la mente lo que significa "conocer" a
Jesucristo.
Para sus discípulos
terrenales el conocer a Jesús se puede comparar directamente con el acto de
conocer al personaje importante de nuestra ilustración. Los discípulos eran
galileas del pueblo que no tenían por qué pensar que Jesús pudiera tener algún
interés especial en ellos. Pero Jesús, el rabí que hablaba con autoridad, el
profeta que era más que profeta, el maestro que despertó en ellos admiración y
devoción crecientes hasta que no pudieron menos que reconocerlo como su Dios,
los buscó, los llamó a estar con él, formó con ellos su círculo íntimo, y los
reclutó como agentes suyos para declarar al mundo el reino de Dios.
"Estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar...
“(Mar. 3: 14). Reconocieron en el que los había elegido y los había llamado
amigos al "Cristo, el Hijo del Dios viviente" (Mat. 16: 16), el
hombre que nació para ser rey, el portador de las "palabras de vida
eterna" (Juan 6: 68), y el sentido de lealtad y de privilegio que este
conocimiento les dio transformó toda su vida.
Ahora bien, cuando
el Nuevo Testamento nos dice que Jesucristo ha resucitado, una de las cosas que
ello significa es que la víctima del Calvario se encuentra ahora, por así
decido, libre y suelto, de manera que cualquier hombre en cualquier parte puede
disfrutar del mismo tipo de relación con él que disfrutaron los discípulos en
los días de su peregrinaje en la tierra. Las únicas diferencias son que,
primero, su presencia con cada creyente es espiritual, no corporal, y por ende
invisible a los ojos físicos; segundo, el cristiano, basándose en el testimonio
del Nuevo Testamento, conoce desde el primer momento aquellas doctrinas sobre
la deidad y el sacrificio expiatorio de Jesús que los primeros discípulos sólo
llegaron a comprender gradualmente, a lo largo de un período de años; y,
tercero, que el modo de hablamos que tiene Jesús ahora no consiste en la
emisión de palabras nuevas, sino en la aplicación a nuestra conciencia de las palabras
suyas que están preservadas en los evangelios, juntamente con la totalidad del
testimonio bíblico sobre su persona. Pero el conocer a Cristo Jesús sigue
siendo una relación de discipulado personal tan real como lo fue para los doce
cuando él estaba en la tierra. El Jesús que transita el relato del evangelio
acompaña a los cristianos de hoy en día, y el conocerlo comprende el andar con
él, hoy como entonces.
"Mis ovejas
oyen mi voz -dice Jesús-, y yo las conozco, y me siguen" (Juan 10:27). Su
"voz" es lo que él afirma de sí mismo, es su promesa, su clamado.
"Yo soy el pan de vida '0' la puerta de las ovejas… el buen pastor... la
resurrección" (Juan 6:35; 10:7,14; 11:25)0 "El que no honra al Hijo,
no honra al Padre que le envió. De cierto, tiene vida eterna" (Juan 5:23s)
"Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré
descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí y hallaréis
descanso. “(Mateo 11: 28s). La voz de Jesús es "oída" cuando se
acepta lo que él afirma, cuando se confía en su promesa, cuando se responde a
su llamado. De allí en adelante, Jesús es conocido como el pastor, y a quienes
ponen su confianza en él los conoce como sus propias ovejas. "yo las
conozco, y me siguen; y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie
las arrebatará de mi mano" (Juan 10:27s). Conocer a Jesús significa ser
salvo por Jesús, ahora y eternamente, del pecado, de la culpa, de la muerte.
IV
Apartándonos un poco
ahora para observar lo que hemos dicho que significa "que te conozcan a
ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado", podemos
subrayar los siguientes puntos.
PRIMERO, el conocer a Dios es cuestión de trato persona: como
lo es toda relación directa con las personas. El conocer a Dios es más que el
conocimiento acerca de él; fe asunto de tratar con él a medida que él se abre a
nosotros, de que él se ocupe dé nosotros a medida que va tomando conocimiento
de nosotros. El conocimiento acerca de él es condición previa necesaria para
poder confiar en él (" ¿," cómo creerán en aquel de quien no han
oído?" [Rom 10:14]), pero la amplitud de nuestro conocimiento acerca de él
no es indicio de la profundidad de nuestro conocimiento de él. John Owen y
Calvino sabían más teología que Bunyan o Billy Bray, mas ¿quién negaría que los
dos últimos conocían a su Dios tan bien como los otros dos? (Los cuatro, desde
luego, eran asiduos lectores de la Biblia, le cual vale mucho más que la
preparación, teológica formal.)
Si el factor
decisivo fuera la precisión y la minuciosidad de los conocimientos, entonces
obviamente los eruditos bíblicos más destacados serían los que conocerían a
Dios mejor que nadie. Pero no es así; es posible tener todos los conceptos
correctos en la cabeza sin haber conocido jamás en el corazón las realidades a
que los mismos se refieren; y un simple lector de la Biblia, o uno que sólo
escucha sermones pero que es lleno del Espíritu Santo, ha de desarrollar una
relación mucho más profunda con su Dios y Salvador que otros más preparados que
se conforman con la corrección teológica. La razón está en que los primeros
tratan con Dios en relación a la aplicación práctica de la doctrina a su propia
vida, mientras que los otros no.
SEGUNDO, el conocer a Dios es cuestión de compromiso
personal, tanto de mente, como de voluntad y de sentimientos. Es evidente que
de otro modo no sería, en realidad, una relación personal completa. Para llegar
a conocer a una persona hay que aceptar plenamente su compañía, compartir sus
intereses, y estar dispuesto a identificarse con sus asuntos. Sin esto, la
relación con dicha persona será sólo superficial e intrascendente.
"Gustad, y ved que es bueno Jehová", dice el salmista (Salmo 34: 8).
"Gustar" es, como decimos, "probar" un bocado de algo, con
el propósito de apreciar su sabor. El plato que nos presentan puede parecer
rico, y puede venir con la recomendación del cocinero, pero no sabemos qué
gusto tiene realmente hasta que lo probamos. De igual modo, no podemos saber
cómo es una persona hasta que no hayamos "gustado" o probado su
amistad. Por así decido, los amigos se comunican sabores mutuamente todo el
tiempo, porque comparten lo que sienten el uno hacia el otro (pensemos en dos
personas que se aman), como también sus actitudes hacia todas las cosas que les
son de interés común. A medida que se van abriendo de este modo el uno al otro
mediante lo que dicen y lo que hacen, cada uno de ellos va "gustando"
la calidad del otro con resultados positivos o negativos. Cada cual se ha
identificado con los asuntos del otro, de manera que se sienten unidos
emocionalmente. Hay manifestación de sentimientos mutuos, piensan el uno en el
otro. Este es un aspecto esencial del conocimiento entre dos personas que son
amigas; y lo mismo puede decirse del conocimiento que de Dios tiene el
cristiano, el que, como ya hemos visto, es justamente una relación entre
amigos.
Al aspecto emocional
del conocimiento de Dios se le resta importancia en los días actuales, por el
temor de alentar una actitud de sensiblera introspección. Cierto es que no hay
cosa menos religiosa, que la religión- centrada en uno mismo, y que se hace
necesario repetir constantemente que Dios no existe para nuestra
"comodidad", o "felicidad", o satisfacción", o para
proporcionamos "experiencias religiosas", como si estas fuesen las
cosas más interesantes o importantes de la vida. También se hace necesario
destacar que cualquiera que, sobre la base de las "experiencias
religiosas", "dice: Y o le conozco, y no guarda sus mandamientos, el
tal es mentiroso, y la verdad no está en él" (I Juan: 4; cf. vv. 9,11;
3:6,11; 4:20).
Mas, no obstante
ello, no debemos perder de vista 'el hecho de que el conocer a Dios es una
relación emocional, tanto como intelectual y volitiva, y que no podría ser realmente una relación profunda entre personas si
así no lo fuera. El creyente está, y debe estar, emocionalmente involucrado en
las victorias y vicisitudes de la causa de Dios en el mundo, del mismo modo en
que los servidores personales de Sir Winston se sentían emocionalmente
involucrados en los altibajos de la guerra. El creyente se regocija cuando su
Dios es honrado y vindicado, y experimenta la más penetrante angustia cuando ve
que Dios es escarnecido. Cuando Bernabé llegó a Antioquia “vio la gracia de
Dios, se regocijó... “(Hech. 11:23); por contraste, el salmista escribió que
"ríos de agua descendieron de mis ojos, porque no guardaban tu ley"
(Sal. 19: 136). Igualmente, el cristiano siente vergüenza y dolor cuando está
consciente de que ha defraudado a su Señor (Véase, por ejemplo, el Salmo 51, y
Luc. 22:61s) y de tiempo en tiempo conoce el éxtasis del regocijo cuando Dios
le hace ver de un modo o de otro la gloria del perdurable amor con que ha sido
amado ("os alegráis con gozo inefable y glorioso" [1 Pedro 1: 8]).
Este es el lado emocional y práctico de la amistad con Dios. Ignorar este
aspecto significa que, por verdaderos que sean los pensamientos que el hombre
tenga sobre Dios, en realidad no conoce aún al Dios en el cual está pensando.
LUEGO, TERCERO, el conocer a Dios es cuestión de gracia. Es una
relación en la que la iniciativa, parte invariablemente de Dios -como debe
serlo, por cuanto Dios está tan completamente por encima de nosotros y por
cuanto nosotros hemos perdido completamente todo derecho a su favor al haber
pecado. No es que nosotros nos hagamos amigos de Dios; Dios se hace amigo de
nosotros, haciendo que nosotros lo conozcamos a él mediante el amor que él nos
manifiesta. Pablo expresa este concepto de la prioridad de la gracia en nuestro
conocimiento de Dios cuando escribe a los gálatas: “... ahora, conociendo a
Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios... “(Gál. 4:9). Lo que surge de
esta expresión final es que el apóstol entiende que la gracia vino primero, y que
sigue siendo el factor fundamental para la salvación de sus lectores. El que
ellos conocieran a Dios era consecuencia del hecho de que Dios tomó
conocimiento de ellos. Lo conocen a él por fe porque primeramente él los eligió
por gracia.
"Conocer",
cuando se emplea con respecto a Dios de esta manera, es un vocablo que expresa
gracia soberana, que indica que Dios tomó la iniciativa de amar, elegir,
redimir, llamar, y preservar. Es evidente que parte de lo que quiere decir es
que Dios nos conoce plenamente, perfectamente, como se desprende del contraste
entre nuestro conocimiento imperfecto de Dios y su conocimiento perfecto de
nosotros en 1 Corintios 13: 22. Pero no es este el sentido principal. El
significado principal surge de pasajes como los siguientes:
"Mas Jehová
dijo a Moisés: Has hallado gracia en mis ojos, y te he conocido por tu
nombre" (Exo. 33: 17). "Antes que te formase en el vientre te conocí
[Jeremías], y antes que nacieses te santifiqué" (Jer. 1: 5). "Yo soy
el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen y pongo mi vida por
las ovejas... Mis ovejas oyen mi voz, y yo conozco... y no perecerán
jamás" (Juan 10: 14ss., 27s).
Aquí el conocimiento
que tiene Dios de los que son suyos esta asociado con sus planes de
misericordia salvadora. Es conocimiento que comprende afecto personal, acción
redentora, fidelidad al pacto, protección providencial, para con aquellos a
quienes Dios conoce. Comprende, en otras palabras, la salvación, ahora y por
siempre, como ya lo mas insinuado.
Lo que interesa por
sobre todo, por lo tanto, no es en última instancia, el que yo conozca a Dios,
sino el hecho más grande que está en la base de todo esto: el hecho de que él
me conoce a mí. Estoy esculpido en las palmas de sus manos. Estoy siempre
presente en su mente. Todo el conocimiento que yo tengo de él depende de la
sostenida iniciativa de él de conocerme a mí. Yola conozco a él porque él me
conoció primero, y sigue conociéndome. Me conoce como amigo, como uno que me
ama; y no hay momento en e su mirada no esté sobre mí, o que su ojo se
distraiga de mí; no hay momento, por consecuencia, en que su cuidado de mí
flaquee.
Se trata de
conocimiento trascendental. Hay un consuelo indecible -ese tipo de consuelo que
proporciona energía, téngase presente, no el que enerva- en el hecho de saber
que Dios toma conocimiento de mí en amor en forma constante, y que me cuida
para bien. Produce un tremendo alivio el saber que el amor que me tiene es
eminentemente realista, basado invariablemente en un conocimiento previo de lo
peor que hay en mí, de manera que nada de lo que pueda descubrir en cuanto a mí
en adelante puede desilusionarlo, ni anular su decisión de bendecirme. Hay, por
cierto, un gran motivo para la humildad en el pensamiento de que él ve todas
las cosas torcidas que hay en mí y que los demás no ven (¡de lo cual me
alegro!), y que él ve más corrupción en mí que la que yo mismo veo (pero lo que
veo me basta). Pero hay, también, un gran incentivo para adorar y amar a Dios
en el pensamiento de que, por alguna razón que no comprendo, él me quiere como
amigo, que anhela ser mi amigo, y que ha entregado a su Hijo a morir por mí a
fin de concretar este propósito. No podemos elaborar estos pensamientos aquí,
pero el solo hecho de mencionados es suficiente para demostrar cuánto significa
para nosotros el saber que Dios nos conoce a nosotros y no solamente que
nosotros lo conocemos a él.