I
¿Qué es un cristiano?
Esta pregunta puede contestarse de muchas maneras, pero la respuesta más idónea
que conozco es la de que cristiano es aquel que tiene a Dios por Padre. Más,
¿no puede decirse esto con respecto a todos los hombres, sean cristianos o no?
¡Por cierto que no! La idea de que todos los hombres son hijos de Dios no se
encuentra en la Biblia en ninguna parte. El Antiguo Testamento muestra a Dios
corno el Padre, no de todos los hombres, sino de su propio pueblo, la simiente
de Abraham. "Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes
ir a mi hijo... “(Exo. 4:22s). El Nuevo Testamento ofrece una visión mundial,
pero él también muestra a Dios como Padre, no de todos los hombres, sino de
aquellos que, sabiéndose pecadores, ponen su confianza en el Señor Jesucristo
como el enviado divino que lleva sus pecados, y corno su maestro, y son así
contados corno simiente espiritual de Abrahán. "Todos sois hijos de Dios
por la fe en Cristo Jesús;... todos vosotros sois corno uno en Cristo Jesús. Y
si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abrahán sois" (Gal.
3:26ss). El ser hijo de Dios no es, por lo tanto, una condición que adquirimos
todos por nacimiento natural, sino un don sobrenatural que se recibe por
aceptar a Jesús. "Nadie viene al Padre [en otras palabras, es reconocido
por Dios como hijo] sino por mi (Juan -14:6). El don de la relación filial para
con Dios se hace nuestro por el nuevo nacimiento y no por el nacimiento
natural. "A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les
dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de
sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios"
(Juan 1: 12).
El derecho de ser
Hijo de Dios es, por lo tanto, un regalo de la gracia. No tiene carácter natural
sino adoptivo: y así lo describe explícitamente el Nuevo Testamento. En la ley
romana constituía práctica reconocida el que el adulto que quisiera heredero,
alguien que perpetuase el nombre de la familia, adoptase un varón como hijo;
generalmente cuando ya era mayor de edad, más bien que en la infancia, como es
la práctica usual hoy en día. Los apóstoles declaran que Dios de tal modo ama a
quienes ha redimido en la cruz que los ha adoptado a todos como herederos
suyos, para que conozcan y compartan la gloria de que ya disfruta su Unigénito
Hijo. "Dios envió a su Hijo... para que redimiese a los que estaban bajo
la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos" (Col. 4:4s):
nosotros, vale decir, los que fuimos "predestinados para ser adoptados
hijos suyos por medio de Jesucristo" (Efe. 1: 5). "Mirad cual amor
nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios... cuando él se
manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es" (I
Juan 3:1s).
Hace algunos años
escribí lo que sigue: Se resume la totalidad de la enseñanza del Nuevo
Testamento en una sola frase cuando se habla de que ella sea la revelación de
la paternidad del santo Creador. Del mismo modo, resumimos la totalidad de la
religión neotestamentaria cuando la describimos como el conocimiento de Dios
como nuestro santo Padre. Si queremos juzgar en qué medida alguien comprende el
cristianismo procuramos establecer qué es lo que piensa acerca del concepto de
que es hijo de Dios, y de que tiene a Dios como Padre. Si no es este el
pensamiento que impulsa y rige su adoración y sus oraciones y toda su
percepción de la vida, significa que no entiende nada bien lo que es el
cristianismo. Porque todo lo que Cristo enseñó, todo lo que hace que el Nuevo
Testamento sea nuevo, y mejor que el Antiguo, todo cuanto sea distintamente
cristiano por oposición a lo judaico, se resume en el conocimiento de la
paternidad de Dios. "Padre" es el nombre cristiano para Dios
(Evangelical Magazine. 7, p. 19s).
Esto me sigue
pareciendo enteramente cierto, y sumamente importante. Nuestra comprensión del
cristianismo no puede ser mejor que nuestra comprensión de lo que significa la
adoración. Este capítulo tiene como fin ayudamos a. comprender mejor este
hecho.
La revelación de que
Dios es su Padre es, para el creyente, en un sentido, el clímax de la Biblia,
así como fue un paso final del proceso revelador que registra la Biblia. En los
tiempos del Antiguo Testamento, como hemos visto, Dios le dio a su pueblo un
nombre relacionado con el pacto, que debían usar para hablar de él y dirigirse
a él: el nombre Yahvé ("Jehová", "el SEÑOR"). Por este
nombre Dios se anunció como "el gran YO SOY" -el que es totalmente y
congruentemente él mismo. El es: y es porque él es lo que es, que todo lo demás
es como es. El es la realidad detrás de toda la realidad, la causa que está en
la base de todas las causas y todos los acontecimientos. Ese nombre proclama su
existencia propia, su soberanía, su existencia enteramente libre de toda
restricción o dependencia de lo externo a sí mismo. Si bien Yahvé era su nombre
conforme al pacto, a Israel le recordaba lo que su Dios era en sí mismo, más
bien que lo que sería para ellos. Era el nombre oficial del Rey de Israel, y
había en él cierta reserva real. Se trataba (le un nombre enigmático, un nombre
calculado para despertar humildad y admiración ante el misterio del Ser divino
antes que otra cosa.
En plena conformidad
con esto, el aspecto de su carácter que Dios enfatizaba mayormente en el
Antiguo Testamento era el de su santidad. El canto de los ángeles que Isaías
oyó en el templo, con sus repeticiones enfáticas -"Santo, Santo, Santo,
Jehová de los ejércitos" (Isa. 6:3)-, podría usarse como texto lema para
resumir el tema de la totalidad del Antiguo Testamento. La idea básica que expresa
la palabra "santo" es la de separación, o el estado correspondiente.
Cuando se declara que Dios es "santo", el pensamiento se refiere a
todo lo que lo separa y lo hace distinto de sus criaturas: su grandeza
("la Majestad en las alturas", Heb. 1:3; 8: 1), y su pureza
("Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio",
Hab. 1: 13). El espíritu todo de la religión del Antiguo Testamento estaba
determinado por el pensamiento de la santidad de Dios. El énfasis constante era
que el hombre, a causa de su debilidad como criatura y su corrupción como
criatura pecaminosa, debía aprender a humillarse y ser reverente ante Dios. La
religión era "el temor de Jehová", lo que se manifestaba en conocer
la propia pequeñez, confesar las propias faltas, y humillarse en la presencia
de Dios, en cobijarse agradecido al amparo de sus promesas de misericordia, y
en cuidarse por sobre todo de no cometer pecados infames. Vez tras vez se
recalcaba que el hombre debía guardar su lugar, y su distancia, en la presencia
de un Dios santo. Este énfasis eclipsa a todo lo demás.
Pero en el Nuevo
Testamento encontramos que las cosas han cambiado. Dios y la religión siguen
siendo lo que fueron; la antigua revelación de la santidad de Dios, y su
exigencia de la humildad del hombre, se presuponen en toda su extensión. Pero
se ha agregado algo. Se ha incorporado un factor nuevo. Los creyentes
neotestamentarios tratan a Dios como a su Padre. El nombre por el que lo llaman
es justamente "Padre". "Padre" es ahora el nombre relacionado
con el pacto -por cuanto el pacto que lo liga a su pueblo aparece revelado
ahora como referido a la familia. Los cristianos son sus hijos, sus hijos
propios y sus herederos. Y el énfasis del Nuevo Testamento ya no es sobre las
dificultades y los peligros de acercarse al santo Dios, sino sobre la confianza
y la seguridad con las que el creyente puede acercársele: confianza que surge
directamente de la fe en Cristo, y del conocimiento de su obra de salvación.
"Tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él"
(Efe. 3: 12). "Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el
lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él
nos abrió... acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe...
“(Heb. 10: 19ss). Para quienes son de Cristo, el Santo Dios es un Padre Amante;
ellos pertenecen a su familia; pueden acercarse a él sin temor, con la
invariable seguridad de que se ocupará de ellos, como un padre. Esta es la
médula del mensaje neotestamentario.
¿Quién es capaz de
captar esto? He oído argumentar seriamente que el concepto de la paternidad
divina no puede significar nada a quienes tienen padres humanos inadecuados,
faltos de sabiduría, faltos de afecto, o de ambas cosas, ni para los muchos que
han tenido la desgracia de criarse sin padres. He oído una defensa de la
reveladora omisión de toda referencia a la paternidad divina en la obra Honest
to God (Sincero para con Dios, Barcelona: Ediciones Ariel, 1967) del obispo
Robinsón sobre el argumento de que es la actitud correcta para recomendar la fe
cristiana a una generación para la cual la vida de familia se ha desmoronado en
gran medida. Pero el tal es un argumento pueril. Porque, en primer lugar,
sencillamente no es verdad que en el campo de las relaciones personales los
conceptos positivos no puedan formarse por contraste, que es la conclusión
implícita en este caso. Muchas personas jóvenes se casan resueltas a no
permitir que su matrimonio Sea un fracaso como lo fue el de sus padres: ¿acaso
no es este un ideal positivo? Desde luego que sí. De modo semejante, la idea de
que nuestro Hacedor pueda ser nuestro padre perfecto -fiel en amor y cuidados,
generoso y comprensivo, interesado en todo lo que hacemos, respetuoso de
nuestra individualidad, capaz de educamos, sabio para guiarnos, siempre a
nuestra disposición, ayudándonos a desarrollamos con madurez, integridad, y
rectitud- es una idea que puede tener sentido para todos, ya que llegamos a
ella pudiendo decir "tuve un padre maravilloso, y veo que Dios es así sólo
que en mayor medida" , o diciendo, "mi padre me desilusionó en esto,
y en esto, y en esto, pero Dios, alabado sea su nombre, es seguro que ha de ser
diferente", o diciendo, incluso, "nunca he sabido lo que es tener un padre
en la tierra, pero gracias a Dios ahora tengo uno en el cielo" . La verdad
es que todos tenemos un ideal positivo de la paternidad que nos sirve de base
para juzgar a nuestros padres y a los de los demás, y puede afirmarse con
confianza que no existe persona para quien la idea de la paternidad perfecta de
Dios no signifique nada o le resulte repulsiva.
Pero de todos modos
(y este es el segundo punto), Dios no nos ha dejado con dudas en cuanto a lo
que supone su paternidad, y lo hace estableciendo analogías con la paternidad
humana. Dios nos reveló su significado pleno de una vez y para siempre por
medio de nuestro Señor Jesucristo, su propio Hijo encarnado. Así como de Dios
"toma nombre toda la paternidad del cielo y sobre la tierra" (Efe. 3:
15, BA), así también, de su actividad manifestada como "-el Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo" (1:3), aprendemos, en este caso que
constituye también una norma universal, lo que realmente significa para
nosotros los que somos de Cristo la revelación paternal de Dios. Porque Dios quiere
que la vida de los creyentes sea un reflejo y una producción de la comunión
entre Jesús y su Padre Celestial.
¿Dónde podemos
aprender esto? Principalmente en el evangelio de Juan y en su primera epístola.
En el evangelio de Juan la primera bendición evangélica que se menciona es la
adopción (1: 12), y el punto culminante de la primera aparición después de la
resurrección es la afirmación de Jesús de que subía "a mi Padre y a
vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (20: 17). En la primera
epístola de Juan ocupan lugar central los conceptos relativos a la posición de
hijo como supremo don del amor de Dios (1 Juan 3: 1); de amor al Padre (2: 15,
cf. 5: 1-3) y hacia los hermanos en la fe (2:9-11; 3: 10-17; 47:21) como la
ética de la relación filial; de comunión con Dios Padre como el privilegio de
la misma relación (2: 13, 23s); de justicia y evitación del pecado como
evidencia de la relación filial (2:29; 3:9s-5: 18); y de ver a Jesús, y
asemejarnos a él, como la esperanza de esa misma relación filial (3: 3). Estos
dos libros, tomados conjuntamente, nos enseñan muy claramente lo que
significaba para Jesús la paternidad de Dios, y lo que ahora significa para los
cristianos:
Según el testimonio
del propio Señor en el evangelio de Juan, la relación paternal de Dios hacia él
supone cuatro cosas.
PRIMERO, AUTORIDAD. El Padre manda y dispone; la iniciativa que él
espera de su Hijo es la de una resuelta obediencia a la voluntad del Padre.
"Porque he descendido del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad
del que me envió.' "He acabado la obra que me diste que hiciese."
"No puede el Hijo hacer nada por sí mismo." "Mi comida es que
haga la voluntad del que me envió" (Juan 6:38; 17:4; 5:19; 4:34).
SEGUNDO, LA PATERNIDAD IMPLICABA AFECTO.
"El Padre ama al Hijo". "El
Padre me ha amado he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su
amor" (5:20; 15:9s).
TERCERO, LA PATERNIDAD IMPLICABA
COMUNIÓN. "No estoy solo, porque el Padre está
conmigo." "El que me envió, conmigo está: no me ha dejado solo el
Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada" (16:32; 8:29).
CUARTO, LA PATERNIDAD IMPLICABA HONOR. Dios desea exaltar a su Hijo. "Padre...
glorifica a tu Hijo." "El Padre... todo el juicio dio al Hijo, para
que todos honren al Hijo como honran al Padre" (17: 1; 5:22s).
Todo esto se aplica
a los hijos adoptivos de Dios. En Cristo Jesús su Señor, mediante él, Y bajo
él, son gobernados, amados, acompañados, y honrados por su Padre Celestial.
Como Jesús obedecía a Dios, también deben hacerla ellos. "Este es el amor
de Dios [el Dios que engendró'], que guardemos sus mandamientos" (I Juan
5: 1 ,3). Dios ama a sus hijos adoptivos como amó a su Hijo Unigénito. "El
Padre mismo nos ama" (Juan 16:27). Como Dios tenía comunión con su Hijo,
así también la tiene con nosotros. "Nuestra comunión verdaderamente es con
el Padre, y con su Hijo Jesucristo" (I Juan 1:3). De la manera en que Dios
exaltó a Jesús exalta también a los seguidores de Jesús, como hermanos de una
misma familia. "Si alguno me sirviere, mi Padre le honrara."
"Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos
estén conmigo" -para que vean y compartan la gloria que disfruta Jesús
(Juan 12:26; 17:24). En tales términos la Biblia nos enseña a comprender la
forma y la sustancia de la relación padre-hijo que liga al Padre de Jesús y al
siervo de Jesús.
A esta altura se
requiere una definición y análisis formal de lo que significa adopción. He aquí
una excelente, tomada de la Confesión de Westminster (Capítulo XII):
Dios garantiza que
todos los que son justificados, en su unigénito Hijo Jesucristo y por él, serán
hechos partícipes de la gracia de la adopción: mediante la cual son incluidos
en el número, y disfrutan de las libertades y los privilegios, de los hijos de
Dios; se hacen acreedores a su nombre, y reciben el Espíritu de adopción;
obtienen acceso al trono de la gracia con confianza; tienen derecho a exclamar
Abba, Padre; Dios siente compasión hacia ellos, provee a sus necesidades, y los
castiga como un padre; mas jamás son abandonados, sino sellados para el día de
la redención, y heredan las promesas como herederos de eterna salvación.
Este es el carácter
de la divina relación filial que se ofrece a los creyentes, relación que
pasamos a estudiar.
II
NUESTRA PRIMERA consideración acerca de la adopción es la de que se
trata del privilegio más grande que ofrece el evangelio: más grande aun que la
justificación. Esto puede parecer extraño, por cuanto la justificación es el
don de Dios al que, desde Lutero, han prestado los evangélicos la mayor atención;
estamos acostumbrados a decir, casi sin pensarlo, que la justificación gratuita
es la bendición suprema de Dios para nosotros los pecadores. No obstante, si
consideramos seriamente la afirmación que al principio hacemos veremos que es
verdad.
No se discute que la
justificación -por la cual queremos decir el perdón de Dios de nuestro pasado,
junto con su aceptación para el futuro- sea la bendición primaria y fundamental.
La justificación es la bendición primaria porque resuelve nuestra necesidad
espiritual primaria. Por naturaleza todos estamos bajo el juicio de Dios; su
ley nos condena; la conciencia de culpa nos carcome, haciéndonos sentir
inquietos, miserables, y, en los momentos de lucidez, atemorizados; no tenemos
paz en nosotros mismos porque no tenemos paz con nuestro Hacedor.
Por lo tanto,
necesitamos el perdón de nuestros pecados y la seguridad de una relación
restablecida con Dios más que ninguna otra cosa en el mundo; y esto es lo que
el evangelio nos ofrece antes de ofrecemos ninguna otra cosa. Los primeros
sermones evangélicos que se predicaron, los que aparecen en Hechos, terminan
con la promesa del perdón de pecados para todos los que se arrepientan y
reciban a Jesús como su Salvador y Señor (Hch. 2:38; 3: 19; 10:43; 13:38; cf.
5:31; 17:30s; 19:21; 22: 16; 26:18; Luc. 24:47). En Romanos, la exposición
paulina más completa del evangelio -"el evangelio más claro de
todos", en la opinión de Lutero-, se expone en primer lugar la
justificación mediante la cruz de Cristo (capítulos 1-5), Y se la considera
como la base para todo 10 demás. En forma regular Pablo habla acerca de la
justicia, la remisión de pecados, y la justificación como la consecuencia
inmediata para nosotros de la muerte de Jesús (Rom. 3:22-26; II Coro 5:18-21;
Gal. 3: 13s; Efe. 1:7; etc.). Y así como la justificación constituye la
bendición primaria, también es la bendición fundamental, en el sentido de que
todo lo demás que se relaciona con nuestra salvación la supone y. descansa
sobre ella -incluida la adopción.
Pero esto no es lo
mismo que decir que la justificación es la bendición más grande del evangelio.
La adopción es más grande, por razón de la relación más rica con Dios que
envuelve. Algunos libros de texto sobre la doctrina cristiana -el de Berkhof,
por ejemplo- consideran a la adopción Hijos de Dios como si fuese una mera sub
sección de la justificación; pero esto no resulta satisfactorio. Las dos ideas
son distintas, y la adopción es la más sublime de las dos. La justificación es
una idea forense, concebida en términos de la ley, y que ve a Dios como juez.
En la justificación Dios declara que los creyentes penitentes no están, ni
estarán jamás, sujetos a la muerte que merecen sus pecados, porque Cristo
Jesús, su sustituto y sacrificio, gustó la muerte en lugar de ellos en la cruz.
A decir verdad, este don gratuito de absolución y paz, obtenido para nosotros
al costo del Calvario, es por cierto maravilloso; pero la justificación no
implica en sí misma ninguna relación íntima ni profunda con Dios el juez. Como
concepto, por lo menos, se podría gozar de la realidad de la justificación sin
que surja ninguna comunión muy cercana con Dios. Pero comparemos ahora esto con
la adopción. La adopción es un concepto relacionado con la familia, concebida
en términos de amor, y que ve a Dios como padre. En la adopción Dios nos recibe
en su familia y a su comunión, y nos coloca en la posición de hijos y herederos
suyos. La intimidad, el afecto, y la generosidad están en la base de dicha
relación. Estar en la debida relación con el Dios juez es algo realmente
grande, pero es mucho más grande sentirse amado y cuidado por el Dios padre.
Este concepto no se
ha expresado mejor que en el siguiente extracto de The Doctrine of
Justification (La doctrina de la justificación), por James Buchanan:
Según las
Escrituras, el perdón, la aceptación, y la adopción, son, en ese mismo orden,
privilegios independientes, siendo cada uno de ellos mayor que el anterior mientras
que los dos primeros pertenecen propiamente a la justificación (del pecador),
ya que ambos se fundan en la misma relación -la de un Gobernante y su Súbdito-,
el tercero es radicalmente diferente de ellos, ya que se funda en una relación
más cercana, más tierna, y más cariñosa: la que existe entre un Padre y su
Hijo. Hay una diferencia manifiesta entre la posición del siervo y el amigo, y
también entre el siervo y el hijo. Se afirma que existe entre Cristo y su
pueblo una intimidad más cercana y amorosa que la que existe entre un amo y su
siervo: "Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no .sabe lo que hace
su señor; pero os llamaré amigos" (Juan 15: 15); y se afirma que existe
una relación aun más cercana y preciosa como consecuencia de la adopción, pues
"ya no eres esclavo, sino hijo; Y si hijo, también heredero de Dios por
medio de Cristo" (Gál. 4:7). El privilegio de la adopción presupone el
perdón y la aceptación, pero es mayor que ambos, pues "a todos los que le
recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad [no
"poder" (BJ, BA) en el sentido de fuerza interior, sino autoridad,
"derecho" (VP), o "privilegio" (VM)] de ser hechos hijos de
Dios" (Juan 1: 12). Este es un privilegio mayor que el de la
justificación, ya que se funda en una relación más íntima y más cariñosa
-"Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de
Dios"(I Juan 3: 1) (p.276s).
No sentimos
plenamente la maravilla del paso de la muerte a la vida que se opera en el
nuevo nacimiento hasta que la vemos como una transición, no ya simplemente como
un rescate de la condenación hacia la aceptación sino de la esclavitud y la
destitución, hacia la "seguridad, la certidumbre, y el gozo" de la
familia de Dios. Así ve Pablo ese gran cambio en Gálatas 4: 1-7, donde
contrasta la vida anterior de sus lectores, sujeta al legalismo esclavizante y
a la superstición religiosa (v. 5 y 3), con el conocimiento presente que tienen
de su Creador como Padre (v. 6) y benefactor (v. 7). Este, dice Pablo, es el
lugar al que la fe en Cristo los ha llevado; han recibido "la adopción de
hijos" (v. 5); "ya no eres esclavo, sino hijo, y si hijo, también
heredero" (v. 7).
Cuando Charles
Wesley encontró a Cristo el domingo de Pentecostés en 1738, su experiencia
quedó plasmada en unos versos maravillosos ("The Wesleys' Conversión
Hymn", Methodist Hymn Book 361, El Himno de la Conversión de los Wesley,
Himnario Metodista 361), en los que la transición de la esclavitud a la
relación filial constituye el tema principal.
¿Dónde ha de
comenzar mi alma maravillada? ¿Cómo ha de aspirar mi todo al cielo? Siendo un
esclavo redimido de la muerte y del pecado, un tizón arrancado del fuego
eterno, ¿cómo he de alcanzar triunfos semejantes, o cantar la alabanza de mi
gran Libertador? ¿Cómo he de expresar la bondad, PADRE, que tú me has mostrado?
¡Que yo, hijo de la
ira y del infierno, sea llamado hijo de Dios, sepa que mis pecados son
perdonados, sea bendecido con este anticipo del cielo! Tres días más tarde, nos
dice Wesley en su diario, su hermano Juan entró precipitadamente con un grupo
de amigos para anunciar que él también se había hecho creyente, y
"cantamos el himno con gran gozo". ¿Hubiéramos podido unimos
sinceramente al canto si hubiésemos estado allí? ¿Podemos hacer nuestras las
palabras de Wesley? Si realmente somos hijos de Dios y "el Espíritu de su
Hijo" está en nosotros, las palabras de Wesley ya habrán provocado un eco
en nuestro corazón; pero si nos han dejado fríos, no veo cómo podemos
imaginamos que somos cristianos en absoluto.
Para mostrar cuán
grande es la bendición de la adopción tenemos que agregar algo más, a saber:
que es una bendición que permanece. Los expertos sociales insisten en la
actualidad en que la unidad familiar debe ser estable y segura, y que toda
falta de estabilidad en la relación padre-hijo se resuelve en tensión,
neurosis, y retraso en el desarrollo del niño. Las depresiones, las
irregularidades del comportamiento, las faltas de inmadurez que señalan al hijo
del hogar quebrantado son conocidas por todos. Pero en la familia de Dios las
cosas no son así. Allí hay estabilidad y seguridad absolutas; el padre es
enteramente sabio y bueno, y la posición del hijo está permanentemente
asegurada. El concepto mismo de la adopción es en sí prueba y garantía de la
preservación de los santos, porque solamente los padres malos echan a los hijos
de la familia, aun cuando exista provocación; y Dios no es un padre malo, sino
buena. Cuando se detecta depresión, irregularidad, e inmadurez en el cristiano,
cabe preguntar si ha aprendido realmente el hábito saludable de considerar la
perdurable seguridad de los hijos de Dios.
III
NUESTRA SEGUNDA consideración en relación con la adopción es la de
que por ella ha de entenderse toda la vida cristiana. La relación filial tiene
que ser el factor regulador -la categoría normativa, si se quiere- en cada
etapa. Esto se sigue de la naturaleza del caso, y recibe confirmación
sorprendente en el hecho de que toda la enseñanza de nuestro Señor relativa al
discipulado cristiano está modelada en dichos términos.
Resulta claro que,
así 'como Jesús siempre se consideró Hijo de Dios en un sentido único, así
también consideró a sus seguidores como hijos de su Padre celestial, miembros
de la misma familia divina a la que él también pertenecía. Al comienzo de su
ministerio vemos que dice: "Todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese
es mi hermano, y mi hermana, y mi madre" (Mar. 3:35). Y dos de los
evangelistas indican que después de su resurrección llamó hermanos a sus
discípulos. "Mientras iban [las mujeres] a dar las nuevas a los
discípulos, he aquí, Jesús les salió al encuentro... Entonces Jesús les dijo:
No temáis, id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí
me verán" (Mat. 28:9s). "Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y
a nuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Fue entonces María Magdalena para
dar a los discípulos las nuevas de que... él le había dicho estas cosas"
(Juan 20: 17s). El escritor de hebreos nos asegura que el Señor Jesús considera
a todos aquellos por los cuales ha muerto, y que son sus discípulos, como
hermanos. El Hijo "no se avergüenza de llamados hermanos, diciendo:
Anunciaré a mis hermanos tu nombre... “y, luego, "He aquí, yo y los hijos
que Dios me dio" (Heb. 2: 11ss). Así como nuestro Hacedor es nuestro
Padre, así también nuestro Salvador es nuestro hermano cuando ingresamos en la
familia de Dios.
Ahora bien, de la
misma manera que el conocimiento de su exclusivo carácter filial servía para
regular el desarrollo de la vida de Jesús en la tierra, insiste también él en
que el conocimiento de nuestra adopción filial debe asimismo regular nuestra propia
vida. Esto surge repetidamente en su enseñanza, pero en ninguna parte con mayor
claridad que en el Sermón del Monte. Llamado con frecuencia la Carta Magna del
Reino de Dios, este sermón podría con igual exactitud describirse como el
código de la familia real, pues la idea de la relación filial entre el
discípulo y Dios resulta básica para las cuestiones principales en tomo a la
obediencia cristiana a que se refiere. Vale la pena analizar esto
detalladamente, especialmente dado el hecho de que raramente se le otorga, en
las exposiciones, la atención que le corresponde.
PRIMERO, pues, la adopción aparece en el sermón como la base
de la conducta cristiana. Se comenta con frecuencia que el Sermón enseña la
conducta cristiana, no ofreciendo un código completo de reglas y una casuística
detallada, para seguirse con precisión mecánica sino indicando en forma amplia
y general el espíritu, la dirección, los objetivos, los principios directrices,
y los ideales, con arreglo a los cuales el cristiano debe regir su vida. A
menudo se destaca el hecho de que se trata de una ética de la libertad
responsable, enteramente diferente del tipo de instrucción precisa y rígida a
que echaban mano los escribas y doctores judíos en la época del Señor Jesús. Lo
que no se percibe con tanta frecuencia es que se trata precisamente del tipo de
instrucción moral que los padres constantemente procuran inculcar a sus hijos,
la enseñanza de principios generales imaginativos y concretos fundados 'en
casos particulares, procurando al mismo tiempo que los hijos aprecien el valor
de los puntos de vista de los padres y los compartan, como también su actitud
ante la vida. La razón que hace que el Sermón del Monte tenga esta cualidad no
es difícil de descubrir: es que se trata justamente de instrucción para los
hijos de una familia: la familia de Dios. La orientación básica se deja ver en
tres principios de conducta de muy amplio alcance que enuncia nuestro Señor.
El principio número
uno es el de imitar al Padre. "Yo os digo: Amad a vuestros enemigos...
para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos... Sed, pues,
vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto"
(Mat. 5: 44, 48). Los hijos han de mostrar en su conducta el parentesco
familiar. Aquí Jesús está indicando que deben "ser santos porque yo soy
santo", y lo hace relacionando la idea con la familia.
El principio número
dos es el de glorificar al Padre. "Así alumbre vuestra luz delante de los
hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que
está en los cielos" (5: 16). Es muy hermoso que los hijos estén orgullosos
de sus padres, que deseen que los demás vean lo maravilloso que es, y que
procuren comportarse en público en forma que le haga honor; de igual modo, dice
Jesús, los cristianos deben procurar portarse entre los hombres de forma que
promuevan alabanzas al Padre que está en el cielo. Su preocupación constante
tiene que ser la que se les ha enseñado a articular al comienzo de sus
oraciones:
"Padre
nuestro... santificado sea tu nombre" (6:9). El principio número tres es
el de agradar al Padre. En el capítulo 6: 1-18 Jesús se refiere a la necesidad
de agradar sinceramente a Dios con nuestra religión, y enuncia el principio en
los siguientes términos: "No practiquen su religión delante de la gente
sólo para que las vean. Si lo hacen así, su Padre que está en el cielo no les
dará ningún premio" (6: 1, VP}. Dicho "premio" o recompensa, no
es, desde luego, algo mercenario; será una recompensa en el seno de la familia,
una muestra adicional de amor, como la que les encanta proporcionar a los
padres cuando los hijos han hecho un verdadero esfuerzo por agradar o cumplir.
El propósito que tiene la promesa de recompensa que hace nuestro Señor (vv. 4,
6,18) no es el de hacemos pensar en términos de salario y de un quid pro qua,
sino simplemente de recordamos que nuestro Padre celestial tiene en cuenta, y
demuestra gran placer, cuando hacemos esfuerzos por agradarle a él y sólo a él.
SEGUNDO, la adopción aparece en el Sermón como la base de la
oración cristiana. "Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro."
(6:9). Jesús siempre oraba a su Dios como Padre ("Abba" en arameo,
palabra íntima, usada en el seno de la familia) y así deben hacerlo también sus
seguidores. Jesús podía decirle a su Padre "siempre me oyes" (Juan
11:42), y quiere que sus discípulos sepan que, como hijos adoptados por Dios,
eso mismo vale para ellos. El Padre está siempre accesible a sus hijos, y nunca
está demasiado ocupado para escuchar lo que tienen que decirle. Esta es la base
de la oración cristiana.
Se siguen dos cosas
según el sermón. Primero, la oración no debe concebirse en términos
impersonales ni mecánicos, como una técnica para ejercer presión sobre alguien
que de otro modo no podría hacer caso. "Orando, no uséis vanas
repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos.
No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas
tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis" (6:7s). Segundo, la
oración ha de ser libre y franca. No tenemos por qué titubear en imitar la
sublime "frescura" del chico que no tiene miedo de pedirles cualquier
cosa a sus padres, porque sabe que puede contar con su amor en forma total.
"Pedid, y se os dará..., porque todo aquel que pide, recibe... Pues si
vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más
vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le
pidan?" (7:7-11).
No es, por cierto,
que nuestro 'Padre celestial contesta siempre las oraciones de sus hijos en la
forma en que las ofrecemos. ¡A veces hacemos peticiones equivocadas! Es
prerrogativa de Dios el dar cosas buenas, cosas que necesita más, y si, en
nuestra falta de sabiduría, pedimos cosas que no caben bajo dichos
encabezamientos, Dios, como cualquier padre bueno, se reserva el derecho de
decir: "No, eso no; no te hará bien; en cambio te doy esto otro." Los
padres buenos jamás se limitan a desoír lo que dicen sus hijos, ni ignoran
sencillamente sus sentimientos de necesidad, como tampoco lo hace Dios; pero a
menudo nos da 10 que tendríamos que haber pedido, más bien que lo que realmente
hayamos solicitado. Pablo le pidió al Señor Jesús que en su gracia le quitase
el aguijón de la carne, pero el Señor le contestó dejándole, en su gracia, el
aguijón, y fortaleciéndolo para que pudiese vivir con él (II Cor. 12:7 - 8).
¡El Señor sabía lo que hacía! Sería una gran equivocación sugerir que porque la
oración de Pablo fue contestada de esta forma en realidad no fue contestada en
absoluto. He aquí una fuente que arroja luz sobre 10 que a veces se denomina
"el problema de la oración no contestada".
Tercero, la adopción
aparece en el Sermón del Monte como la base de la vida de fe, es decir, la vida
que consiste en confiar en Dios para la satisfacción de las necesidades
materiales mientras se busca su reino y su justicia. No es necesario, empero,
aclarar que se puede vivir la vida de fe sin tener que abandonar una ocupación
lucrativa. Cierto que algunas personas han sido llamadas a hacer eso, pero
intentarlo sin un llamado específico no es fe sino insensatez. ¡Hay una gran
diferencia! En realidad, todos los cristianos son llamados a vivir una vida de
fe, en el sentido de hacer la voluntad de Dios cualquiera sea el costo y
confiando en él hasta las últimas consecuencias. Pero todos somos tentados,
tarde o temprano, a considerar el status y la seguridad, en términos humanos,
antes que la lealtad al llamado de Dios; y luego, si resistimos a la tentación,
nos sentimos tentados de inmediato a preocupamos sobre el posible efecto de la
posición que hemos adoptado, particularmente cuando, como les pasó a los
discípulos a quienes fue predicado el sermón primeramente, y como les ha
ocurrido a muchas personas desde entonces, la resolución de seguir a Jesús las
ha obligado a abandonar una cierta medida de seguridad y prosperidad de la que
de otro modo probablemente habrían podido disfrutar. Para quienes son tentados
de este modo en su vida de fe, Jesús enuncia el concepto de adopción.
"No se
preocupen por lo que van a comer o beber para vivir, ni por la ropa que han de
ponerse", dice el Señor (6: 25, VP). Pero, nos dice alguien, esto no es
ser realista; ¿cómo puedo dejar de preocuparme cuando me veo en tal o cual
situación? A esto Jesús contesta: tu fe es demasiado pequeña; ¿has olvidado que
Dios es tu Padre? "Miren las aves que vuelan por el aire..., el Padre de
ustedes que está en el cielo les da de comer. ¡Cuánto más valen ustedes que las
aves!" (v. 26). Si Dios cuida de las aves sin ser el Padre de ellas, ¿no
está claro que indudablemente los cuidará a ustedes, que son sus hijos? En los
versículos 31-33 la cuestión aparece en términos positivos. "Por eso, no
se preocupen diciendo: "¿Qué vamos a comer? o ¿qué vamos a beber? ...
ustedes tienen un Padre celestial que ya sabe que necesitan todo eso. Así que,
pongan su atención en el reino de Dios -el de su Padre- y en hacer lo que él
requiere, y recibirán también todas estas cosas." "A lo mejor
chocamos", dijo la niña preocupada mientras la familia se desplazaba entre
el tránsito en su automóvil. "Confía en papá; es un buen conductor",
dijo la madre. La niña se sintió segura Y se relajó inmediatamente. ¿Confiamos
nosotros en nuestro Padre celestial de este modo? Y si no, ¿por qué? Ese tipo
de confianza es vital; constituye en verdad el móvil principal en la vida de
fe; sin esa confianza, la fe deriva hacia la incredulidad.
IV
En un capítulo
anterior vimos que el concepto de propiciación, que sólo aparece expresamente
cuatro veces en el Nuevo Testamento, es no obstante vitalmente importante ya
que es el núcleo y el punto central de toda la perspectiva neotestamentaria de
la obra redentora de Cristo. Aquí ocurre algo semejante. La palabra
"adopción" (la que significa "instalar como hijo") aparece sólo
cinco veces, Y de ella solamente tres se refieren a la relación presente del
cristiano con Dios en Cristo (Rom. 8: 14; Gal. 4:5; Efe. 1:5); y, sin embargo,
el concepto mismo constituye el núcleo y el punto central de toda la enseñanza
neo testamentaria sobre vida cristiana. Ciertamente, los dos conceptos van
juntos; si se me pidiese que caracterizara el mensaje del Nuevo Testamento en
tres palabras, yo propondría adopción mediante propiciación, y creo que no voy
a encontrar jamás una síntesis más rica ni más fecunda del evangelio. Pero no
es sólo en los cuatro evangelios que la noción de nuestra relación filial y
divina se presenta como lo que regula el pensamiento y la vida. Las epístolas
también están llenas del tema. Al pasar a demostrar, a continuación, que la
realidad de nuestra adopción nos proporciona las más profundas percepciones que
nos ofrece el Nuevo Testamento sobre cinco asuntos más, vamos a basar las
pruebas en las epístolas, principalmente. Las cinco cuestiones son: primera, la
grandeza del amor de Dios; segunda, la gloria de la esperanza cristiana;
tercera, el ministerio del Espíritu Santo; cuarta, el significado y los motivos
de lo que los puritanos llamaban la "santidad evangélica"; quinta, el
problema de la certidumbre del cristiano.
PRIMERO, la adopción muestra la grandeza de la gracia de
Dios. El Nuevo Testamento nos ofrece dos criterios para calcular el amor de
Dios. El primero es la cruz (Véase Rom. 5:8; 1 Juan 4: 8-10); el segundo es el
don de la relación filial. "Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que
seamos llamados hijos de Dios" (1 Juan 3: 1). De todos los dones de la
gracia, la adopción es el mayor. El don del perdón por el pasado es grande: el
saber que Sufriendo la vergüenza y despreciando la grosería ocupó mi lugar de
condenación, y selló mi perdón con su sangre, constituye una fuente perpetua de
maravilla y de gozo. Rescatado, sanado, restaurado, perdonado ¿quién como yo
habría de cantar sus alabanzas?
Así también, el don
de la inmunidad y de la aceptación -ahora y para el futuro es grande: una vez
que el extático epitome de Charles Wesley sobre Romanos 8 se hace nuestro.
Ninguna condenación temo ahora; Jesús, y todo lo que él es, es mío; vivo en él,
mi Señor viviente, y arropado en divina justicia me acerco al trono eterno con
confianza y reclamo la corona, en los méritos de mi Cristo nuestro espíritu
adquiere alas y vuela, como ya lo sabrán seguramente algunos de los que lean
este capítulo. Pero al tener conciencia de que Dios nos ha levantado de la
calle, por así decirlo, y nos ha hecho hijos de su propia casa -a nosotros,
pecadores perdonados milagrosamente, culpables, desagradecidos, desafiantes,
perversos en gran modo- nuestro sentido del inmenso amor de Dios adquiere
proporciones que no podemos expresarlo en palabras. Nos hacemos eco de la
pregunta de Charles Wesley:
¿Cómo he de
expresar, Padre, la bondad que tú me has mostrado? ¡Que yo, un hijo de la ira y
del infierno sea llamado hijo de Dios! Como él, nosotros también habremos de
sentir que no sabemos cómo dar una respuesta adecuada.
En el mundo antiguo
la adopción la practicaban de ordinario únicamente los de buena posición que no
tenían hijos. Los favorecidos, como lo señaláramos antes, normalmente no eran
niños, como suele ser el caso hoy, sino jóvenes que habían demostrado tener la
capacidad necesaria para llevar el nombre de la familia en forma digna. En este
caso, no obstante, Dios nos adopta por puro y gratuito amor, no porque nuestro
carácter y nuestros antecedentes nos señalen como dignos de ocupar un lugar en
la familia de Dios; la idea de que él nos ame y nos exalte siendo nosotros
pecadores, de la misma manera en que amó y exaltó al Señor Jesús, parecería
ridícula y disparatada, y sin embargo, eso, y nada menos que eso, es lo que
significa la adopción.
La adopción, por su misma
naturaleza, es un acto libre de bondad manifestado hacia la persona que se
adopta. Si al adoptar a alguien le hacemos padres es porque hemos elegido
hacerla, no porque estemos obligados a ello. De modo semejante, Dios adopta
porque ha elegido hacerla. No tiene ninguna obligación de hacerla. Podría no
haber hecho nada por nuestros pecados, salvo castigarnos como correspondía. Mas
nos amó de este modo; nos redimió, nos perdonó, nos tomó como hijos, y se nos
dio él mismo como Padre.
Pero su gracia no se
detiene en ese acto inicial, como tampoco el amor de los padres humanos que
adoptan se detiene una vez que se ha completado el proceso legal que les
confiere el niño. El hecho de determinar la: posición del niño como miembro de
la familia es sólo el comienzo. La verdadera tarea está por delante: la de
establecer una relación filial entre el niño adoptado y sus nuevos padres. Este
es el aspecto que realmente interesa. En consecuencia, los nuevos padres se
dedican a conquistar el amor del niño tratándolo con amor. Así hace Dios. A lo
largo de nuestra vida en este mundo, y hasta la eternidad, nos dará
constantemente, de un modo o de otro, más y más de su amor, con lo cual aumenta
continuamente nuestro amor por él también. Lo que el futuro ofrece a los hijos
que adopta Dios es una eternidad de amor.
Una vez conocí a una
familia cuyo hijo mayor había sido adoptado porque entonces los padres pensaban
que no podían tener hijos. Cuando más tarde llegaron los hijos nacidos del
matrimonio, todo el afecto de los padres se dirigió hacia ellos, y el hijo
adoptivo quedó relegado en forma muy evidente. Era un espectáculo penoso, y, a
juzgar por la expresión en el rostro del hijo adoptivo, constituía una
experiencia dolorosa para él. Se trataba, desde luego, de un miserable fracaso
de la función paternal. Pero en la familia de Dios no ocurren cosas así. Como
el hijo pródigo de la parábola, tal vez no podamos hacer otra cosa que decir:
"He pecado, ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de
tus jornaleros" (Luc. 15: 18s). Pero Dios nos recibe como a hijos y nos
ama con el mismo amor inmutable con el que ama eternamente a su bien amado
unigénito. En la familia divina no hay grados de afecto. Todos somos amados tan
plenamente como lo es Jesús. Es como un cuento de hadas -el monarca reinante
adopta granujas y descarriados para convertirlos en príncipes-, pero, alabado
sea Dios, este no es un cuento de hadas: es un hecho real y verdadero que se
apoya en el fundamento de la gracia libre y soberana. Esto es lo que significa
la adopción. Con razón Juan exclama: "Mirad cuál amor”. Una vez que
comprendamos lo que es la adopción haremos esta misma exclamación nosotros
mismos. Pero esto no es todo.
SEGUNDO, la adopción nos muestra la gloria de la esperanza
cristiana. El cristianismo del Nuevo Testamento es una religión de esperanza,
una fe que mira hacia adelante. Para el cristiano lo mejor está siempre por
delante. ¿Pero cómo podemos formamos una idea adecuada de lo que nos espera al
final del camino?- Aquí, también, la doctrina de la adopción nos sale al
encuentro. Para comenzar, nos enseña a pensar en nuestra esperanza como algo
perfectamente asegurado, y no como una posibilidad o algo simplemente
verosímil, porque se trata de una herencia prometida. La razón para adoptar a alguien
en el mundo del primer siglo era específicamente la de contar con un heredero
al que se pudieran dejar las posesiones. Así, también, la adopción por parte de
Dios nos convierte en herederos, y ello nos garantiza, de derecho (podríamos
decir), la herencia que tiene preparada para nosotros. "Somos hijos de
Dios. Y si hijos también herederos; herederos de Dios y coherederos con
Cristo" (Rom. 8: 16s). "Ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo,
también heredero de Dios por medio de Cristo" (Gal. 4:7). La riqueza de
nuestro Padre es inconmensurable y hemos de heredar todo.
Seguidamente la
doctrina de la adopción nos dice que la suma y' sustancia de la herencia
prometida es la participación en la gloria de Cristo. Seremos hechos semejantes
a nuestro hermano mayor en todos los sentidos, y el pecado y la mortalidad, esa
doble corrupción de la buena obra de Dios en las esferas moral y espiritual
respectivamente, serán cosas del pasado. "Coherederos de Cristo... para
que juntamente con él seamos glorificados" (Rom. 8: 17). "Amados,
ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado 10 que hemos de ser; pero
sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él" (I Juan
3:2). Esta semejanza se extenderá al cuerpo físico tanto como a la mente y al
carácter; más todavía, Romanos 8: 23 se refiere al hecho de que la adopción
consiste en el otorgamiento de la semejanza en el aspecto físico, empleando claramente
la palabra en el sentido de la herencia para la cual fuimos adoptados.
"Nosotros... que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también
gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de
nuestro cuerpo." Esta, la bendición del día de la resurrección, hará real
y actual para nosotros todo lo que estaba implícito en la relación de la
adopción, porque nos introducirá a la plena experiencia de la vida celestial
que ahora disfruta nuestro hermano mayor. Pablo se refiere al esplendor de este
acontecimiento, y nos asegura que toda la creación, en forma real, si bien
inarticulada, anhela "la manifestación de los hijos de Dios. Porque
'" también la creación misma será libertada de la esclavitud de
corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rom. 8: 19ss).
Independientemente de todo lo demás que este pasaje pudiera significar (y no
fue escrito, recuérdese, para satisfacer la curiosidad del especialista en
ciencias naturales), el mismo subraya claramente la sobrecogedora grandiosidad
de lo que nos espera según el buen designio de Dios. Cuando pensamos en Jesús
exaltado en la gloria, en la plenitud del gozo por el que soportó la cruz
(hecho sobre el que los cristianos debieran meditar frecuentemente), debiéramos
tener siempre presente que todo lo que él tiene algún día será compartido con
nosotros, por cuanto es nuestra herencia tanto como lo es suya; nosotros nos
contamos entre los "muchos hijos" que Dios está llevando a la gloria
(Heb. 2: 10), y la promesa que nos ha hecho Dios, tanto como su obra en
nosotros, no van a fallar.
Finalmente, la
doctrina de la adopción nos dice que la experiencia del cielo será la de una
reunión familiar, cuando la gran hueste de los redimidos se reúna en comunión
cara a cara Con su Dios-Padre y Jesús su hermano mayor. Este es el cuadro más
profundo y más claro del cielo que nos ofrece la Biblia. Muchas partes de las
Escrituras se refieren a él. "Padre, aquellos que me has dado, quiero que
donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria"
(Juan 17: 24). "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán
a Dios" (Mat. 5:8). "Le veremos cara a cara" (I Coro 13: 12).
"Así estaremos siempre con el Señor" (I Tes. 4: 17). Será como el día
en que el niño sale por fin del hospital, y encuentra al padre y a toda la
familia afuera para recibirlo -una gran ocasión para todos. "Me veo ahora
al final del viaje; los días fatigosos han terminado- dijo Perseverante, el
personaje de Bunyan, cuando se encontraba en medio del río Jordán-, los
pensamientos acerca de lo que voy a hallar, y de la conducta que me espera del
otro lado, están como brasas encendidas a la puerta de mi corazón '" hasta
aquí he viajado de oídas, y por fe, pero ahora me encamino hacia donde viviré
en la luz, y estaré con Aquel en cuya compañía me deleito." Lo que hará
que el cielo sea cielo es la presencia de Jesús, y la de un Padre divino
reconciliado que por amor a Jesús nos ama a nosotros no menos de lo que ama al
propio Jesús. El ver, conocer, amar al Padre y al Hijo y ser amado por ellos,
en compañía del resto de la vasta familia de Dios, es la esencia misma de la esperanza
cristiana. Como lo expresó Richard Baxter en su versión poética del pacto con
Dios que su prometida "suscribió de buena gana" ello de abril de
1660: Mi conocimiento de esa vida es pequeño; el ojo de la fe está empañado:
pero basta que Cristo lo sepa todo; porque yo estaré con él. Si somos
creyentes, y por lo tanto hijos, el porvenir que esto nos anuncia nos
satisface; sino es así, parecería entonces que todavía no somos ninguna de las
dos cosas.
TERCERO, la adopción nos proporciona la clave para entender
el ministerio del Espíritu Santo. Existen peligros y confusiones en abundancia
entre los cristianos en el día de hoy en torno al tema del ministerio del
Espíritu Santo. El problema no está en encontrar rótulos adecuados sino en
saber en la práctica qué es lo que corresponde a la obra de Dios en relación
con lo que designan dichos rótulos. Así, todos sabemos que el Espíritu nos hace
conocer la mente de Dios, y que glorifica al Hijo de Dios; la Escritura nos lo
dice; nos informa además que el Espíritu es el agente del nuevo nacimiento y
que obra dándonos entendimiento a fin de que podamos conocer a Dios, y un
corazón nuevo para que podamos obedecerle; también, que el Espíritu mora en
nosotros, nos santifica, y nos capacita para el peregrinaje diario; asimismo,
que la certidumbre, el gozo, la paz, y el poder constituyen sus dones
especiales para nosotros. Pero muchas personas se quejan de que están llenas de
dudas porque las afirmaciones que anteceden no son más que fórmulas para ellos,
que no corresponden a nada que puedan reconocer en su propia vida.
Naturalmente, dichos cristianos sienten que están perdiendo algo vital, y
preguntan con ansiedad cómo pueden hacer para achicar la distancia entre el
cuadro neotestamentario de la actividad del Espíritu y la propia sensación de
aridez en la experiencia diaria. Luego, quizás, se lanzan desesperados a buscar
un evento psíquico único que los transforme, de tal manera que lo que para
ellos es la "barrera no espiritual" personal puede ser eliminada de
una vez para siempre. El acontecimiento de referencia, "una experiencia en
un retiro o campamento", "entrega total", "el bautismo del
Espíritu Santo", "la satisfacción completa", "el sello del
espíritu", o el don de lenguas, o (si navegan os orientados por estrellas
de la órbita católica más que de la protestante) "una segunda
conversión", o la oración queda, o la de unión. Mas, aun cuando ocurra
algo que piensan que pueden identificar con lo que están buscando, no tardan en
darse cuenta de que la "barrera no espiritual" no ha sido eliminada
en absoluto; de modo que comienzan nuevamente a buscar otra cosa diferente.
Muchas personas se ven envueltas en este tipo de trajín en el día de hoy. ¿Qué
es lo que hace falta en estos casos? nos preguntamos. La luz que emana de la doctrina
de la adopción acerca del ministerio del Espíritu proporciona la respuesta.
La causa de los
problemas que hemos descrito está en un sobre-naturalísimo falso de tipo
mágico, que lleva a la gente a apetecer un toque transformador como el de una
potencia eléctrica impersonal que les haga sentirse libres de las cargas y
esclavitudes de tener que vivir consigo mismos y con los demás. Creen que esto
constituye la esencia de la genuina experiencia espiritual. Piensan que la obra
del Espíritu consiste en proporcionarles experiencias semejantes a lo que
producen las drogas. (Qué daño hacen los evangelistas que llegan a prometer
justamente esto, o los drogadictos que equiparan sus fantasías con la verdadera
experiencia religiosa. ¿Cuándo aprenderá este mundo a distinguir entre cosas
que difieren?) En realidad, empero, esta búsqueda de una explosión interior,
antes que de una comunión interior, es evidencia de una profunda falta de
entendimiento de 10 que es el ministerio del Espíritu. Porque lo que es
esencial entender aquí es que el Espíritu le es dado a los creyentes como
"el Espíritu de adopción", y en todo ministerio para con los
cristianos obra justamente como Espíritu de adopción. Como tal, su función y su
propósito en todo momento consisten en hacer comprender a los cristianos, con
creciente claridad, el significado de su relación filial con Dios en Cristo, y
llevarlos a responder en forma cada vez más profunda a Dios a base de dicha
relación. Pablo señala esta verdad cuando escribe que los creyentes han recibido
"el Espíritu que los hace hijos de Dios. Y este Espíritu nos hace decir:
¡Padre nuestro!" (Rom. 8: 15, VP). "Dios envió a vuestros corazones
el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!" (Gal. 4: 6). La
adopción es el pensamiento clave para descubrir la perspectiva neotestamentaria
de la vida cristiana Y el pensamiento central para unificada. Del mismo modo,
el reconocimiento de que el Espíritu nos viene como Espíritu de adopción
constituye el pensamiento clave para descubrir todo lo que el Nuevo
Testamento nos explica en cuanto a su ministerio para con el cristiano.
Desde el punto de
mira que nos proporciona este pensamiento central, vemos que la obra del
Espíritu tiene tres aspectos. En primer lugar, nos hace y nos mantiene
conscientes -a veces en forma vívidamente consciente, Y siempre en alguna
medida, aun cuando la parte perversa de nosotros nos incita a negarlo- de que
somos hijos de Dios por pura gracia mediante Cristo Jesús. Esta es la obra que
consiste en damos fe, seguridad, y gozo. En segundo lugar, nos ayuda ver a Dios
como un padre y a mostrar hacia él esa confianza respetuosa e ilimitada que es
natural en hijos que se sienten seguros en el amor de un padre al que adoran.
Esta es la obra que consiste en hacemos exclamar "Abba, Padre" -la
actitud es la que expresa la exclamación. En tercer lugar, nos impulsa a actuar
de conformidad con nuestra posición como hijos de la realeza, manifestando la
semejanza de familia (es decir, conformándonos a Cristo), y promoviendo el
honor de la familia (es decir, buscando la gloria de Dios). Esta es la obra de
santificación. Mediante esta progresiva profundización de la conciencia Y el
carácter filial, con el consiguiente efecto en la búsqueda de lo que Dios ama y
la evitación de lo que aborrece, "nos vamos transformando en esa misma
imagen [la del Señor} cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor,
que es Espíritu" (II Cor. 3: 18, BJ). De modo que no es cuando nos
esforzamos por sentir cosas o tener experiencias, de cualquier tipo, que la realidad
del ministerio del Espíritu se hace visible en nuestra vida, sino cuando
buscamos a Dios mismo, buscándolo como nuestro Padre, atesorando su comunión, y
descubriendo en nosotros mismos un creciente deseo de conocerlo y serle
agradables. Este es el conocimiento que tanto necesitamos para salir del
atolladero de los conceptos no espirituales sobre el Espíritu, atolladero en el
que tantas personas se encuentran envueltas en el día de hoy.
CUARTO, partiendo de lo que acabamos de decir, la adopción
nos muestra el significado y los motivos de la "santidad evangélica: La
"santidad evangélica" es una frase que sin duda a algunos les
resultará conocida. Era una especie de taquigrafía puritana para hacer
referencia a la vida cristiana auténtica, que surge del amor y la gratitud
hacia Dios, por contraste con la "santidad legal" espuria que
consistía meramente en fórmulas, rutinas, y apariencia exterior, mantenidas por
motivos egoístas. Aquí sólo queremos referimos brevemente a dos cuestiones en
relación con la "santidad evangélica". Primero, lo que ya se ha dicho
nos muestra lo esencial de su carácter. Se trata de un vivir en armonía con
nuestra relación filial con Dios, en la que nos ha colocado el evangelio.
Consiste sencillamente en que el hijo de Dios sea fiel al modelo, fiel a su
Padre, a su Salvador, y a sí mismo. Consiste en expresar la adopción en la
vida. Consiste en ser un buen hijo, a diferencia del pródigo o de la oveja
negra de la familia real. Segundo, la relación adoptiva, que pone de manifiesto
tan íntimamente la gracia de Dios, proporciona ella misma el motivo para este
auténtico vivir santamente. Los cristianos saben que Dios los ha
"predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo",
y que esto comprende su intención eterna de que "fuésemos santos y sin
mancha delante de él, en amor" (Efe. 1:4s). Saben que se dirigen hacia el
día en que dicho destino se realizará en forma plena y definitiva.
"Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le
veremos como él es" (I Juan 3:2).
¿En qué redunda
dicho conocimiento? Pues en esto: que "todo aquel que tiene esta esperanza
en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro" (v. 3). Los hijos
saben que la santidad es la voluntad del Padre para ellos, y que es tanto un
medio como una condición, además de un componente de su felicidad, aquí y en el
más allá; y porque aman a su Padre se dedican activamente a cumplir ese
propósito benéfico. La disciplina paternal ejercida mediante presiones y
pruebas exteriores contribuye al proceso: el cristiano que se encuentra hasta
los ojos con problemas puede consolarse en el conocimiento de que en el
misericordioso plan de Dios todo tiene un propósito positivo, para el progreso
de santificación. En este mundo, los hijos de la realeza, a diferencia de los
demás, tienen que someterse a disciplina y educación adicionales con el fin de
estar preparados para cumplir su elevado destino. Así es también con los hijos
del Rey de reyes. La clave para entender la forma en que los trata es recordar
que en el curso de la vida Dios los está preparando para lo que les espera, y
modelándolos para que se asemejen a la imagen de Cristo. Algunas veces el
proceso de modelado resulta penoso, y la disciplina difícil; pero el Espíritu
nos recuerda que "el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que
recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos. Es
verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza;
pero después da fruto apacible de justicia “(Heb. 12:6s, 11). Únicamente el
hombre que ha comprendido esto puede entender Romanos 8:28: "A los que
aman a Dios, todas las cosas ayudan a bien"; igualmente, sólo ese hombre
puede retener la seguridad de su relación filial frente a los ataques satánicos
cuando las cosas andan mal. Pero el que ha hecho suya la doctrina de la
adopción disfruta de certidumbre y recibe bendición en tiempos difíciles: este
es uno de los aspectos dé la victoria de la fe sobre el mundo. Mientras tanto,
sin embargo, queda el hecho de que el motivo principal del cristiano para vivir
santamente no tiene carácter negativo -la esperanza (¡vana!) de que así podrá
evitar la disciplina- sino positivo: el impulso a mostrar al Dios que lo ha
adoptado su amor Y su gratitud identificándose con la voluntad del Padre para
él.
Esto de inmediato
arroja luz sobre la cuestión del lugar de la ley de Dios en la vida cristiana.
A muchas personas les ha resultado difícil ver en qué sentido la ley puede
tener vigencia para el cristiano. Estamos libres de la ley, dicen; nuestra
salvación no depende de que guardemos la ley; somos justificados por la sangre
y la justicia de Cristo. ¿Qué importancia tiene, entonces? ¿O qué puede
significar el que en adelante guardemos o no la ley? Y puesto que la
justificación significa el perdón de todo pecado, pasado, presente, y futuro, y
la completa aceptación para toda la eternidad, ¿por qué hemos de preocupamos,
sea que pequemos o no? ¿Por qué vamos a pensar que a Dios le preocupa esto?
¿Acaso no es una indicación de una comprensión imperfecta de la justificación
el que el cristiano se preocupe por sus pecados diarios y se dedique a
lamentarse por ellos y a buscar perdón por los mismos? ¿Acaso no es la negativa
a acudir a la ley en busca de instrucción, o a preocupamos por las faltas
diarias, parte de la verdadera confianza en la, fe que justifica?
Los puritanos
tuvieron que enfrentarse con estas ideas "antinómicas" y a veces les
resultaba bastante difícil responder a ellas. Si aceptamos la suposición de que
la justificación constituye el todo y el fin del don de la salvación, siempre
resultará difícil contrarrestar tales argumentos. La verdad está en que dichas
ideas han de ser contestadas en términos de adopción y no de justificación:
realidad que los puritanos no llegaron a destacar suficientemente. Una vez que
se traza la diferencia entre estos dos elementos del don de la salvación, la
respuesta correcta se hace evidente.
¿Cual es esa
respuesta? Es esta: que, si bien es cierto que la justificación libra a la
persona para siempre de la necesidad de guardar la ley, o de intentado, como
medio de salvar la vida, es igualmente cierto que la adopción obliga a guardar
la ley, como forma de agradar al nuevo Padre que hemos obtenido. El guardar la
leyes un aspecto de la semejanza familiar de los hijos de Dios; Jesús cumplió
toda justicia, y Dios nos pide que nosotros hagamos lo propio. La adopción
coloca la obligación de guardar la ley sobre una nueva base: como hijos de Dios
reconocemos la autoridad de la ley como regla para nuestra vida, porque sabemos
que esto es lo que nuestro Padre desea. Si pecamos, confesamos nuestra falta y
pedimos perdón a nuestro Padre sobre la base de la relación familiar, como nos
lo enseñó Jesús -"Padre nuestro... perdónanos nuestros pecados" (Luc.
11: 2,4). Los pecados de los hijos de Dios no destruyen su justificación ni
anulan su adopción, pero dañan la comunión entre ellos y su Padre. "Sed
santos, porque yo soy santo" es la voz que oímos de nuestro Padre, y no
constituye parte de la fe justificadora el perder de vista el hecho de que
Dios, el Rey, quiere que sus hijos reales vivan vidas dignas de su paternidad y
su posición.
QUINTO, la adopción aporta la clave que necesitamos para
guiamos a través del problema de la certidumbre. He aquí una madeja enmarañada,
como no habrá otra. Este tópico ha sido motivo de discusión permanente en la
iglesia a partir de la Reforma. Los reformadores, y Lutero en particular,
solían distinguir entre "fe histórica" -lo que Tyndale llamaba
"fe como de cuento", vale decir, la creencia en los hechos cristianos
sin respuesta o compromiso- y la verdadera fe salvadora. Esto último,
afirmaban, era esencialmente certidumbre. La llamaban fiducia, "confianza"
confianza, vale decir, primero en el concepto de la promesa de Dios de perdonar
y otorgar vida a los pecadores que creían, y, segundo en su aplicación a uno
mismo como creyente. "La fe -declaró Lutero- es una confianza viviente y
deliberada en la gracia de Dios, tan segura que por ella uno podría morir mil
veces, y tal confianza, nos hace gozosos, intrépidos, y alegres para con Dios y
toda la creación". Y atacó "esa perniciosa doctrina de los papistas
que enseñaba que ningún hombre sabe con seguridad si está en el favor de Dios o
no; con lo cual mutilaban completamente la doctrina de la fe, atormentaban la
conciencia de los hombres, echaban a Cristo de la Iglesia, y negaban todos los
beneficios del Espíritu Santo". En esa misma época los reformadores
reconocían que la fiducia, la certidumbre de la fe, podía existir en el hombre
que bajo la tentación estaba seguro de que ella no existía en él, y que no
tenía esperanza en Dios. (Si esto nos pareciera paradójico, demos gracias de
que jamás hayamos sido expuestos a ese tipo de tentación que hace que este sea
el estado real de nuestra alma, como lo fue en algunas ocasiones el estado real
del alma de Lutero, y de muchos otros de su época.)
Los católico-romano
no podían entender esto: como respuesta a los reformadores reafirmaban el punto
de vista tradicional en la Edad Media, el de que si bien la fe espera el cielo,
no puede tener seguridad de que va a llegar allí, y de que el armar que se
tiene esta seguridad constituye presunción.
Los puritanos del
siglo siguiente se propusieron enseñar que lo que es esencial en la fe no es la
seguridad de la salvación, sea presente o futura, sino el arrepentimiento y la
entrega verdadera a Cristo Jesús. Con frecuencia hablaban de la certidumbre
como si fuese algo distinto de la fe, algo que el creyente no habría de
experimentar ordinariamente a menos que lo buscan específicamente.
En el siglo
dieciocho Wesley se hizo eco de b. insistencia de Lutero en que el testimonio
del Espíritu, y la seguridad resultante, es de la esencia misma de la fe, si bien
más tarde cualificó la afirmación al distinguir entre la fe del siervo, en la
que la certidumbre no tiene parte, y la fe del hijo, en la que sí tiene parte.
Parece haber llegado II la conclusión de que su experiencia temprana era como
la fe del siervo una fe que está al borde de la experiencia cristiana plena,
que busca la salvación y prosigue a conocer al Señor, pero que no está segura
todavía de estar al amparo de la gracia. Como todos los luteranos posteriores,
sin embargo - ¡aunque no como Lutero mismo!-, Wesley sostenía que la
certidumbre se relaciona solamente con la aceptación presente por Dios, pero
que no puede haber seguridad presente de que se mantendrá.
Entre los
evangélicos el debate sigue, y sigue confundiendo. ¿Qué es la certidumbre? ¿Ya quiénes
da certidumbre Dios? - ¿a todos los creyentes, a algunos, a ninguno? Cuan do
concede certidumbre, ¿de qué nos da certidumbre? ¿En qué formase manifiesta la
certidumbre? La maraña es tremenda, pero la doctrina de la adopción nos puede
ayudar a desenredada.
Si Dios en su amor
ha convertido en hijos suyos a los cristianos, y si como Padre él es perfecto,
dos cosas parecerían seguirse de esto, dada la naturaleza del caso.
PRIMERO, la relación familiar tiene que ser de carácter
perdurable, para siempre. Los padres perfectos no abandonan a sus hijos. El
cristiano puede hacerse el pródigo, pero Dios no ha de dejar de cumplir el
lugar del padre del hijo pródigo.
SEGUNDO, Dios hará lo inimaginable para lograr que sus
hijos perciban el amor que les siente, y que tomen conciencia de su privilegio
y de la seguridad que pueden disfrutar como miembros de su familia. Los hijos
adoptivos necesitan sentirse seguros de que son aceptados, y el padre perfecto
hará que así se sientan.
En Romanos 8, el
pasaje clásico del Nuevo Testamento sobre la certidumbre, Pablo confirma las
dos inferencias mencionadas.
PRIMERO, nos dice que los que predestinó para que fuesen
hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre
muchos hermanos -a los que, en otras palabras, resolvió que aceptaría como
hijos en su familia, al lado de su Hijo unigénito-, los "llamó, justificó,
glorificó" (Rom. 8: 29s).
"Glorificó", anotamos, está en el tiempo pasado, aun cuando el hecho
mismo sigue siendo futuro; esto demuestra que en el parecer de Pablo la
cuestión vale como si ya hubiese sido cumplida, ya que ha sido establecida por
el decreto de Dios. Por ello Pablo puede declarar con toda confianza:
"Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados,
ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni
ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios [del amor redentor,
paternal, y electivo de Dios] que es en Cristo Jesús Señor nuestro" (v. 38).
SEGUNDO, Pablo nos dice que aquí y ahora "el Espíritu da
testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también
herederos" (v. 16). Esta afirmación es inclusiva: si bien Pablo dice que
no había visto nunca a los romanos, pensaba que podía con seguridad suponer que
eran cristianos, y que por lo tanto conocerían este testimonio interior del
Espíritu de que eran hijos y herederos de Dios. Bien pudo James Denney observar
cierta vez que mientras que la certidumbre es un pecado en el romanismo, y una
obligación en buena parte del protestantismo, en el Nuevo Testamento es
sencillamente un hecho.
Notamos que en este
versículo el testimonio sobre la adopción proviene de dos fuentes diferentes:
de nuestro espíritu (vale decir, nuestro propio ser consciente), y del Espíritu
de Dios, que da testimonio juntamente con nuestro espíritu, y, de este modo, a
nuestro espíritu. (Este punto no queda invalidado si, siguiendo la versión
inglesa llamada Revised Standard Versión, modificamos la puntuación y
traducimos: "Cuando clamamos ¡Abba! ¡Padre!, es el Espíritu mismo el que
da testimonio con nuestro espíritu". Lo que quiere decir, pues, es que la
exclamación filial, y la actitud filial que la misma expresa, es evidencia de
que el testimonio doble es una realidad en el corazón.)
¿De qué naturaleza
es este doble testimonio? El análisis que hace Robert Ha1dane, análisis que
destila la esencia de más de dos siglos de exposición evangélica, prácticamente
no puede ser superado. El testimonio de nuestro espíritu, escribe, se hace
realidad "en la medida en que el Espíritu Santo nos capacita para
determinar nuestra relación filial, al ser conscientes de las verdaderas marcas
de un estado renovado y al descubrirlas en nosotros mismos". Esta es la
certidumbre por inferencia, siendo una conclusión basada en el hecho de que uno
conoce el evangelio, confía en Cristo, hace obras dignas de arrepentimiento, y
pone de manifiesto los instintos de un hombre renovado.
Pero [sigue diciendo
Ha1dane] decir que esto es todo lo que significa el testimonio del Espíritu
Santo sería falsear lo que se afirma en este texto; porque en ese caso el
Espíritu Santo únicamente ayudaría a la conciencia a ser un testigo, pero no
podría decirse que el Espíritu mismo fuese un testigo. El Espíritu Santo
testifica a nuestro espíritu con un testimonio claro e inmediato, y también con
nuestro espíritu, en un testimonio concurrente. Este testimonio, si bien no se
puede explicar, lo siente no obstante el creyente; lo siente también, en sus
variaciones, como algo más fuerte y palpable unas veces, y otras veces como
algo más débil, menos discernible. Su realidad está indicada en la Escritura
por expresiones tales como las que se refieren a que el Padre y el Hijo vienen
a nosotros, y hacen su morada con nosotros -Cristo se manifiesta a nosotros, y
cena con nosotros en el acto de damos el maná escondido, y la piedrecilla
blanca, denotando la comunicación del conocimiento de la absolución de la
culpa, y un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe. "El amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos
fue dado" (Romanos, p. 363)
Esta es la
certidumbre inmediata, la obra directa del Espíritu en el corazón regenerado,
que viene a complementar el testimonio generado por Dios de nuestro propio
espíritu (es decir, el de nuestra propia conciencia y conocimiento de nosotros
mismos como creyentes). Aunque este doble testimonio puede quedar temporalmente
nublado por retirada divina o ataques satánicos, todo cristiano verdadero que
no entristece ni apaga al Espíritu con infidelidad comúnmente disfruta de ambos
aspectos del testimonio en mayor o menor medida, como su experiencia viva, como
lo indica el tiempo presente empleado por Pablo ("da testimonio a' nuestro
espíritu").
'De manera que la
doctrina de la certidumbre viene a ser esto: Nuestro Padre celestial quiere que
sus hijos conozcan el amor que siente por ellos, y la seguridad de que
disfrutan como miembros de su familia. No sería Padre perfecto si no anhelase
esto y si no obrase a fin de concretado. Su acción va dirigida a hacer que el
doble testimonio que hemos descrito constituya parte de la experiencia regular
de sus hijos. Así los lleva a regocijarse en su amor. El mismo doble testimonio
es también un don -el elemento culminante del complejo don de la fe, aquel por
el cual los creyentes adquieren un "conocimiento palpable" de que su
fe y adopción, y esperanza del cielo, y el infinito y soberano amor de Dios
para con ellos, son "realmente reales". Sobre esta dimensión de la
experiencia de la fe sólo podemos decir, como dijo alguien con respecto a la
naturaleza, que es "más fácil concebida que describirla" -"más
fácilmente sentida que mentada", como se dice que dijo una dama escocesa;
mas todos los cristianos disfrutan de ella en alguna medida, por cuando es en
verdad parte de sus derechos de nacimiento. Siendo que somos propensos a la
auto-decepción, haremos bien en poner a prueba nuestra certidumbre aplicando
los criterios doctrinales y éticos que proporciona 1 Juan para este mismo fin
(Véase 1 Juan 2:3,29; 3:6-10, 14,18-21; 4:7, 15; 5: 1-4,18), y de esta manera
el elemento ilativo en nuestra certidumbre se verá fortalecido, y el brillo de
la certidumbre en su conjunto podrá aumentar gradualmente. La fuente de la
certidumbre, sin embargo, no la constituyen nuestras inferencias como tales,
sino la obra del Espíritu, aparte de nuestras inferencias y a través de ellas,
convenciéndonos de que somos hijos de Dios, y de que el amor y las promesas
redentoras de Dios se aplican directamente a nosotros.
¿Qué hay, entonces,
cuanto a las disputas historias? Los romanistas estaban equivocados: vista a la
luz de la adopción y la paternidad de Dios, su negación tanto de la
preservación como de la certidumbre se toma una ridícula monstruosidad. ¿Qué
clase de padre es el que jamás les dice a sus hijos individualmente que los
ama, pero que se propone echarlos de la casa a menos que se porten bien? La
negación wesleyana y luterana a aceptar la reservación está igualmente
equivocada. Dios es mejor padre de lo que esta negativa le acuerda: Dios guarda
a sus hijos en la fe y la gracia, y no ha de permitir que se deslicen de su
mano. Los reformadores y Wesley tenían razón cuando decían que la certidumbre
es parte integrante de la fe; los puritanos, sin embargo, también tenían razón
cuando acordaban mayor importancia que los anteriores al hecho de que los
cristianos que contristan al Espíritu pecando, y que no buscan a Dios de todo
su corazón, habrán de perder la plena fruición de este don culmínate del doble
testimonio, de igual modo que los hijos malos y descuidados detienen la sonrisa
de los padres y en cambio provocan su gesto de desagrado. Algunos dones o
regalos son demasiado preciosos para darse a hijos malos y descuidados, y este
es un don que nuestro Padre celestial, en cierta medida por lo menos, ha de
escatimar si ve que estamos en un estado en que nos haría daño al hacemos
pensar que a Dios no le interesa el que vivamos vidas santas o no.
V
Resulta extraño que
la doctrina de la adopción haya recibido tan poca atención en la historia
cristiana. Aparte de dos libros del siglo pasado, ahora apenas conocidos (R. S.
Candlish, The Fatherhood 0f God, La paternidad de Dios; R.A. Webb, The Relormed
Doctrine 0f Adoption, La doctrina reformada de la adopción), no existen obras
evangélicas sobre el tema, y no las ha habido en ningún momento desde la
Reforma, como tampoco antes. La comprensión que tuvo Lutero de la adopción fue
tan definida y clara como su comprensión de la justificación, pero sus
discípulos se aferraron a esta última e hicieron caso omiso de la primera. La
enseñanza puritana sobre la vida cristiana, tan fuerte en otros sentidos, fue
notablemente deficiente aquí, lo cual es razón de por qué surgen malentendidos
legalísticos de ella con tanta facilidad. Tal vez los meto distas primitivos, y
los santos metodistas posteriores como Billy Bray, "el Hijo del Rey",
con su inolvidable actitud hacia la oración -"tengo que hablar con un
Padre sobre esto" - son los que llegaron más cerca que nadie a la vida que
refleja la relación filial como la pinta el Nuevo Testamento.
En la enseñanza
cristiana de hoy ciertamente que cabe darle más lugar a la adopción. Mientras
tanto, el mensaje inmediato para nuestros corazones fundado en lo que hemos
estudiado en el presente capítulo es indudablemente el siguiente: ¿Me entiendo
a mí mismo como cristiano? ¿Tengo conciencia de mi verdadera identidad, de mi
verdadero destino? Soy hijo de Dios. Dios es mi Padre; el cielo es mi hogar;
cada día que pasa es un día más cerca. Mi Salvador es mi hermano; todo
cristiano es mi hermano también. Repitámoslo constantemente como primera cosa
al levantamos, como lo último al acostamos; mientras esperamos el ómnibus; cada
vez que la mente esté desocupada; pidamos que se nos ayude a vivir como quienes
sabemos que todo esto es total y absolutamente cierto. Porque este es el
secreto de ¿una vida feliz para el cristiano? cierto que lo es, pero tenemos
algo no sólo más elevado sino más profundo que decir.
Este es el secreto
de la vida cristiana, y de la vida que honra a Dios: y estos son los aspectos
de la cuestión que realmente importan. Mi deseo es que, tanto para el escritor
como para el lector, este secreto sea plenamente nuestro. Para hacemos
comprender más adecuadamente qué somos y quiénes somos, como hijos de Dios, y
lo que somos llamados a ser, he aquí algunas preguntas que nos dan base para
examinamos bien una y otra vez. ¿Entiendo la adopción de que he sido objeto?
¿Le doy su valor? ¿Me recuerdo a mí mismo diariamente el privilegio que es mío
como hijo de Dios? ¿He procurado obtener plena certidumbre en cuanto a su
adopción? ¿Pienso diariamente acerca del amor de Dios para conmigo? ¿Trato a
Dios como mi Padre que está en los cielos, amándolo, honrándolo, y
obedeciéndolo, buscando y deseando su comunión, y tratando de agradarle en
todo, como querría cualquier padre humano que hiciese su hijo?
¿Pienso en
Jesucristo, mi Salvador y mi Señor, como mi hermano también, que extiende hacia
mí no sólo autoridad divina sino también simpatía humana? ¿Pienso todos los
días cuán cerca está él de mí, cuán totalmente me entiende, y cuánto, como
pariente-redentor, se preocupa por mí? ¿He aprendido a odiar las cosas que
desagradan a mi Padre? ¿Soy sensible a las cosas malas a las que es sensible
él? ¿Me propongo evitarlas para no contristarlo? ¿Pongo diariamente mi
esperanza en esa gran ocasión familiar en que los hijos de Dios se reunirán por
fin en el cielo ante el trono de Dios, su Padre, y el Cordero, su hermano y
Señor? ¿He sentido la emoción de esta esperanza? ¿Amo a mis hermanos
cristianos, con los cuales vivo día a día, de un modo que no me avergonzaré
cuando en el cielo piense en ello? ¿Estoy orgulloso de mi Padre, y de su
familia, a la que por su gracia pertenezco?
¿Aparece en mí la
semejanza familiar? Y si no, ¿por qué? Dios nos humille; Dios nos intuya; Dios
nos haga hijos suyos en verdad.