I
No es de sorprender
que a la persona que piensa le resulte difícil creer el evangelio de
Jesucristo, porque las realidades a que se refiere sobrepasan el entendimiento
humano. Pero también resulta triste que muchas personas hagan que la fe sea más
difícil de lo que debe serlo, porque encuentran dificultades donde no debiera
haberlas.
Tomemos la
expiación, por ejemplo. Para muchos constituye una piedra de tropiezo. ¿Cómo,
dicen, podemos aceptar que la muerte de Jesús de Nazaret -un solo hombre que
muere en un patíbulo romano- sirva para remediar los pescados del mundo? ¿Cómo
puede ser que esa muerte tenga el efecto de que Dios perdone nuestros pecados
en el día de h<:>y? O tomemos la resurrección, que para muchos también
constituye piedra de tropiezo. ¿Cómo, se pregunta, podemos creer que Jesús se
levantó físicamente de la muerte? Aceptamos que sea difícil negar que la tumba
quedara vacía, pero, ¿acaso no es más difícil todavía creer que Jesús emergió
de ella para iniciar una vida corporal sin fin? ¿Acaso no es más fácil dar
crédito a cualquier versión de la teoría de la resurrección temporaria como
consecuencia de un desmayo, o el robo del cuerpo, que a la doctrina cristiana
de la resurrección? O tomemos el nacimiento virginal, doctrina que ha sido
ampliamente rechazada en círculos protestantes en el presente siglo. ¿Cómo,
preguntan algunos, podemos aceptar semejante anormalidad biológica? Tomemos los
milagros del evangelio; para muchos esto también constituye un escollo
insalvable. Llegan a aceptar que Jesús sanaba (resulta difícil, dadas las
evidencias disponibles, dudar de esto, y de todos modos la historia conoce
casos de otras personas que han realizado curaciones milagrosas); ¿cómo,
empero, se puede creer que Jesús caminaba sobre el agua, o que alimentó a los
cinco mil, o que levantaba a los muertos? Relatos como estos serían por demás
fantasiosos. Ante estos problemas y otros semejantes, muchas personas que están
al borde de la fe se sienten profundamente perplejas en el día de hoy.
Pero en realidad la
verdadera dificultad no está en estos aspectos en absoluto, porque no es en
ellos que el evangelio nos enfrenta con el misterio supremo. La dificultad
radica, no en el mensaje de expiación del viernes santo, ni en el mensaje de la
resurrección de la pascua, sino en el mensaje de la encarnación de la navidad.
La afiliación cristiana realmente asombrosa es la de que Jesús de Nazaret era
Dios hecho hombre: que la segunda persona de la Deidad es el "segundo
hombre" (1 Cor. 15:47), con lo cual quedó decidido el destino de la
humanidad; segunda cabeza representativa de la raza, que adoptó la humanidad
sin perder la deidad, de modo que Jesús de Nazaret era tan completa y realmente
divino como lo fue humano. He aquí dos misterios al precio de uno solo: la
pluralidad de personas dentro de la unidad de Dios, y la unión de la Deidad y
la humanidad en la persona de Jesús. Es aquí, en lo que aconteció en esa
primera navidad, donde yacen las profundidades más grandes y más inescrutables
de la revelación cristiana. "El Verbo fue hecho carne" (Juan 1: 14);
Dios se hizo hombre; el Hijo divino se hizo judío; y el Todopoderoso apareció
en la tierra en forma de un niño indefenso, incapaz de hacer otra cosa que
estar acostado en una cuna, mirando sin comprender, haciendo los movimientos y
ruidos característicos de un bebé, necesitado de alimento y de toda la atención
del caso, y teniendo que aprender a hablar como cualquier otro niño. Y en todo
esto no hubo ilusión ni engaño en absoluto: la infancia del Hijo de Dios fue
una absoluta realidad. Cuanto más se piensa en todo esto, tanto más asombroso
resulta. La ficción no podría ofrecernos algo tan fantástico como lo es esta
doctrina de la encarnación.
En esto reside la
verdadera piedra de tropiezo del cristianismo. Es en este punto en el que han
naufragado los judíos, los musulmanes, los unitarios, los Testigos de Jehová,
como también muchos de los que experimentan las dificultades enumeradas más
arriba (el nacimiento virginal, los milagros, la expiación, y la resurrección).
Las dificultad surgen en relación con otras cuestiones relativas al evangélico
generalmente nacen de una creencia inadecuada o de la falta de fe en la
encarnación. Pero una vez acepta plenamente la realidad de la encarnación, las
dificultades se disuelven.
Si Jesús no hubiese
sido más que un hombre santo, sumamente notable, las dificultades para creer lo
que el Nuevo Testamento nos dice acerca de su vida y de su obra serían
realmente gigantescas. Empero, si Jesús es la misma persona que la Palabra
eterna, el agente del Padre en la creación, "por medio de quien también
hizo el universo" (Heb. 1.2), ya no resulta asombroso que nuevos actos de
poder creativo señalaran su venida al mundo, su vida en él, y su alejamiento
del mismo. No resulta extraño que él, el autor de la vida, se levantase de la
muerte. Si realmente era el Hijo de Dios, resulta mucho más asombroso que tuviera
que morir y no que volviera a vivir. "¡Es todo un misterio! Que el
inmortal muriese", escribió Wesley; pero en la resurrección del Inmortal
ya no hay misterio comparable. Y si la inmortal Bija de Dios realmente se
sometió a la muerte, no es extraño que semejante muerte pueda tener
significación salvadora para una raza condenada. Una vez que aceptamos que
Jesús era divino, se torna irrazonable descubrir dificultad en estas cosas; es
todo parte de una misma cosa, forma parte de una sola unidad. La encarnación
constituye en sí misma un misterio insondable, pero le da sentido a todo lo
demás en el Nuevo Testamento.
II
Los evangelios de
Mateo y Lucas nos dicen en forma bastante detallada cómo vino a este mundo el
Hijo de Dios. Nació fuera de un pequeño hotel en una oscura villa judaica en la
época del gran imperio romano. En general tendemos a embellecer el relato
cuando lo contamos Navidad tras Navidad, cuando en realidad es más bien un
relato brutal y cruel. La razón por la cual Jesús no nació en el hotel es la de
que estaba lleno y nadie le ofreció una cama a la mujer que estaba por dar a
luz, por lo cual tuvo que tener su bebé en el establo, y colocado en el
pesebre. El relato es desapasionado y no lleva comentario, pero el lector
atento no puede menos que temblar ante el cuadro de degradación e
insensibilidad que se nos pinta. Con todo, los evangelistas no relatan la historia
con el fin de que saquemos de ella lecciones morales. Para ellos lo importante
del relato no está en las circunstancias del nacimiento (salvo en el sentido de
que constituía el cumplimiento de la profecía, ya que tuvo lugar en Belén:
Véase Mateo 2: 1-6), sino más bien en la identidad del niño. En relación con
esto el Nuevo Testamento afirma dos cosas. Nosotros ya las hemos indicado; considerémoslas
ahora en mayor detalle.
1. EL NIÑO QUE NACIÓ EN
BELÉN ERA DIOS.
Más precisamente,
para decirlo en el lenguaje bíblico, era el Hijo de Dios, o, como lo expresa
invariablemente la teología cristiana, Dios Hijo. El Hijo, nótese, no un Hijo:
como lo dice cuatro veces Juan en los tres primeros capítulos de su evangelio,
con el fin de asegurarse de que sus lectores comprendan cabalmente el carácter
único de Jesús, era el "unigénito Hijo de Dios" (Véase Juan 1: 14,18;
3:16,18). Consiguientemente, la iglesia cristiana confiesa: "Creo en Dios
Padre... y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor".
Los apologistas
cristianos a veces hablan como si la afirmación de que Jesús es el unigénito
Hijo de Dios fuese la respuesta completa y definitiva a todos los interrogantes
relativos a su identidad. Pero no puede serio, porque la frase misma da lugar a
otros interrogantes, y a su vez se presta fácilmente a confusiones. ¿Significa
la aseveración de que Jesús es el Hijo de Dios que en realidad hay dos dioses?
¿Es entonces el cristianismo una religión politeísta, como sostienen tanto judíos
como mahometanos? La frase "Hijo de Dios", ¿implica que Jesús, si
bien ocupa un lugar aparte entre los seres creados, no era en sí mismo divino
en el mismo sentido en que lo es el Padre? En la iglesia primitiva los arrianos
sostenían esta doctrina, y en los tiempos modernos la han adoptado los
unitarios, los testigos de Jehová, los cristadelfos, y otros. ¿Tienen razón?
¿Qué quiere decir la Biblia realmente cuando llama Hijo de Dios a Jesús?
Preguntas de este
tipo son las que han tenido perplejas a muchas personas, pero el Nuevo
Testamento en realidad no nos deja con dudas en cuanto a la forma de responder
a ellas. En principio, el apóstol Juan hizo todas estas preguntas y las
resolvió en conjunto en el prólogo a su evangelio. Escribía, según parece, para
lectores de extracción tanto judía como griega. Conforme a lo que él mismo nos
dice, escribió a fin de que "creáis que Jesús es... el Hijo de Dios, y
para que creyendo, tengáis vida en su nombre" (Juan 20:31). En su
evangelio nos presenta a Jesús como el Hijo de Dios. Juan sabía que la frase
"Hijo de Dios" estaba teñida de asociaciones incorrectas en la mente
de sus lectores. La teología judaica la empleaba como título para el Mesías
(humano) que esperaban. La mitología griega mencionaba muchos "hijos de
los dioses", superhombres nacidos de la unión entre un dios y una mujer.
En ninguno de estos casos, sin embargo, tenía la frase de referencia el sentido
de deidad personal; antes bien, en ambos casos, está excluido dicho sentido.
Juan quería estar seguro de que cuando escribía acerca de Jesús como el Hijo de
Dios no habría de ser entendido mal, es decir que no se iban a tomar sus
palabras en el sentido griego y judío que acabamos de mencionar, y a fin de
dejar claramente establecido desde el comienzo que el carácter de Hijo que
Jesús se arrogaba, y que le atribuían los cristianos, era precisamente cuestión
de deidad personal y nada inferior a eso. De allí su famoso prólogo (Juan 1:
1-18). La Iglesia de Inglaterra lo lee todos los años como el evangelio para el
día de la Navidad, y con toda razón. En ninguna otra parte del Nuevo Testamento
se explica con tal claridad la naturaleza y el significado del carácter filial
divino de Jesús.
Véase la forma
cuidadosa y concluyente en que Juan expone su tema. El término "Hijo"
no aparece para nada en las primeras frases; en cambio habla primeramente del
Verbo (la Palabra). No había peligro de que este vocablo fuese mal entendido;
los lectores del Antiguo Testamento lo reconocerían de inmediato. La Palabra de
Dios en el Antiguo Testamento es su expresión creadora, su poder en acción para
cumplir su propósito. El Antiguo Testamento representa la expresión verbal de
Dios, la expresión misma de su propósito, como si tuviese poder en sí misma
para llevar a cabo el propósito expresado. Génesis 1 nos enseña que en la
creación, "dijo Dios: Sea... y fue... “(Gén. 1: 3). "Por la palabra
de Jehová fueron hechos los cielos... él dijo, y fue hecho" (Sal. 33:6,9).
El Verbo de Dios es, por lo tanto, Dios obrando.
Juan retorna esta
figura y procede a decimos siete cosas acerca del Verbo Divino.
(A). "En el principio era el Verbo" (v. 1). He aquí la eternidad
del Verbo. No tenía principio en sí mismo; cuando las demás cosas comenzaron,
él ya era.
(B) "Y el Verbo era con Dios" (v. 1). He aquí
la personalidad del Verbo. El poder que lleva a cabo los propósitos de Dios es
el poder de un ser personal concreto, que se encuentra en una relación eterna
de comunión activa para con Dios (esto es lo que significa la frase en
cuestión).
(C) "Y el Verbo era Dios" (v. 1). He aquí la
deidad del Verbo. Si bien distinto del Padre en persona, no es una criatura; es
divino en sí mismo como lo es el Padre. El misterio con el cual nos enfrenta
este versículo es por lo tanto el misterio de las distinciones personales
dentro de la unidad de la Deidad.
(D) "Todas las cosas por él fueron hechas" (v.
3). He aquí el Verbo en función creadora. Es él el agente del Padre en todo
acto creador que el Padre haya realizado jamás. Todo lo que ha sido hecho ha
sido hecho por medio de él. (Aquí, incidentalmente, tenemos pruebas adicionales
de que él, el Hacedor, no pertenece a la clase de las cosas creadas, como
tampoco el Padre.)
(E) "En él estaba la vida" (v. 4). He aquí el
Verbo vivificando. No hay vida física en el ámbito de las cosas creadas salvo
en y a través de él. Aquí está la respuesta bíblica al problema del origen y la
continuidad de la vida, en todas sus formas: la vida la da y la mantiene el
Verbo. Las cosas creadas no tienen vida en sí mismas, sino que tienen vida en
el Verbo, la segunda persona de la Deidad.
(F) "Y la vida era la luz de los hombres" (v.
4). He aquí el Verbo en función reveladora. Al dar vida, da también luz; vale
decir que todo hombre recibe intimaciones de Dios por el hecho de estar vivo en
el mundo de Dios, y esto, tanto como el hecho de que está vivo, se debe a la
obra del Verbo.
(G) "Y aquel Verbo fue hecho carne" (v. 14).
He aquí el Verbo encarnado. El niño en el pesebre de Belén era nada menos que
el Verbo eterno de Dios.
Luego, habiéndonos
mostrado quién es y lo que es el Verbo -persona divina, autor de todas las
cosas- Juan nos da su identificación. La encarnación, nos dice, fue la
revelación de que el Verbo es el Hijo de Dios. "Vimos su gloria, gloria
como del unigénito del Padre" (v. 14). Esta identificación recibe
confirmación en el versículo 18: "El unigénito Hijo, que está en el seno
del Padre... "De este modo Juan llega al punto adonde quería arribar desde
el primer momento. A esta altura ha dejado claramente establecido lo que se
quiere decir cuando a Jesús se le llama Hijo de Dios. El Hijo de Dios es el
Verbo de Dios; vemos lo que es el Verbo (la Palabra); pues bien, eso mismo es
lo que es el Hijo. Tal el mensaje del prólogo de Juan.
Así pues, cuando la
Biblia proclama a Jesús como el Hijo de Dios, la declaración lleva el propósito
de afirmar su definida deidad personal. El mensaje de la Navidad descansa en el
hecho sorprendente de que el niño en el pesebre era Dios. Pero lo que hemos
dicho no es más que la mitad de la historia completa.
2. EL NIÑO QUE NACIÓ EN
BELÉN ERA DIOS HECHO HOMBRE
El Verbo se había
hecho carne: un ser humano real y verdadero. No había dejado de ser Dios; no
era menos Dios entonces que antes; pero había comenzado a hacerse hombre. No
era ahora Dios menos algunos elementos de su deidad, sino Dios más todo lo que
había hecho suyo al tomar sobre sí la humanidad. Aquel que había hecho al
hombre estaba ahora probando lo que era ser hombre. Aquel que hizo al ángel que
se convirtió en diablo se encontraba ahora en un estado en que podía ser
tentado - más aun, no podía evitar el ser tentado por el diablo; la perfección
de su vida humana la logró luchando contra el diablo. La Epístola a los
Hebreos, elevando la vista a él en su gloria después de la ascensión, deriva
gran consuelo de este hecho. "Debía ser en todo semejante a sus
hermanos... pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para
socorrer a los que son tentados." "No tenemos un sumo sacerdote que
no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo
según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al
trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno
socorro" (Heb. 2: 17s; 4: 15s).
El misterio de la
encarnación es realmente insondable.
No lo podemos
explicar; sólo podemos formularlo. Quizá no haya sido formulado nunca mejor que
en las palabras del Credo de Atanasio. "Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo
de Dios, es Dios y hombre;... perfecto Dios, y perfecto hombre: ... el que si
bien es Dios y hombre: sin embargo no es dos, sino un Cristo; uno, no por la
conversión de la Deidad en carne: sino al tomar de la humanidad e incorporarla
en Dios."
Más allá no puede ir
nuestra mente. Lo que vemos en el pesebre es, en las palabras de Charles
Wesley, a "nuestro Dios circunscrito a un espacio; hecho
incomprensiblemente hombre". Incomprensiblemente -conviene que recordemos
esto, que rechacemos la especulación, y que adoremos con espíritu de aceptación
gozosa.
III
¿En qué forma hemos
de tomar la encarnación? El Nuevo Testamento no nos propone que nos dediquemos
a cavilar sobre los problemas físicos y psicológicos que ella plantea, sino que
adoremos a Dios por el amor que en ella se nos ha mostrado... Porque se trata
de un gran acto de condescendencia y de anonadamiento. "Aunque él tenía la
naturaleza de Dios -escribe Pablo- no quiso insistir en conservar su derecho de
ser igual a Dios, sino que dejó a un lado lo que era suyo y tomó la naturaleza
de siervo, al nacer como hombre y cuando tenía la forma de hombre, se humilló y
por su obediencia fue a la muerte, aunque en la muerte vergonzosa de la Cruz
[la 'de un criminal común' Phillips]" (Fil. 2: 6). Y todo esto fue
para nuestra salvación.
Los teólogos a veces
han considerado la posibilidad de que la encarnación haya tenido como fin
originalmente, y fundamentalmente, perfeccionar el orden creado, y que su
significación redentora fue, por decirlo así, un recurso agregado
posteriormente por Dios; pero, como ha insistido correctamente James Denney,
"el Nuevo Testamento no conoce una encarnación que pueda definirse aparte
de su relación con la expiación ... El Calvario, y no Belén, es el centro de la
revelación, y toda elaboración del cristianismo que olvide o niegue esto distorsiona
al cristianismo, sacándolo fuera de foco" (The Death 0f Christ, 1902, p.
235). La significación crucial de la cuna de Belén radica en el lugar que ocupa
en la secuencia de pasos que condujeron al Hijo de Dios a la cruz del Calvario,
y no podemos entender el mensaje a menos que lo veamos en dicho contexto. El
versículo clave del Nuevo Testamento para interpretar la encarnación no es, por
consiguiente, la afirmación lisa y llana que aparece en Juan 1: 14 -
"aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros" - sino, más
bien, la afirmación más amplia de II Corintios 8:9: "ya conocéis la gracia
de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo
rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos". Aquí se
expresa, no sólo el hecho de la encarnación sino también su significado; aquí
se nos explica que el que el Hijo haya tomado nuestra humanidad es la forma en
que debemos considerarla y tenerla siempre presente -no simplemente como una
maravilla de la naturaleza sino más bien como una sorprendente maravilla de la
gracia.
IV
A esta altura, no
obstante, debemos detenernos para considerar un uso diferente que algunos hacen
de los versículos de Pablo que acabamos de citar. En Filipenses 2:7 la frase
traducida en la Versión Popular como "dejó a un lado lo que era suyo"
y por la versión Reina- Valera revisada como "se despojó a sí mismo"
es, literalmente, "se vació de sí mismo". ¿Acaso esto (se pregunta),
juntamente con la declaración en II Corintios 8: 9 de que Jesús "se hizo
pobre", no arroja alguna luz sobre el carácter de la encarnación misma?
¿No implica acaso que al hacerse hombre hubo alguna medida de reducción de la
deidad del Hijo?
Esta es la teoría
denominada del kenosis, palabra griega que significa "vaciamiento".
La idea que la inspira en todas sus formas es la de que, a fin de ser
plenamente hombre, el Hijo tuvo que renunciar a algunas de sus cualidades
divinas, porque de otro modo no habría podido compartir la experiencia de verse
limitado por el espacio, el tiempo, el grado de conocimiento, y el grado de
conciencia, todo lo cual forma parte esencial de la vida verdaderamente humana.
Esta teoría ha sido formulada de diferentes maneras. Algunos han sostenido que
el Hijo abandonó únicamente sus atributos "metafísicos" (la
omnipotencia, la omnipresencia, y la omnisciencia) pero que retuvo los
atributos "morales" (la justicia, la santidad, la verdad, etc.);
otros han sostenido que cuando se hizo hombre renunció a todos sus poderes
específicamente divinos, y a su autoconciencia divina también, si bien en el
transcurso de su vida terrena volvió a adquirir este último atributo.
En Inglaterra, la
teoría del kenosis apareció por primera vez en labios del obispo Gore en 1889
para explicar por qué nuestro Señor ignoraba lo que la alta crítica del siglo 33 diecinueve
creía saber sobre los errores del Antiguo Testamento. La tesis de Gore era la
de que al hacerse hombre el Hijo hizo abandono de su conocimiento divino en
cuanto a los hechos históricos, si bien retuvo la infalibilidad divina en
cuanto a cuestiones morales. En el campo de los hechos históricos, sin embargo,
estaba limitado a las ideas judaicas corrientes, las que aceptó sin discusión,
sin saber que no todas eran acertadas. De ahí su tratamiento del Antiguo
Testamento como verbalmente inspirado y enteramente fidedigno, y su afirmación
de que el Pentateuco pertenecía a Moisés y el Salmo 110 a David -puntos de
vista que para Gore resultaban inaceptables. Muchos son los que han seguido a
Gore en este aspecto, en busca de justificación para no aceptar la estimación
que hizo Cristo del Antiguo Testamento.
Pero la teoría del
kenosis es inaceptable. Porque, en primer lugar, se trata de especulación a la
que no dan el menor apoyo los textos que se citan a su favor. Cuando Pablo dice
que el Hijo se vació de sí mismo y se hizo pobre, lo que quiere decir, como lo
demuestra el contexto en cada caso, es que hace a un lado, no sus atributos y
poderes divinos, sino su gloria y su dignidad divinas, "aquella gloria que
tuve contigo antes que el mundo fuese", como lo expresa Cristo en su gran
oración sacerdotal (Juan 17: 5). La traducción que hacen la Versión Popular y
la de Reina-Valera de Filipenses 2: 7 son interpretaciones correctas del
significado paulino. No existe apoyo escriturario alguno para la idea de que el
Hijo hiciese abandono de ningún aspecto de su deidad.
Además, la teoría
mencionada ofrece problemas propios grandes e insolubles. ¿Cómo podemos decir
que el hombre Cristo Jesús era plenamente Dios, si le faltaban algunas de las cualidades
de la deidad? ¿Cómo podemos decir que reveló perfectamente al Padre, si algunos
de los poderes y atributos del Padre no estaban en él? Más todavía, si, como lo
supone la teoría, la humanidad real resultaba incompatible con una deidad plena
en la tierra, seguramente que ha de serlo también en el cielo; de modo que se
sigue que "el hombre de la gloria" ha perdido algunos de sus poderes
divinos para toda la eternidad. Si, como reza el Artículo Anglicano, "la
Deidad y la Humanidad fueron unidas en una sola persona" en la encarnación
"para no ser separadas jamás", parecería resultar ineludible, con
esta teoría, reconocer que en la encarnación la deidad del Hijo hizo
claudicación de ciertos atributos divinos, para no recuperarlos jamás. Mas el
Nuevo Testamento es claro y definitivo en cuanto a la omnipotencia, la
omnipresencia, y la omnisciencia del Cristo resucitado (Mat. 28: 18; Juan 21:
17; Efe. 4: 10). Mas si, frente a esto, los que sostienen la teoría del kenosis
negasen que dichos atributos son incompatibles con la humanidad real en el
cielo, ¿qué razón pueden aducir para creer que dicha incompatibilidad existía
en la tierra?
Más todavía, el uso
que hace Gore de esta teoría para justificar el hecho de que considera
equivocada parte de la enseñanza de Cristo, mientras que sostiene la autoridad
divina de lo demás, no resulta aceptable. Cristo afirmó en términos absolutos y
categóricos que toda su enseñanza era de Dios: que nunca fue otra cosa que el
mensajero de su Padre. "Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me
envió", "según me enseñó el Padre, así hablo", "yo no he
hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de
lo que he de decir lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho"
(Juan 7; 16; 8:28; 12:49). Se declaró a sí mismo "hombre que os he hablado
la verdad, la cual he oído de Dios" (Juan 8:40).
Frente a estas
declaraciones no quedan sino dos caminos: o las aceptamos, y asignamos plena autoridad divina a todo lo que Jesús enseñó,
incluyendo aquí sus declaraciones sobre la inspiración y la autoridad del
Antigua Testamento., o bien las rechazamos y ponemos en tela de juicio la
autoridad divina de su enseñanza en todos sus aspectos. Si Gore realmente
deseaba sostener la autoridad de la enseñanza moral y espiritual de Jesús, no
debiera haber cuestionado su autoridad con respecto al Antiguo Testamento.; si,
par otro lado, quería a toda costa discrepar con Jesús en lo del Antiguo
Testamento, hubiera debido ser consecuente, y en ese caso tendría que haber
adoptado el criterio de que, ya que la declaración de Jesús acerca de su
enseñanza no puede aceptarse tal cual está, no tenemos ninguna obligación de
estar de acuerdo con lo que dijo. Si se utiliza la teoría del kenosis para el
fin que quiso darle Gore, resulta excesiva: demuestra que Jesús, al haber
renunciado a su conocimiento divino, era totalmente falible, y que cuando
afirmó que toda su enseñanza venía de Dios se estaba engañando a sí mismo y a
los demás. Si queremos sostener la autoridad divina de Jesús como maestro,
siguiendo su propia declaración, tenemos que rechazar la teoría del kenosis, o
por lo menos debemos rechazar esta aplicación de la misma.
Por lo demás, los
relatos evangélicos mismos ofrecen pruebas contra la teoría del kenosis. Es
cierto que el conocimiento que tenía Jesús tanto de cuestiones humanas como
divinas era limitado. Ocasionalmente pide información: "¿Quién ha tocado
mis vestidos?" "¿Cuántos panes tenéis?" (Mar. 5: 30; 6: 38).
Declara que comparte la ignorancia de los ángeles en cuanto al día en que ha de
volver (Mar. 13:32). Pero en otros momentos dio muestras de poseer conocimiento
sobrenatural. Conoce el pasado oscuro de la mujer samaritana (Juan 4: 17 s).
Sabe que cuando Pedro salga a pescar, el primer pez que tome tendrá una moneda
en la boca (Mat. 17: 27). Sabe, sin que se le diga, que Lázaro está muerto
(Juan 11: 11-13). De igual modo, de tanto en tanto despliega un poder
sobrenatural al realizar milagros de curación, de provisión de alimentos, de
resucitación de muertos. La impresión que de Jesús dan los evangelios no es la
de que estuviera totalmente desprovisto de conocimiento y poderes divinos, sino
de que se valía de ambos en forma intermitente, mientras que buena parte del
tiempo se contentaba con no hacerla. La impresión, en otras palabras, no es
tanto la de una deidad limitada, sino la de que se refrenaba en el uso de sus
capacidades divinas.
¿Cómo hemos de
explicar esta restricción? En términos, sin duda, de la verdad que tanto
predica el evangelio de Juan en particular, es decir, la entera sumisión del
Hijo a la voluntad del Padre. Parte del misterio revelado sobre la Deidad es
que las tres personas se encuentran en una relación fija entre sí. El Hijo
aparece en los evangelios como una persona divina dependiente, que piensa y
actúa única y solamente como lo indica el Padre, y no como si fuera
absolutamente independiente. "No puede el Hijo hacer nada por sí
mismo", "No puedo yo hacer nada por mí mismo" (Juan 5: 19,30).
"He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del
que me envió" (Juan 6:38). "Nada hago por mí mismo... yo hago siempre
lo que le agrada" (Juan 8: 28s). Corresponde a la naturaleza de la segunda
persona de la Trinidad reconocer la autoridad de la primera persona y someterse
a su buena voluntad. Es por ello que se declara Hijo, y que la primera persona
es su Padre. Si bien es igual con el Padre en eternidad, poder, y gloria, le es
natural representar el papel de Hijo, y encontrar gozo en cumplir la voluntad
de su Padre, así como es natural para la primera persona de la Trinidad
planificar e iniciar las obras de la Deidad, y natural también, para la tercera
persona, proceder a cumplir lo que le indican conjuntamente el Padre y el Hijo.
De este modo la obediencia de Dios-hombre al Padre cuando estaba en la tierra
no fue resultado de una nueva relación ocasionada por la encarnación sino la
continuación en el tiempo de la relación eterna entre el Hijo y el Padre en el
cielo. Como en el cielo, así también en la tierra el Hijo ocupó un lugar de total
dependencia con respecto a la voluntad del Padre.
Pero si esto es así
realmente, queda todo explicado. Dios-hombre no tenía conocimiento
independiente, como tampoco actuaba en forma independiente. Así como no hizo
todo lo que pudo haber hecho, porque ciertas cosas no respondían a la voluntad
del Padre (Véase Mat. 26: 53s), no sabía conscientemente todo lo que podía
haber sabido, sino sólo lo que el Padre quería que supiese. Su conocimiento,
como todo lo demás relacionado con su actividad, estaba limitado por la
voluntad de su Padre. Y por ello la razón de su ignorancia de (por ejemplo) la
fecha en que habría de volver no radicaba en que hubiese hecho abandono de su
poder para conocer todas las cosas en el momento de la encarnación, sino en que
no era la voluntad del Padre que tuviese conocimiento de este hecho particular
mientras estaba en la tierra, antes de su pasión. Seguramente que Calvino tenía
razón cuando comentó sobre Marcos 13:32 que "hasta que no hubo cumplido
cabalmente su misión [mediadora], la información que le fue dada después de su
resurrección no le fue dada antes". De manera que la limitación del
conocimiento de Jesús se ha de explicar no en términos del carácter de la
encarnación sino con relación a la voluntad del Padre para el Hijo mientras
este estaba en la tierra. Por lo tanto, llegamos a la conclusión de que, así
como en los evangelios hay ciertos hechos que contradicen la teoría del
kenosis, así, también, no existen' hechos .en los evangelios que no se puedan
explicar mejor sin dicha teoría.
V
Vernos ahora lo que
significó para el Hijo de Dios despojarse de sí mismo y hacerse pobre.
Significaba poner a un lado gloria (el verdadero kenosis); una voluntaria
restricción de su poder; la aceptación de las' penurias, el aislamiento, los
malos tratos, la malicia, y la incomprensión; finalmente, una muerte con tal
agonía -espiritual aun más que física que su alma llegó al punto del
quebrantamiento poco antes (Véase Luc. 12: 50 y el relato de Getsemaní).
Significaba amor hasta lo sumo para hombres que no lo merecían, para quienes
"por su pobreza, fuesen enriquecidos". El mensaje de la Navidad es el
de que hay esperanza para una humanidad arruinada -esperanza de perdón,
esperanza de paz con Dios, esperanza de gloria- porque, siguiendo la voluntad
del Padre, Jesucristo se hizo pobre y nació en un establo para que treinta años
más tarde pudiese ser colgado de una cruz. Es el mensaje más hermoso que el
mundo haya escuchado, y que jamás habrá de escuchar.
Hablamos
volublemente del "espíritu navideño", pero rara vez queremos decir
otra' cosa que un espíritu de alegre sentimentalismo a nivel familiar. Más lo
que hemos dicho nos hace ver claramente que esta frase tendría que despertar en
nosotros una tremenda carga de significado. Tendría que significar la
reproducción en la vida de los seres humanos de la especial disposición de
aquel que por nosotros se hizo pobre en la primera Navidad. Y el espíritu
navideño mismo debiera ser la marca de todo cristiano a lo largo de todo el
año.
Constituye una
vergüenza, y motivo de deshonra, para nosotros hoy el que tantos cristianos
-seré más específico: tantos cristianos entre los más firmes y ortodoxos- anden
por este mundo en el espíritu del sacerdote y el levita de la parábola de
nuestro Señor, viendo la necesidad humana por todas partes, pero, (tras un
piadoso deseo, y tal vez una oración, para que Dios supla su necesidad)
apartando los ojos, y pasando por el otro lado. Este no es el espíritu de la
Navidad. Ni es tampoco el espíritu de aquellos cristianos que por desgracia son
tan numerosos - cuya ambición en la vida parece limitarse a la formación de un
lindo hogar cristiano de clase media, a hacerse un lindo grupo de amistades
cristianas de clase media, y que dejan que los sectores de la comunidad que
están por debajo de la clase media, tanto cristianos como incrédulos, se las
arreglen por su cuenta.
El espíritu navideño
no brilla en el creyente esnobista. Porque el espíritu de la Navidad es el
espíritu de los que, como su Maestro, abrazan como principio para todos los
actos de su vida el hacerse pobres -gastando y desgastándose- a fin de
enriquecer a los demás hombres: dando su tiempo, ocupándose, preocupándose, y
cuidando a los demás, y no solamente a sus amigos- para promover su bien, en
cualquier sentido en que pudieran requerirse sus servicios. Hay quienes
evidencian este espíritu, pero debería haber muchos más. Si Dios en su
misericordia nos reaviva, una de las cosas que hará será despertar más de esta
clase de espíritu en nuestro corazón y en nuestra vida. Si anhelamos para
nosotros personalmente un despertar espiritual, uno de los pasos que debiéramos
tomar es el de cultivar dicho espíritu. "Ya conocéis la gracia de nuestro
Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que
vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos." "Haya en vosotros este
sentir que hubo también en Cristo Jesús." "Por el camino de tus
mandamientos correré, cuando ensanches mi corazón" (Sal. 119: 32).