I
"El Dios
celoso” suena ofensivo, ¿no es cierto? Porque conocemos el celo, "ese
monstruo de ojos verdes", como un vicio, uno de los defectos más voraces y
destructivos que existen, mientras que Dios, lo sabemos muy bien, es
perfectamente bueno. ¿Cómo, entonces, es posible que alguien pudiera imaginar
jamás que haya celo en él?
El primer paso en la
elaboración de una respuesta a esta pregunta es el de aclarar que no se trata
de imaginar nada. Si estuviéramos imaginando un Dios, entonces, naturalmente,
le asignaríamos únicamente características que admira más, y el celo no
entraría en escena para nada. A nadie se le daría por imaginar un Dios celoso.
Pero no estamos fabricando una idea sobre Dios en base a nuestra imaginación;
más bien, estamos procurando escuchar la voz de la Sagrada Escritura, en la que
Dios mismo nos dice la verdad sobre sí mismo. Porque Dios, nuestro Creador, ha
quien jamás hubiéramos podido descubrir mediante el ejercicio de la
imaginación, se ha revelado a sí mismo. Ha hablado. Ha hablado mediante muchos
agentes humanos, y en forma suprema por su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Y no
ha dejado que sus mensajes, y el recuerdo de sus portentosos hechos, fuesen
torcidos y perdidos por los procesos deformatorios de la transmisión oral. En
vez de esto, ha dispuesto que quedasen registrados en forma de escritos
permanentes. Y allí en la Biblia, el "registro público" de Dios, como
la llamaba Ca1vino, encontramos que Dios habla repetidas veces de su celo.
Cuando Dios sacó a
Israel de Egipto y lo llevó al Sinaí, para darle la ley y el pacto, su celo fue
uno de los primeros hechos que le enseñó en cuanto sí mismo. La sanción del
segundo mandamiento, que le fue dado a Moisés en forma audible y escrita
"con el dedo de Dios" en tablas de piedra (Exo. 31:18), se hizo con
estas palabras: "Yo soy Jehová tu Dios celoso" (20:5). Poco después
Dios le dio a Moisés el mismo concepto en forma más sorprendente: "Jehová,
cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es" (34: 14). Por encontrarse en el
lugar que se encuentra, este texto resulta sumamente significativo. El hacer
conocer el nombre de Dios -es decir, como siempre en la Escritura, su
naturaleza y su carácter- constituye un tema básico de Éxodo. En el capítulo 3
Dios había declarado que su nombre era "Yo soy el que soy", o,
simplemente, "yo SOY", y en el capítulo 6, "Jehová"
("el SEÑOR"). Dichos nombres hacían referencia a su existencia
propia, su autodeterminación, y su soberanía. Luego, en el capítulo 34: 5, Dios
había proclamado a Moisés su nombre diciéndole que Jehová es
"misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y
verdad;' que guarda misericordia que perdona la iniquidad que visita la
iniquidad... ". He aquí un nombre que destacaba su gloria moral.
Finalmente, siete versículos más adelante, como parte de la misma conversación
con Moisés, Dios resumió y redondeó la revelación sobre su nombre declarando
que era "Celoso". Está claro' que esta palabra inesperada
representaba una cualidad en Dios que, lejos de ser incompatible con la exposición
anterior de su nombre, era en algún sentido su resumen. Y como esta cualidad
era en el sentido verdadero su "nombre", es evidente que era muy
importante que su pueblo la comprendiera.
En realidad, la
Biblia habla bastante sobre el celo de Dios. Hay otras referencias a él en el
Pentateuco (Num. 25:11; Deut. 4:24; 6:15; 29:20; 32:16,21), en los libros
históricos (Jos. 24: 19; 1 Rey. 14:22), en los profetas (Eze. 8:3-5; 16:38,42;
23:25; 36:5ss; 38: 19; 39:25; Joel 2: 18; Nah. 1:2; Sof. 1: 18; 3:8; Zac. 1:
14, 8:2), y en los Salmos (78:58; 79:5). Se lo presenta constantemente como
motivo para la acción, ya sea en ira o en misericordia. "Me mostraré
celoso por mi santo nombre" (Eze. 39:25); "Celé con gran celo a
Jerusalén y a Sión" (Zac. 1: 14); "Jehová es Dios celoso y
vengador" (Nah. 1: 2). En el Nuevo Testamento Pablo les pregunta a los
insolentes corintios: "¿Provocaremos a celos al Señor?" (I Cor 10:
22); Santiago 4:5, versículo de difícil interpretación, dice así en la RVR:
"El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente.
"
II
Empero, ¿de qué
naturaleza es este celo divino? nos preguntamos. ¿Cómo puede ser una virtud en
Dios cuando es un defecto en los hombres? Las perfecciones de Dios son asunto
para la alabanza; pero, ¿cómo podemos alabar a Dios por ser celoso?
La respuesta a estas
interrogantes la encontraremos teniendo en cuenta dos factores.
PRIMERO: las afirmaciones bíblicas acerca del celo de Dios
son antropomorfismos, vale decir, descripciones de Dios en lenguaje tomado de
la vida humana. La Biblia está llena de antropomorfismo -el brazo, la mano, el
dedo de Dios, su facultad de oír, de ver, de oler; su ternura, enojo,
arrepentimiento, risa, gozo, etcétera. La razón de que Dios' emplee estos
términos para hablamos acerca de sí mismo es la de que el lenguaje tomado de
nuestra propia vida personal constituye el medio más preciso de que disponemos
para comunicar nociones 'sobre él. El es un ser personal, y también lo somos
nosotros, de un modo que no lo comparte ninguna otra cosa creada. Sólo el
hombre, de todas las criaturas físicas, fue hecho a la imagen de Dios. Como nos
parecemos más a Dios que ningún otro ser que conozcamos, resulta más
instructivo, y menos desconcertante, que Dios se nos ofrezca en términos
humanos de lo que lo sería si se valiese de cualquier otro medio. Esto ya lo
dejamos aclarando en el capítulo 15.
Ante los
antropomorfismos de Dios, sin embargo, es fácil tomar el rábano de las hojas.
Hemos de tener presente que el hombre no es la medida de su Hacedor, y que, cuando
se emplea para Dios el lenguaje relacionado con la vida de los seres ,humanos
no debe suponerse que están incluidas las limitaciones de la criatura humana de
conocimiento, poder, visión, fuerza, o consistencia, o cualquiera otra
semejante. Y debemos recordar que aquellos elementos de las cualidades humanas
que evidencian el efecto corruptor del pecado no tienen contrapartida en Dios.
Así, por ejemplo, su ira no es esa innoble erupción de cólera humana tan
frecuente en nosotros, señal de orgullo y debilidad, sino que es la santidad
que reacciona ante el mal, de un modo que resulta moralmente justo y glorioso.
"La ira del hombre no obra la justicia de Dios" (Sal 76: 10), pero la
ira de Dios es precisamente su justicia manifestada en acción judicial. Del
mismo modo, el celo de Dios no es un compuesto de frustración, envidia,
despecho, como lo es tan a menudo el celo humano, sino que aparece en cambio
como un fervor (literalmente) digno de alabanza para preservar algo
supremamente precioso. Esto nos lleva al segundo punto.
SEGUNDO: hay dos clases de celos entre los hombres, y sólo
uno de ellos constituye un defecto. El celo vicioso (la envidia) es una
expresión de la actitud que dice: "Yo quiero lo que tienes tú, y te odio
porque no lo tengo." Se trata de un resentimiento infantil que brota como
consecuencia de la codicia no reprimida, que se expresa en envidia, malicia, y
mezquindad de proceder. Es terriblemente potente, porque se nutre y a la vez es
alimentado por el orgullo, la raíz principal de nuestra naturaleza caída. El
celo puede volverse obsesivo y, si se le da rienda suelta, puede llegar a
destrozar totalmente una personalidad que antes era firme. "Cruel es la
ira, e impetuoso el furor; mas ¿quién podrá sostenerse delante de la
envidia?", pregunta el sabio (Pro. 27:4). Lo que con frecuencia se
denomina el celo sexual, la loca furia de un pretendiente rechazado o
suplantado, es de este tipo.
Pero hay otra clase
de celo: el celo por proteger una I relación amorosa, o por vengarla cuando ha
sido rota. Este celo opera igualmente en la esfera del sexo; allí, sin embargo,
aparece, no como la reacción ciega del orgullo herido sino como fruto del
afecto conyugal. Como lo ha expresado el profesor Tasker, las personas casadas
"que no sintieran celo ante la irrupción de un amante o un adúltero en el
hogar carecerían por cierto de percepción moral; porque la exclusividad en el
matrimonio es la esencia del mismo" (The Epistle 0f James/La Epístola de
Santiago, p. 106). Este tipo de celo es una virtud positiva, por cuanto denota
una real comprensión del verdadero significado de la relación entre marido y
mujer, juntamente con el celo necesario para mantenerla intacta. El Antiguo
Testamento reconocía la justicia de dicho celo, y especificaba una
"ofrenda de celos", y una prueba con una maldición aparejada a ella,
por la que el esposo que sospechaba que su mujer le había sido infiel y que en
consecuencia estaba poseído de un "espíritu de celos", pudiera salir
de la duda, en un sentido u otro (Num. 5: 11-32). Ni aquí ni en la otra
referencia al esposo ofendido, en Proverbios 6: 34, sugiere la Escritura que el
"celo" sea cuestionable en este caso; más bien, trata su decisión de
cuidar su matrimonio contra la invasión, y de tornar medidas contra cualquiera
que ose violarlo, corno algo natural, normal y justo, y como prueba de que
valora el matrimonio corno corresponde.
Ahora bien, para la
Escritura, invariablemente, el celo de Dios es de este último tipo: vale decir,
corno un aspecto de su amor hacia su pueblo del pacto. El Antiguo Testamento
considera el pacto de Dios corno su casamiento con Israel, que lleva en sí la
demanda de un amor y una lealtad incondicionales. La adoración de ídolos, y
toda relación comprometedora con idólatras no israelitas, constituía
desobediencia e infidelidad, lo cual Dios veía corno adulterio espiritual que
lo provocaba al celo y la venganza. Todas las referencias. Mosaicas al celo de
Dios tienen que ver con la adoración de ídolos de un modo o de otro, todas
tienen su origen en la sanción del segundo mandamiento, que citamos
anteriormente. Lo mismo se puede decir de Josué 24: 19; 1 Reyes 14:22; Salmo
78:58, y en el Nuevo Testamento 1 Corintios 10:22. En Ezequiel 8:3, a un ídolo
que se adoraba en Jerusalén se le llama, "imagen de celos, la que provoca
a celos", En Ezequiel 16 Dios caracteriza a Israel como su esposa
adúltera, embrollada en impías alianzas con ídolos e idólatras de Canaán,
Egipto, y Asiría, y pronuncia sentencia corno sigue: "Yate juzgaré por las
leyes de las adúlteras, y de las que derraman sangre; y traeré sobre ti sangre
de ira y de celos" (v. 38; cf. v. 42; 23:25).
Por estos pasajes
podemos ver claramente lo que quería decir Dios cuando le dijo a Moisés que su
nombre era "Celoso". Quiso significar que exige de aquellos a quienes
ha amado y redimido total y absoluta lealtad, y que vindicará .su exigencia
mediante acción rigurosa contra ellos si traicionan su amor con infidelidad.
Calvino dio en el clavo cuando explicó la sanción del segundo mandamiento corno
sigue:
El Señor con
frecuencia se dirige a nosotros en el carácter de esposo... Así corno él cumple
todas las funciones de un esposo fiel y verdadero, requiere de nosotros amor y
castidad; es decir, que no prostituyamos nuestra alma con Satanás... Así como
cuanto más puro y casto sea un marido, tanto más gravemente se siente ofendido
cuando ve que su mujer se vuelve hacia un rival; así también el Señor, que en
verdad nos ha desposado consigo, declara que arde con el celo más ardiente cada
vez que, ignorando la pureza de su santo matrimonio, nos contaminamos con
concupiscencias abominables, y especialmente cuando la adoración de su Deidad,
que tendría que haber sido mantenida incólume con el mayor cuidado, se
transfiere a otro, o se adultera con alguna superstición; por cuanto de este
modo no sólo violamos nuestro desposorio sino que contaminamos el lecho
nupcial, permitiendo en él a los adúltero s (Institutes, II, VIII, 18;
Institución de la Religión Cristiana, Países Bajos: Fundación Editora de
literatura Reformada, 1968, en dos volúmenes).
Empero, si hemos de
ver la cuestión en su verdadera dimensión, tendremos que aclarar algo más. El
celo de Dios por su pueblo, como hemos visto, presupone el amor que' responde
al pacto; y dicho amor no es un afecto transitorio, accidental y sin objeto,
sino que es la expresión de un propósito soberano. El objetivo del amor de Dios
en el pacto es 1 el de contar con un pueblo en la tierra mientras dure la
historia, y posteriormente el de tener a todos los fieles de todas las épocas
consigo en la gloria. El amor pactado es el centro del plan de Dios para su
mundo. Y esa la luz del plan total de Dios para su mundo que debe entenderse,
en último análisis, su celo. Porque el objetivo último de Dios como lo declara
la Biblia, es triple: el de vindicar su gobierno y su justicia mostrando su
soberanía al juzgar el pecado; el de rescatar y redimir a su pueblo elegido; y
el de ser amado y alabado por ellos por sus gloriosos actos de amor y auto
vindicación. Dios busca lo que nosotros deberíamos buscar -su gloria, en y a
través de los hombres-, y su celo tiene como fin asegurar al cabo dicho
propósito. Su celo es, precisamente, en todas sus manifestaciones, "el
celo de Jehová de los ejércitos" (Isa. -9:7; 37:32; cf. Eze. 5:13) para
lograr el cumplimiento de su propósito de Misericordia y justicia.
De manera que el
celo de Dios lo lleva, de un lado, a juzgar y destruir a los infieles entre su
pueblo, los que caen en la idolatría y el pecado (Deut. 6:14s; Jos. 24:19; Sof.
1: 18) ;y, más aun, a juzgar a los enemigos de la justicia y la misericordia en
todas partes (Nah. 1:2; Eze. 36:5s; Sof. 3:8); también lo lleva, de otro lado,
a restaurar a su pueblo luego que el juicio nacional los ha castigado y
humillado (el juicio de la cautividad, Zacarías 1: 14; 8:2; el juicio de la
plaga de langostas, Joel 2: 18). ¿Y qué es lo que motiva estas acciones?
Simplemente el hecho de que se muestra "celoso por [su] santo nombre"
(Eze. 39:25). Su "nombre" es su naturaleza y su carácter como Jehová,
el Señor, soberano de la historia, el "nombre" que debe ser conocido,
honrado, alabado. "Yo Jehová, este es mi nombre; y a otro no daré mi
gloria, ni mi alabanza a esculturas." "Por mí, por amor de mí mismo
lo haré, para que no sea mancillado mi nombre, y mi honra no la daré a
otro"(Isa. 42:8; 48: 11). He ahíla quintaesencia del celo de Dios.
III
¿Qué relación
práctica tiene todo esto con los que se dicen pueblo del Señor? La respuesta
podemos dada bajo dos encabezamientos.
1. EL CELO DE DIOS EXIGE
QUE SEAMOS CELOSOS PARA CON DIOS
Como la respuesta
adecuada al amor de Dios para con nosotros es amor para con él, así también la
respuesta adecuada a su celo por nosotros es el celo para con él. Su ' interés
en nosotros es grande; por ello nosotros también r debemos ocupamos grandemente
de él. Lo que implica la 1 prohibición de la idolatría en el segundo
mandamiento es que el pueblo de Dios ha de dedicarse en forma positiva y
apasionada a su persona, su causa, y su honor. La palabra bíblica para tal
devoción es justamente celo, a veces denominado precisamente celo de Dios. Dios
mismo, como hemos visto, ostenta dicho celo, y los fieles han de manifestarlo
también.
La descripción
clásica del celo de Dios la hizo el obispo C. Ryle. Lo citamos extensamente: El
celo en lo religioso es un deseo ardiente de agradar a Dios, hacer su voluntad,
y proclamar su gloria en el mundo en todas sus formas posibles. Es un deseo que
ningún hombre siente por naturaleza -que el Espíritu pone en el corazón de todo
creyente cuando se convierte-, pero que algunos creyentes sienten en forma
mucho más fuerte que otros, al punto de que sólo ellos merecen que se los
considere "celosos”...
El hombre celoso en
lo religioso es prominentemente hombre de una sola cosa. No basta con decir que
es diligente, sincero, inflexible, cabal, activo, ferviente en espíritu. Sólo
ve una cosa, está envuelto en una sola cosa; y esa sola cosa es agradar a Dios.
Sea que viva o que muera: sea que tenga salud, sea que padezca enfermedad; sea
rico o sea pobre; sea que agrade a los hombres o que los ofenda; sea que se lo
considere sabio, o que se lo considere tonto; sea que reciba alabanza o que
reciba censura; sea que reciba honra o pase vergüenza; al hombre que tiene celo
nada de esto le importa. Siente fervor por una sola cosa; y esa sola cosa es
agradar a Dios y proclamar su gloria. Si ese fervor ardiente lo consume, esto
tampoco le importa; está contento. Siente que, como una lámpara, ha sido hecho
para arder; y si se consume al arder, no ha hecho más que cumplir con la tarea
para la que Dios lo ha señalado. Tal persona siempre encontrará campo para su
celo. Si no puede predicar, trabajar, dar dinero, podrá llorar, suspirar, orar.
Si no puede luchar en el valle con J Josué, hará la obra de Moisés, Aarón, y
Hur en el monte (Exo. 17:9-13). Si se le impide trabajar a él mismo, no le dará
descanso al Señor hasta que la ayuda necesaria surja de alguna parte y la obra
se realice. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de "celo" en lo
religioso (Practical Religions Religión práctica, ed. 1959, p. 130).
El celo, anotamos,
es un mandato en las Escrituras. Se lo alaba. Los cristianos han de ser
"celosos de buenas obras" (Tit. 2: 14). Por su "celo",
luego de haber sido reprendidos, los corintios fueron aplaudidos (II Coro 7:
11). Elías sintió "un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos" (1
Rey. 19: 10,14), y Dios honró su celo enviando un carro de fuego que lo llevase
al cielo y eligiéndolo como el representante de la "compañía de los
profetas" para estar con Moisés en el monte de la transfiguración y hablar
con el Señor Jesús. Cuando Israel provocó la ira de Dios por su idolatría y su
prostitución, y Moisés hubo sentenciado a los culpables a muerte y el pueblo
lloraba, y un hombre eligió ese momento para aparecer con una mujer madianita
del brazo, y Finees, prácticamente loco de desesperación, alanceó a ambos, Dios
ensalzó a Finees por haber tenido "celo por su Dios", "llevado
de celo entre ellos; por lo cual yo no he consumido en mi celo a los hijos de
Israel" (Num. 25: 11,13). Pablo era un hombre celoso, concentrado
enteramente en la obra para su Señor. Estando en peligro de ser encarcelado, y
del sufrimiento consiguiente, declaró: "De ninguna cosa hago caso, ni
estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y
el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de
la gracia de Dios" (Hec. 20: 24). Y el propio Señor Jesús fue un ejemplo
supremo de celo. Cuando lo vieron limpiar el templo "se acordaron sus
discípulos de que está escrito: El celo de tu casa me consume" (Juan
2:17).
¿Y qué de nosotros,
entonces? ¿Nos consume el celo por la casa de Dios y la causa de Dios? ¿Nos
posee? ¿Arde realmente en nosotros? ¿Podemos decir, con el Maestro, "Mi
comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra"
(Juan 4: 34)? ¿Qué clase de discipulado es el nuestro? ¿Tenemos o no necesidad
de orar, con aquel ardiente evangelista, George Whitefield -hombre tan humilde
como lo era celoso-, "Señor, ayúdame a comenzar a comenzar"?
2. EL CELO DE DIOS AMENAZA
A LAS IGLESIAS QUE NO TIENEN CELO DE DIOS
Amamos a nuestras
iglesias; ellas tienen para nosotros recuerdos sagrados; no podemos imaginar que
desagraden a Dios, por lo menos, no seriamente. Pero el Señor Jesús en ' cierta
ocasión le mandó un mensaje a una iglesia muy parecida a algunas de las
nuestras -la engreída iglesia de Laodicea- en el que le decía a la congregación
que su falta de celo constituía fuente de supremas ofensas para él. "Yo
conozco tus obras, ni eres frío ni caliente. ¡Ojala fueses frío o
caliente!" ¡Cualquier cosa hubiera sido mejor que esa apatía satisfecha de
sí misma! "Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré
de mi boca... Sé, pues, celoso, y arrepiéntete" (Apo. 3: 15s, 19).
¿Cuántas de nuestras iglesias en el día de hoy son ortodoxas, respetables... y
tibias? ¿Cuál ha de ser entonces, la palabra de Cristo para ellas? ¿Qué
esperanza podemos alentar, a menos que, por la misericordia de ese Dios que en
su ira recuerda la misericordia, encontremos el celo necesario para el
arrepentimiento? ; Avívanos, Señor, antes de que se desencadene el juicio.