I
La declaración que
San Juan repite dos veces, "Dios es amor" (1 Juan 4:8,16), es una de las
expresiones más formidables de la Biblia - y también una de las que más se han
interpretado mal. Alrededor de ella se han tejido ideas falsas como una cerca
de espinas, ocultando de la vista su verdadero significado, y no resulta nada
fácil atravesar esta maraña de maleza mental. Mas el esfuerzo mental que ello
requiere resulta más que compensado cuando el verdadero sentido de dichos
versículo s se hace claro al alma del creyente. Los que escalan una montaña no
se quejan del esfuerzo una vez que contemplan el panorama que se ve desde la
cima.
Felices, por cierto,
los que pueden decir, como dice Juan en las palabras que preceden al segundo
"Dios es amor", "nosotros hemos conocido y creído el amor que
Dios tiene para con nosotros" (v. 16). Conocer el amor de Dios equivale
realmente a tener el cielo en la tierra. El Nuevo Testamento expone este
conocimiento no como un privilegio para unos pocos favorecidos sino como parte
normal de la experiencia cristiana corriente, algo de lo cual únicamente el que
no disfruta de buena salud espiritual o el que ostenta una mala formación
espiritual ha de carecer. Cuando Pablo dice, "el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado"
(Rom. 5:5), no quiere decir el amor hacia Dios, como pensaba Agustín, sino el
conocimiento del amor de Dios hacia nosotros. Y aun cuando no conocía a los
cristianos de Roma a quienes escribía, daba por sentado que lo que les decía
había de ser tan real en ellos como lo era en él.
Tres puntos en las
palabras de Pablo merecen comentario. Primero, notemos el verbo
"derramado". Significa literalmente eso. Es el vocablo que se emplea
al hablar del "derramamiento" del Espíritu Santo en Hechos 2:
17,18,33; 10:45; Tit. 3:6. Sugiere un fluir libre y una gran cantidad, es
decir, una inundación. De allí la traducción que adopta la New English Bible:
"El amor de Dios ha inundado lo más profundo de nuestro corazón."
Pablo no se refiere a impresiones inciertas y caprichosas, sino a impresiones
profundas y sobrecogedoras.
Luego, en segundo
lugar, notemos el tiempo del verbo. Es el tiempo perfecto, lo cual indica un
estado permanente resultante de una acción completada. La idea es la de que el
conocimiento del amor de Dios, habiendo inundado nuestro corazón, ahora lo mantiene
colmado, del mismo modo en que un valle que ha sido inundado permanece lleno de
agua. Pablo da por supuesto que todos sus lectores, como él mismo, viven
disfrutando de un sentido fuerte y perdurable del amor de Dios en ellos.
Tercero, notemos que
se considera que parte del ministerio regular del Espíritu para con los que
reciben a Cristo consiste en impartirles dicho conocimiento, esto es, a todos
los que nacen de nuevo, todos los verdaderos creyentes. Sería de desear que
este aspecto del ministerio del Espíritu fuese apreciado más altamente de lo
que pareciera serio en nuestros días. Con una perversidad que resulta tan
patética como lo es empobrecedora, nos hemos vuelto obsesivos hoy en día con
los ministerios esporádicos y no universales del Espíritu, en detrimento de sus
ministerios corrientes y generales. Por ejemplo, mostramos mucho más interés en
los dones de curación y de lenguas -dones que, como lo indicó Pablo, no son
ciertamente para todos los cristianos (I Cor. 12:28-30)- que en la obra corriente
del Espíritu de impartir paz, gozo, esperanza, y amor mediante el derramamiento
en nuestro corazón del conocimiento del amor de Dios. Y, sin embargo, este
último aspecto es mucho más importante que el otro. A los corintios, que habían
dado por sentado que cuanto más hablaran en lenguas tanto mejor, y tanta más
piedad demostrarían también, Pablo tuvo que recalcarles insistentemente que sin
amor -santificación, semejanza a Cristo- las lenguas no valían absolutamente
nada (I Cor. 13: 1).
Seguramente que encontraría
razón suficiente para emitir una amonestación similar en la actualidad.
Resultaría trágico que el anhelo de avivamiento que se evidencia en la
actualidad en muchas partes se desvirtuase metiéndose en el callejón sin salida
de un nuevo brote de corintianismo. Lo mejor que les podía desear Pablo a los
efesios en relación con el Espíritu era el que pudiese continuar con ellos el
ministerio descrito en Romanos 5:5 con creciente poder, llevándolos a un
conocimiento más y más profundo del amor de Dios en Cristo. La versión de
Efesios 3: 14ss que ofrece la versión del Nuevo Testamento realizada por Felipe
de Fuenterrabía dice así: "Doblo mis rodillas ante el Padre... El os
conceda... ser vigorizados por la acción de su espíritu para robustecimiento de
vuestro hombre interior... Así ... podréis en unión con todos los fieles
comprender cuál es la anchura y largura, la altura y profundidad, y conocer la
caridad en Cristo que excede todo conocimiento ... " El avivamiento
consiste en que Dios restaure en el seno de una iglesia moribunda, de un modo
fuera de lo común, las normas de vida y experiencia cristianas que para el
Nuevo Testamento son enteramente comunes; y la actitud adecuada del que desea
el avivamiento se ha de expresar, no en la apetencia del don de lenguas (en
última instancia no tiene ninguna importancia si hablamos en lenguas o no) sino
más bien en un ferviente anhelo de que el Espíritu derrame el amor de Dios en
nuestro corazón con más poder. Porque es con esto con lo que comienza el
avivamiento personal, y es por medio de esto que el avivamiento en la iglesia,
una vez iniciado, se mantiene.
Nuestro objetivo en
este capítulo es el de mostrar la naturaleza del amor divino que el Espíritu
derrama. Con este fin concentramos la atención en esa gran aseveración de Juan
de que Dios es amor: que, en otras palabras, el amor que Dios muestra para con
el hombre, y que los cristianos conocen y en el que se regocijan, es una
revelación de su propio ser interior. Nuestro tema nos introducirá en el
misterio de la naturaleza de Dios en la medida en que puede profundizarlo el
hombre, y mucho más de lo que hemos logrado hacerla en los estudios anteriores.
Cuando consideramos la sabiduría de Dios vimos algo de su pensamiento; pero
ahora, al contemplar su amor, hemos de introducimos en su corazón. Estaremos
pisando tierra santa; necesitamos la gracia de la reverencia, a fin de que
podamos pisada sin pecar.
II
Dos comentarios
generales sobre la declaración de Juan aclararán el camino que tenemos por
delante.
1. LA EXPRESIÓN "DIOS
ES AMOR" NO ENCIERRA LA VERDAD TOTAL ACERCA DE DIOS EN LO QUE RESPECTA A
LA BIBLIA.
No se trata de una
definición abstracta y aislada sino de un resumen, desde el punto de vista del
creyente, de lo que toda la revelación que aparece en la Escritura nos dice
acerca de su Autor. Esta afirmación presupone todo el resto del testimonio
bíblico acerca de Dios. El Dios del que habla Juan es el Dios que hizo el
mundo, el que lo juzgó con el diluvio, el que llamó a Abraham y lo hizo nación,
el que castigó al pueblo del Antiguo Testamento mediante su conquista,
cautiverio, y exilio, el que envió a su Hijo a salvar al mundo, el que desechó
al Israel incrédulo, el que poco antes de que Juan escribiese destruyó a
Jerusalén, y el que algún día habrá de juzgar al mundo con justicia. Es este
Dios, dice Juan, el que es amor. Es perverso citar la declaración de Juan, como
lo hacen algunos, como si con ella pusiera en tela de juicio el testimonio
bíblico de la severidad de la justicia de Dios. No es posible argumentar que un
Dios que es amor no puede ser al mismo tiempo un Dios que condena y castiga la
desobediencia; porque es precisamente del Dios que hace estas cosas que habla
Juan.
Si hemos de evitar
el entender mal la declaración de Juan, debemos tomarla juntamente con otras
dos declaraciones importantes y de forma gramatical exactamente igual que
encontramos en otras partes de sus escritos, y ambas, resulta interesante
notarlo, tomadas directamente de Cristo. La primera procede del evangelio de
Juan. Se trata de las propias palabras de nuestro Señor dirigidas a la mujer
samaritana, de que "Dios es espíritu" (Juan 4:24, VM, BJ, etc.; la
versión "Dios es un espíritu, es incorrecta). [La RVR tiene
"Espíritu" con mayúscula - N. del Trad.] La segunda se encuentra en
el comienzo de la epístola donde aparece la de "Dios es amor". Juan
la ofrece como una síntesis del "mensaje que hemos oído de él [Jesús], y
os anunciamos", y es este, que "Dios es luz" (I Juan 1: 5). La
afirmación de que Dios es amor tiene que ser interpretada a la luz de lo que
estas otras dos afirmaciones nos enseñan, y nos convendrá analizarlas
brevemente a continuación.
"Dios es
espíritu." Cuando nuestro Señor dijo esto estaba tratando de desengañar a
la mujer samaritana en cuanto a la idea de que sólo puede haber un lugar
verdadero para adorar, como si Dios estuviera de 'algún modo reducido a algún
lugar en particular. "Espíritu" contrasta con "carne"; la
cuestión que Cristo señala es la de que mientras que el hombre, por ser "carne",
sólo puede estar presente en un solo lugar a la vez, Dios, por ser
"espíritu", no está limitado de la misma manera. Dios es inmaterial,
incorpóreo, y por lo tanto no es el localizado. Así (prosigue Cristo), la
condición verdadera para la adoración aceptable no es la de que se tenga los
pies ya sea en Jerusalén o en Samaria, ni en ningún otro lado, para el caso,
sino que el corazón sea receptivo y que responda a su revelación. "Dios es
espíritu; y los que le adoran, es menester que le adoren en espíritu y en
verdad" (VM).
El primero de los
Treinta y nueve Artículos, de la Iglesia Anglicana, aclara aun más el sentido
de la "espiritualidad" (como le llama el libro) de Dios mediante la
aseveración algo extraña de que él es "sin cuerpo, ni partes, ni
pasiones". Mediante estas negaciones se está expresando algo sumamente
positivo. Dios no tiene cuerpo, por lo tanto, como acabamos de decir, está libre de todas las
limitaciones de espacio, y distancia, y es omnipresente. Dios no tiene partes,
esto significa que su personalidad, poderes, y cualidades están perfectamente
integrados, de tal modo que nada hay en él que pueda sufrir alteraciones. Con
él "no cabe variación, ni sombra que resulte de cambio alguno" (San.
1: 17, VHA). Por ello está enteramente libre de todas las limitaciones de
tiempo y de procesos naturales, y se mantiene eternamente el mismo. Dios no
tiene pasiones, esto no significa que no sienta (que sea impasible), o que no
haya en él nada que corresponda a nuestras emociones y afectos, sino que, en
tanto que las pasiones humanas -especialmente las dolorosas, el temor, la pena,
la compunción, la desesperación- son, en cierto sentido, pasivas e
involuntarias, que responden a circunstancias fuera de nuestro control, las
actitudes correspondientes en Dios tienen el carácter de elecciones deliberadas
y voluntarias, y por lo tanto 110 son en absoluto del mismo orden que las
pasiones humanas.
De manera que el
amor del Dios que es espíritu no es algo caprichoso y fluctuante, como lo es el
amor del hombre, ni es tampoco un mero anhelar impotente por cosas que pueden
no ser nunca; es, más bien, una determinación espontánea del ser total de Dios
manifestada en una actitud de benevolencia y favor, una actitud libremente
elegida, y firmemente establecida. No hay inconsecuencias ni vicisitudes en el
amor del todopoderoso Dios que es espíritu. Su amor "fuerte es como la
muerte. Nada puede separarla de aquellos a quienes una vez ha abrazado"
(Rom. 8:35-9).
Mas, se nos afirma,
el Dios que es espíritu es también "luz". Juan hizo esta declaración
contra ciertos cristianos profesantes que habían perdido contacto con las
realidades morales y que afirmaban que nada de lo que pudieran hacer ellos constituía
pecado. La fuerza de las palabras de Juan surge de la frase siguiente: "Y
no hay ningunas tinieblas en él." "Luz" significa santidad y
pureza, medidas con la ley de Dios; "tinieblas" significa perversidad
moral e iniquidad, medidas con la misma ley (cf. 1 Juan 2: 7 -11: 3: 10). Lo
que Juan quiere decir es que solamente los que "andan en luz",
procurando ser como Dios en santidad y justicia de vida, y evitando todo lo que
no sea consecuente con ello, disfrutando de comunión con el Padre y el Hijo; los
que "andan en tinieblas", sea lo que fuere lo que afirman en cuanto a
sí mismos, son extraños a dicha relación (v. 6s).
De manera que el
Dios que es amor es; primero y principalmente, luz, y las ideas sentimentales
de que su amor sea blandura indulgente y benevolente, divorciado de toda norma
y consideración morales, debe quedar excluida de entrada. El amor de Dios es un
amor santo. El Dios a quien Jesús dio a conocer no es un Dios que sea
indiferente a las distinciones morales, sino un Dios que ama la justicia y odia
la iniquidad, un Dios cuyo ideal para sus hijos es el de que sean
"perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto"
(Mal. 5:48). Dios no recibe a ninguna persona, por ortodoxa que sea en su
manera de pensar, que no siga el camino de la santidad en su vida, y a aquellos
a los cuales acepta los somete a una drástica disciplina con el fin de que
alcancen lo que buscan. "El Señor al que ama, disciplina, y azota a todo
el que recibe por hijo... para lo que nos es provechoso, para que participemos
en su santidad... Da fruto [la disciplina] apacible de justicia a los que en
ella han sido ejercitados" (Heb. 12:6-11). El amor de Dios es severo,
porque es expresión de santidad en el que ama y procura la santidad de aquel a
quien ama. La Escritura no nos permite suponer que porque Dios es amor podemos
pedirle que conceda felicidad a quienes no buscan la santidad, o que proteja
del peligro a los que ama cuando sabe que no necesitan afligirse más por su
santificación.
2. LA EXPRESIÓN "DIOS
ES AMOR" ES TODA LA VERDAD ACERCA DE DIOS POR LO QUE CONCIERNE AL
CRISTIANO.
Decir que "Dios
es luz" equivale a decir que la santidad de Dios encuentra expresión en
todo lo que dice y hace. Semejantemente, la afirmación de que "Dios es
amor" significa que su amor encuentra expresión en todo cuanto hace y
dice. El conocimiento de que esto es así para él personalmente es el consuelo
supremo del cristiano. Como creyente, encuentra en la cruz de Cristo seguridad
de que él, como individuo, es amado por Dios; "el Hijo de Dios... me amó y
se entregó a sí mismo por mí (Gal. 2:20). Sabiendo esto, puede el creo yente
aplicar a sí mismo la promesa de que todas las cosas obran para el bien de los
que aman a Dios y que son llamados según su propósito (Rom. 8:28). ¡No se trata
de algunas cosas, nótese, sino de todas las cosas! Cada una de las cosas que,
sin excepción alguna, le ocurren, expresa el amor de Dios hacia él. Por lo
tanto, por lo que a él concierne, Dios es amor para él amor santo y
omnipotente- en todo momento y en todo acontecimiento de su vida diaria.
Incluso cuando no puede ver el cómo ni el porqué del proceder de Dios, sabe que
el amor está en ello, de modo que puede regocijarse siempre, incluso cuando,
hablando humanamente, las cosas andan mal. Sabe que la verdadera historia de su
vida, cuando se conozca, será una vida, como lo dice el himno, de
"misericordia de comienzo a fin -y esto lo satisface plenamente.
III
Pero hasta ahora
todo lo que hemos hecho es circunscribir el amor de Dios, mostrando en términos
generales cómo y cuándo funciona, y esto no basta. ¿Qué es, esencialmente?, nos
preguntamos. ¿Cómo hemos de definirlo y analizarlo? Para responder a esta
pregunta la Biblia desarrolla un concepto de Dios que podemos formular de la
siguiente manera:
El amor de Dios es
un ejercicio de su bondad para con los pecadores individuales, por el cual,
habiéndose identificado con el bienestar de los mismos, ha dado a su Hijo para
que fuese su Salvador, y ahora los induce a conocerlo y a gozarse en él en una
relación basada en un pacto.
Expliquemos las
partes constituyentes de esta definición.
1. EL AMOR DE DIOS ES UN
EJERCICIO DE SU BONDAD
Por la bondad de
Dios la Biblia entiende su generosidad cósmica. La bondad en Dios, escribe
Berkhof, es "esa perfección en Dios 'que lo lleva a tratar generosamente y
amablemente a todas sus criaturas. Es el afecto que el Creador siente hacia sus
criaturas conscientes como tales" (Systematic Theology, p. 70 Grand
Rapids, Michigan, EE.UU.; T.E.L.L., 1969; citando Salmo 145:9, 15,16; cf. Lucas
6:26; Hechos 14:17). De esta bondad el amor de Dios es la manifestación suprema
y más gloriosa. "Generalmente, el amor -escribió James Orr- es ese
principio que lleva a un ser moral a desear a otro y a deleitarse en él, y
alcanza su forma más elevada en esa comunión personal en la que cada una de las
partes vive en la vida del otro y encuentra su gozo en impartirse al otro, y en
recibir de vuelta el afecto de ese otro" (Hastings, Dictionary of the
Bible /Diccionario de la Biblia, III, 153). Tal es el amor de Dios.
2. EL AMOR DE DIOS ES UN
EJERCICIO DE SU BONDAD PARA CON LOS PECADORES.
Como tal, tiene el
carácter de la gracia y la misericordia. Es una manifestación de la generosidad
de Dios que no sólo no es merecida sino que es contraria a los merecimientos;
porque los que son objeto del amor de Dios son seres racionales que han
quebrantado la ley de Dios, cuya naturaleza está corrompida a los ojos de Dios,
y que merecen solamente la condenación y la exclusión definitiva de su
presencia. Es tremendo el qué Dios ame a los pecadores; pero es cierto. Dios
ama a seres que se han hecho inmerecedores del amor y que (podríamos pensar) no
pueden ser amados. No había, en quienes constituyen el objeto de su amor, nada
que lo provocara; nada hay en el hombre que pudiera granjear o provocar dicho
amor. Entre los hombres el amor lo despierta algo en el ser amado; pero el amor
de Dios es libre, espontáneo, inmotivado, encausado. Dios ama a los hombres
porque ha elegido amados –como lo expresó Charles Wesley: "Nos ha amado,
nos ha amado, porque quiso amar" (con reminiscencias de Deuteronomio 7:8)-
y para su amor no se pueden dar razones, salvo su soberana buena voluntad. El
mundo griego y el mundo romano de la época neotestamentaria ni siquiera habían
soñado con tal amor; a menudo se consideraba que sus dioses codiciaban mujeres,
pero no que amasen a los pecadores; y los escritores del Nuevo Testamento
tuvieron que introducir lo que virtualmente constituía un nuevo vocablo griego,
ágape, para expresar el amor de Dios como ellos lo conocían.
3. EL AMOR DE DIOS ES UN
EJERCICIO DE SU BONDAD PARA CON PECADORES INDIVIDUALES.
No se trata de buena
voluntad difusa y vaga, manifestada para con todos en general y para con nadie
en particular; más bien, por ser función de la omnisciente omnipotencia, su
carácter lo lleva a particularizar tanto el objeto como los efectos. Los
propósitos de amor de Dios, que tuvieron su origen antes de la creación (cf.
Efe. 1:4), involucraban, primero, la elección y selección de aquellos a quienes
había de bendecir y, segundo, la designación de los beneficios que se les
otorgarían y los medios por los cuales dichos beneficios habrían de ser
procurado s y disfrutados. Todo esto quedó establecido desde el principio. De
modo que Pablo escribe a los cristianos de Tesalónica: "Debemos dar
siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de
que Dios os haya escogido [selección], mediante la santificación por el
Espíritu y la fe en la verdad [el medio indicado]" (lI Tes. 2: 13). El ejercicio
del amor de Dios para con pecadores individuales en el tiempo es la ejecución
del propósito de bendecir a esos mismos pecadores individuales que ya había
adoptado en la eternidad.
4. EL AMOR DE DIOS PARA CON
LOS PECADORES CONLLEVA EL QUE ÉL SE IDENTIFIQUE CON EL BIENESTAR DE ELLOS.
En toda expresión de
amor está involucrada esta clase de identificación: es, más aun, la prueba de
si el amor es genuino o no. Si un padre sigue alegre y despreocupado mientras
su hijo se está metiendo en líos, o si un esposo permanece impasible cuando su
mujer está angustiada, nos preguntamos en el acto cuánto amor puede haber en su
relación, porque sabemos que los que realmente aman sólo están contentos cuando
aquellos a quienes aman están verdaderamente contentos también. Así es con Dios
en su amor para con el hombre.
En capítulos
anteriores hemos demostrado que el fin último de Dios en todas las cosas es su
propia gloria que él sea manifestado, conocido, admirado, adorado. Esta
afirmación es verdad, pero es incompleta. Tiene que ser equilibrada por el
reconocimiento de que, al centrar su amor en los hombres, Dios ha ligado
voluntariamente su propia felicidad definitiva con la de ellos. No es por nada
que la Biblia habla habitualmente de Dios como el amante Padre y Esposo de su
pueblo. Se sigue de la misma naturaleza de estas relaciones que la felicidad de
Dios no será completa hasta que todos sus amados estén definitivamente libres
de problemas y peligros:
Hasta que toda la
iglesia redimida de Dios sea salva para no pecar más.
Dios era feliz sin
el hombre antes que el hombre fuese creado; y hubiera seguido siendo feliz si
se hubiese limitado simplemente a destruir al hombre después que pecó; pero,
tal como están las cosas, ha derramado su amor para con pecadores particulares,
y esto significa que, por su propia y libre elección, ya no ha de conocer la
felicidad perfecta y permanente mientras no haya llevado al cielo a cada uno de
ellos. En efecto, Dios ha resuelto que en adelante, y para toda la eternidad,
su felicidad estará condicionada por la nuestra. Así Dios salva, no sólo para
su gloria, sino también para su felicidad. Esto sirve en buena medida para
explicar por qué es que hay gozo (el gozo de Dios mismo) en la presencia de los
ángeles cuando un pecador se arrepiente (Luc. 15:10), y por qué habrá
"gran alegría" cuando Dios nos presente sin culpa en el día final en
su propia presencia sacrosanta (Jud. 24). Este pensamiento sobrepasa el
entendimiento y casi agota la fe, pero no cabe duda de que, según la Escritura,
tal es el amor de Dios.
5. EL AMOR DE DIOS PARA CON
LOS PECADORES SE EXPRESÓ MEDIANTE EL DON DE SU HIJO PARA QUE FUESE SU SALVADOR.
La medida del amor
depende de cuanto da, y la medida del amor de Dios es el don de su Hijo único
para hacerse hombre, y para morir por los pecados, y de este modo hacerse el
único mediador que puede llevamos a Dios. No es de sorprender que Pablo hable
del amor de Dios como "grande", y "que excede a todo
conocimiento" (Efe. 2:4; 3: 19) ¿Hubo jamás munificencia tan costosa?
Pablo arguye que este don supremo es él mismo la garantía de todos los demás:
"El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?" (Rom. 8: 32). Los
escritores del Nuevo Testamento señalan constantemente a la Cruz de Cristo como
la prueba culminante de la realidad y el carácter ilimitado del amor de Dios.
Así, Juan pasa directamente de su primer "Dios es amor" a decir:
"En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a
su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor:
no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó a nosotros, y
envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados" (I Juan 4:9s). De
igual modo, dice en su evangelio que "de tal manera amó Dios al mundo, que
ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree... tenga vida
eterna" (Juan 3: 16). Así, también, Pablo escribe: "Dios muestra su
amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por
nosotros" (Rom. 5:8) y encuentra la prueba de que el "Hijo de Dios...
me amó" en el hecho de que "se entregó a sí mismo por mi'" (Gal.
2:20).
6. EL AMOR DE DIOS PARA CON
LOS PECADORES ALCANZA SU OBJETIVO EN CUANTO LOS LLEVA A CONOCERLO YA GOZARSE EN
ÉL EN UNA RELACIÓN BASADA EN UN PACTO
La relación conforme
a un pacto es aquella en que dos partes están obligadas permanentemente la una
a la otra en mutuo servicio y dependencia (ejemplo: el matrimonio). La promesa
que responde a un pacto es aquella por la cual se establece una relación
pactada (ejemplo: los votos matrimoniales). La religión bíblica tiene la forma
de una relación pactada con Dios. La primera ocasión en que los términos de la
relación fueron especificados fue cuando Dios se mostró a Abraham como El
Shaddai (Dios Todopoderoso, Dios Todo suficiente), y formalmente le entregó la
promesa del pacto, "para ser tu Dios" (Gen. 17:lss,7). Todos los
cristianos heredan esta promesa mediante la fe en Cristo, como insiste Pablo en
Gálatas 3:15ss (nótese el versículo 29). ¿Qué significa? Es en verdad una
promesa múltiple: lo contiene todo. "Esta es la primera y fundamental
promesa", declaró Sibbes el puritano, "en realidad es la vida y el
alma de todas las promesas" (Works / Obras, VI, 8). Brooks, otro puritano,
la describe así: “... es como si Dios dijera, Tendrás un interés tan real en
todos mis atributos para tu bien, como lo son míos para mi propia gloria… Mi
gracia, dice Dios, será tuya para perdonarte, y mi poder será tuyo para
dirigirte, y mi bondad será tuya para aliviarte, y mi misericordia será tuya
para proveerte, y mi gloria será tuya para coronarte. Esta es una promesa
amplia, que Dios sea nuestro Dios: lo incluye todo. Deus meus et omnia (Dios es
mío, y todo es mío), dijo Lutero" (Works / Obras, V, 308).
"Esto es amor
verdadero para con cualquiera", dijo Tillotson, "que hagamos lo mejor
que podamos para su bien." Esto es lo que hace Dios para los que ama -lo
mejor que puede hacer; ¡y la medida de 10 mejor que puede hacer Dios es la omnipotencia!
Así, la fe en Cristo nos introduce a una relación plena de incalculable
bendición, tanto ahora como por la eternidad.
IV
¿Es cierto que Dios
es amor para conmigo como cristiano? ¿Y significa el amor de Dios todo lo que
se ha dicho? Si es así, surgen ciertas interrogantes. ¿Por qué me quejo y doy
evidencias de descontento y resentimiento ante las circunstancias en que me ha
colocado Dios? ¿Por qué soy desconfiado, o me siento temeroso o deprimido? ¿Por
qué me permito enfriarme, volverme formal, hacer sin ganas el servicio para ese
Dios que me ama así?
¿Por qué permito que
mis lealtades estén divididas, de tal modo que Dios no tiene todo mi corazón?
Juan escribió que "si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amamos
unos a otros" (I Juan 4: 11). ¿Podría un observador aprender de la calidad
y el grado de amor que le muestro yo a otros -mi mujer, mi esposo, mi familia,
mis vecinos, la gente de la iglesia, la gente en el trabajo- algo acerca de la
grandeza del amor de Dios para conmigo? Meditemos sobre estas cosas.
Examinémonos a nosotros mismos.
CAPITULO 13: LA GRACIA DE
DIOS
I
Es un lugar común en
todas las iglesias el caracterizar al cristianismo como la religión de la
gracia. Constituye un axioma de la erudición cristiana el que la gracia, lejos
de ser una fuerza impersonal, una especie de electricidad celestial que se
recibe como la carga de una batería conectando una línea a los sacramentos, sea
una actividad personal por la que Dios obra en amor para con el hombre. Se
señala repetidamente, tanto en libros como en sermones, que la palabra para
gracia (charis) en el Nuevo Testamento griego, como la que denota amor (ágape),
tiene un uso específicamente cristiano, y que expresa la noción de una
espontánea bondad auto determinada y que anteriormente era totalmente
desconocida en la ética y la teología greco-romana. En la escuela dominical la
dieta incluye comúnmente la gracia en forma de "las riquezas de Dios a
expensas de Cristo". Y sin embargo, a pesar de estos factores, no parece
que hubiera muchos en nuestras iglesias que realmente crean en la gracia.
Desde luego que
siempre están los que encuentran que la doctrina de la gracia es tan
sobrecogedoramente maravillosa que nunca se han podido acostumbrar a la idea. La
gracia se ha vuelto el tema constante de su conversación y sus oraciones. Han
escrito himnos sobre el tema, algunos de los himnos más hermosos de la lengua
inglesa -y se requiere tener gran sensibilidad para escribir un buen himno. Han
luchado por ella, aceptando el ridículo y la pérdida de privilegios, en caso
necesario, como precio de su posición; así como Pablo combatió a los
judaizantes, también Agustín combatió a los pelagianos, los reformistas
combatieron el escolasticismo, y los descendientes espirituales de Pablo y
Agustín, y los reformadores vienen combatiendo desde entonces las doctrinas
romanistas y pelagianas. Con Pablo, su testimonio es "Por la gracia de
Dios soy lo que soy" (I Coro 15:10), y su norma de vida es "No
desecho la gracia de Dios" (Gal. 2:21). Pero mucha gente de iglesia no es
así. Puede que crean en la idea de la gracia de labios afuera, pero de allí no
pasan. El concepto que tienen de la gracia no es tanto un concepto bajo sino
inexistente. El concepto no significa nada para ellos; no entra en el campo de
su experiencia para nada. Si se les habla de cuestiones como la calefacción de
la iglesia, o el balance del año pasado, demuestran entusiasmo en el acto; pero
si se les habla acerca de las realidades que denota la palabra "gracia",
su actitud es la de una deferente laguna mental. No acusan al interlocutor de
estar hablando tonteras; no cuestionan el hecho de que lo que dice pueda tener
sentido; pero les parece que, sea lo que fuere lo que se les está diciendo,
está fuera del alcance de ellos; y, cuanto más tiempo hayan vivido sin ella,
tanto más seguros están de que en su etapa de la vida ya no la necesitan
realmente.
¿Qué es lo que
impide a tantas personas que profesan creer en la gracia creer realmente? ¿Por
qué es que el tema significa tan poco, incluso para algunos de los que hablan
mucho sobre el mismo? La raíz del problema parece estar en un descreimiento
arraigado no sólo en la mente sino en el corazón, en el nivel más profundo de
las cosas que jamás cuestionamos, porque las damos por sentado. La gracia
presupone cuatro verdades cruciales en esta esfera, y si no se las acepta ni se
las siente en el corazón, una decidida fe en la gracia de Dios se hace
imposible. Desgraciadamente el espíritu de nuestra época está directamente
opuesto a ellas, y no podría estarlo más. No es de sorprender, por lo tanto,
que la fe en la gracia sea algo raro en el día de hoy. Las cuatro verdades son
estas:
1. LA FALTA DE MERECIMIENTO
DEL HOMBRE MORALMENTE
El hombre moderno,
consciente de sus tremendos éxitos científicos en los últimos años,
naturalmente tiende a tener alto concepto de sí mismo. Considera las riquezas
materiales como más importantes, en cualquier caso, que el carácter moral; y en
la esfera moral se trata a sí mismo en forma decididamente amable, estimando
que las pequeñas virtudes compensan los grandes vicios, y rehusando tomar en
serio la idea de que, moralmente hablando, haya algo de malo en su
comportamiento. Tiende a descartar la mala conciencia, tanto en sí mismo como
en otros, como si fuese una rareza psicológica malsana, señal de enfermedad o'
de aberración mental, más que índice de realidad moral. Por que el hombre
moderno está convencido de que, a pesar de todos sus pecadillos, la bebida, los
juegos de azar, el conducir en forma irresponsable, la holgazanería, las
mentiras piadosas y las otras, la deshonestidad en el comercio, las lecturas
pornográficas, y todo lo demás, en el fondo es un tipo excelente. Luego, al
igual que los paganos (y el corazón del hombre moderno es pagano, de eso no
tengamos dudas), imagina a Dios como si fuera una imagen magnificada de él
mismo, y supone que Dios comparte su propia complacencia consigo mismo. La idea
de que él puede ser una criatura que ha perdido la imagen de Dios, un rebelde
contra la ley de Dios, culpable y sucio a la vista de Dios, digno de la
condenación de Dios, jamás se le ocurre.
2. LA JUSTICIA RETRIBUTIVA
DE DIOS
El método del hombre
moderno es el de hacer la vista gorda a la maldad, hasta donde le conviene. La
tolera en otros, porque piensa que allí, de no haber sido por el accidente de
va las circunstancias, va él. Los padres titubean cuando tienen que corregir a
los hijos, y los maestros cuando tienen que castigar a los alumnos, y el
público aguanta el vandalismo y el comportamiento antisocial de todo tipo casi
sin chistar. La máxima aceptada parece ser la de que mientras se pueda olvidar
el mal, así debe hacerse; sólo se debe castigar como último recurso, y aun en
ese caso sólo en la medida necesaria para impedir que el mal tenga
consecuencias sociales demasiado graves. La buena voluntad para tolerar y dar
rienda suelta al mal en la medida de lo posible se considera una virtud,
mientras que se censura por algunos como algo moralmente dudoso el intento de
vivir en forma consecuente con principios fijos del bien y del mal. Siguiendo
esta orientación pagana damos por descontado que Dios siente y piensa como
nosotros. La idea de que la retribución pudiera ser la ley moral del mundo de
Dios, y expresión de su santo carácter parece al hombre moderno enteramente
imaginaria: los que la sostienen se ven acusados de proyectar sobre Dios sus
propios impulsos patológicos de ira y venganza. Sin embargo, la Biblia insiste
constantemente en que este mundo creado por Dios en su bondad es un mundo
moral, en el que la retribución es un hecho tan básico como lo es la
respiración. Dios es el Juez de toda la tierra, y él ha de obrar rectamente,
vindicando al inocente, si lo hubiere, pero castigando "en ellos su
pecado" a los que quebrantan la ley (cf. Gen. 18: 25). Dios no es fiel a
sí mismo a menos que castigue el pecado. Y a menos que uno sepa y sienta la
verdad de este hecho, que los que hacen el mal no tienen ninguna esperanza, en
el orden natural de las cosas, de recibir de Dios sino el juicio retributivo,
uno no puede jamás compartir la fe bíblica en la gracia divina.
3. LA IMPOTENCIA ESPIRITUAL
DEL HOMBRE
El libro de Dale
Carnegie titulado How to Win Friends and Influence People (Cómo ganar amigos e
influir sobre los demás, hay ediciones en castellano), es casi como una Biblia
moderna; y toda una técnica de relaciones públicas se ha creado en los últimos
años siguiendo el principio de colocar a la otra persona en una posición en la
que no puede decentemente decir "no". Esto ha confirmado al hombre
moderno en la esperanza que han alentado las religiones paganas desde que tales
cosas existen, a saber, la creencia de que podemos reparar nosotros mismos
nuestra relación con Dios, mediante la técnica de colocar a Dios en una
posición donde ya no pueda decir no. Los paganos de la antigüedad pensaban que
podrían lograr esto multiplicando dones y sacrificios; los paganos modernos
procuran hacerla mediante la moralidad y la actividad eclesiástica. Reconocen
que no son perfectos, pero, aun así, no les cabe la menor duda de que su
honorabilidad, de aquí en adelante, es garantía de que van a ser finalmente
aceptados por Dios, cual quiera haya sido su vida pasada. Pero la posición de
la Biblia es la que expresa Toplady:
No son las obras de
mis manos las que pueden cumplir las demandas de tu ley. Aunque mi cielo no
conociera el descanso, aunque mis lágrimas corrieran interminablemente, nada de
esto podría expiar mi pecado -lo cual conduce a la admisión de la propia
impotencia y a la conclusión de que: Tú tienes que salvar, y sólo tú.
"Por las obras
de la ley [es decir, la moralidad y la actividad eclesiástica] ningún, ser
humano será justificado delante de él", declara Pablo (Rom. 3: 20). El
reparar nuestra propia relación con Dios, reconquistando su favor luego de
haberlo perdido, está más allá de lo que puede hacer ninguno de nosotros. Y es
preciso ver esto y aceptado humildemente antes de poder compartir la fe bíblica
en la gracia divina.