LA SABIDURÍA DE DIOS Y LA NUESTRA

I

Cuando los viejos teólogos reformados se referían a los atributos de Dios, solían clasificados en dos grupos: los incomunicables y los comunicables.
EN EL PRIMER GRUPO colocaban aquellas cualidades que realzan la trascendencia de Dios y que muestran la tremenda diferencia que hay entre él como ser Creador, y nosotros sus criaturas. Comúnmente la lista era la siguiente -la independencia de Dios (la existencia autónoma y la autosuficiencia); su inmutabilidad (enteramente libre de cambio, lo cual conduce a un proceder completamente invariable); su infinitud (libre de toda limitación de tiempo y espacio: es decir, su eternidad y su omnipresencia); y su simplicidad (el hecho de que en él no hay elementos que puedan entrar en conflicto, de manera que, a diferencia del hombre, no puede verse en conflicto entre deseos y pensamientos divergentes). Los teólogos llamaban incomunicables a dichas cualidades porque son características únicamente de Dios; el hombre, justamente por ser hombre y no Dios, no comparte ni puede compartir ninguna de ellas.
EN EL SEGUNDO GRUPO los teólogos reunían cualidades tales como la espiritualidad de Dios, su libertad, y su omnipotencia, junto con todos sus atributos morales -bondad, veracidad, santidad, justicia, etc. ¿Qué principio se aplicaba para esta clasificación? el siguiente: que cuando Dios hizo al hombre, le comunicó cualidades que correspondían a todas ellas. Esto es lo que quiere significar la Biblia cuando nos dice que Dios hizo al hombre a su propia imagen (Gen. 1:26s) - a saber, que Dios hizo al hombre como ser espiritual libre, agente moral responsable con facultades de elección y acción, capaz de tener comunión con él y de responder a él, y por naturaleza bueno, veraz, santo, recto (cf. Ecl. 7: 29), en una palabra, con cualidades divinas.
Las cualidades morales que pertenecían a la imagen divina las perdió el hombre en el momento de la caída; la imagen de Dios en el hombre ha sido universalmente empañada, por cuanto toda la humanidad, de un modo u otro, ha caído en la impiedad. Pero la Biblia nos dice que ahora, en cumplimiento de su plan de redención, Dios obra en los creyentes cristianos con el fin de reparar esa imagen arruinada, renovando en ellos dichas cualidades. Esto es lo que quiere decir la Escritura cuando afirma que los cristianos están siendo renovados a la imagen de Cristo (II Cor. 3: 18) y de Dios (Col. 3: 10).
La Biblia tiene mucho que decir acerca del don divino de la sabiduría. Los primeros nueve capítulos de Proverbios constituyen una sola y sostenida exhortación a buscar este don. "Sabiduría ante todo; adquiere sabiduría; y sobre todas tus posesiones adquiere inteligencia... Retén el consejo, no lo dejes; guárdalo, porque eso es tu vida" (pro. 4:7,13). Se personifica a la sabiduría y se la hace defender su propia causa: "Bienaventurado el hombre que me escucha, velando a mis puertas cada día, aguardando a los postes de mis puertas. Porque el que me halle, hallará la vida, y alcanzará el favor de Jehová. Mas el que peca contra mí, defrauda su alma; todos los que me aborrecen aman la muerte" (Pro. 8: 34ss).
Como si se tratase de una anfitriona, la sabiduría convida a los necesitados a su banquete: "Dice a cualquier simple: Ven acá" (Pro. 9:4). Lo que se realza en todo momento es la buena voluntad de Dios para otorgar sabiduría (aunque la figura es la de la sabiduría misma dispuesta a darse) a todos los que anhelan el don y están dispuestos a dar los pasos necesarios para obtenerla. En el Nuevo Testamento la sabiduría recibe un énfasis similar. De los cristianos se requiere que adquieran sabiduría ("Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios. No seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor" (Efe. 5: 15); "Andad sabiamente para con los de afuera...” (Col. 4: 5). Se ofrece oración para que les sea suministrada sabiduría: "que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría...” (Col. 1: 9). Santiago hace, en nombre de Dios, una promesa: "Si alguno de vosotros tiene falta sabiduría, pídala a Dios y le será dada" (San. 1: 5).
¿De dónde procede la sabiduría? ¿Qué pasos debe dar el hombre para obtener este don? Según la Escritura hay dos requisitos previos.
PRIMERO, uno tiene que aprender a reverenciar a Dios. "El principio de la sabiduría es el temor de Jehová" (Sal. 111:10; Pro. 9:10; cf. Job. 28:28; Pro. 1:7; (Jer. 15:33). No podemos hacer nuestra la sabiduría divina sin 0 antes hubiéramos hecho humildes, susceptibles de aprender, en actitud de reverencia ante la santidad y la soberanía de Dios (el "Dios fuerte, grande y temible", Neh. 1:5; cf. 4:14; 9:32; Deut. 7:21; 10:17; Sal. 99:3; Jer. 20:11), reconociendo nuestra propia pequeñez, desconfiando de nuestros propios pensamientos, y dispuestos a que nuestra mente experimente un vuelco completo. Es de temer que muchos cristianos se pasan toda la vida en una actitud mental en la que anida el orgullo y la presunción, de tal modo que jamás pueden alcanzar la sabiduría de Dios. No es en vano que la Escritura dice, "con los humildes está la sabiduría" (Pro. 11: 2).
SEGUNDO, uno tiene que aprender a aceptar la palabra de Dios. La sabiduría es forjada divinamente en quienes se dedican a estudiar la revelación de Dios, y sólo en ellos. "Me has hecho más sabio que mis enemigos con tus mandamientos", declara el salmista, "más que todos mis enseñadores he entendido". ¿Por qué? "Porque tus testimonios son mi meditación" (Sal. 119:98). Así también Pablo aconseja a los colosenses: "La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros" (Col. 3: 16). ¿Cómo hemos de cumplir este requisito nosotros los hombres del siglo veinte? Empapándolas en las Escrituras, las que, como le dijo Pablo a Timoteo (¡y estaba pensando en el Antiguo Testamento solamente!), "te pueden hacer sabio para la salvación" mediante la fe en Cristo, y hacer perfecto al hombre de Dios "para toda buena obra" (II Tim. 3: 15-17).
Mucho nos tememos, en esto también, que muchos de los que profesan pertenecer a Cristo hoy en día nunca aprenden a ser sabios, porque no prestan la atención necesaria a la palabra escrita de Dios. El leccionario del Libro de Oración de Cranmer (que se supone que todos los anglicanos deben seguir) nos conduce por todo el Antiguo Testamento una vez por año, y por todo el Nuevo Testamento dos veces. William Gouge, el puritano, leía regularmente quince capítulos por día. El fallecido archi-diácono T. C. Hammond solía leer la Biblia entera cuatro veces por año. ¿Cuánto tiempo hace que hemos leído la Biblia de comienzo a fin? ¿Dedicamos tanto tiempo por día a la Biblia como el que dedicamos al diario? ¡Qué tontos somos algunos!, y seguimos siéndolo toda la vida, sencillamente porque no queremos molestamos en hacer lo que hay que hacer para recibir esa sabiduría que es un don gratuito de Dios.
II
Empero, ¿qué clase de cosa es el don de la sabiduría que da Dios? ¿Qué efecto tiene sobre la vida del hombre? Aquí es donde muchos se equivocan. Podemos dejar en claro el carácter del error que cometen mediante una ilustración.
Si nos ubicamos en el extremo de una plataforma de la estación ferroviaria de York, Inglaterra, podremos observar una sucesión constante de movimientos de máquinas y trenes, y si este tipo de escena nos entusiasma, el despliegue de actividad nos resultará fascinador. Obtendremos una idea muy vaga y general del plan total que determina todos los movimientos que vemos (es decir, el esquema operacional bosquejado en una planilla de horarios, y las modificaciones hechas minuto a minuto, si se da el caso, según se desarrolla el movimiento de los trenes en la práctica). Si, en cambio, tenemos el privilegio de que algún empleado jerárquico nos lleve a la espléndida cabina de señales eléctricas que se encuentra entre las plataformas 7 y 8, podremos ver en la pared más larga un diagrama de la disposición de las vías en una extensión de siete y medio kilómetros a cada lado de la estación, con pequeñas luces como luciérnagas en movimiento o estacionarias en las diversas vías, que les indican a los señalaros de un vistazo exactamente dónde se encuentra cada máquina o tren. De inmediato podremos ver la situación en su conjunto a través de los ojos de los hombres que tienen el control de la misma: podremos ver por el diagrama por qué hubo que indicarle a uno de los trenes que se detuviera, y a otro sacarlo de la vía que normalmente ocupa, y por qué a otro hubo que estacionarlo temporalmente en una vía muerta. El porqué y el para qué de todos estos movimientos se nos hace claro una vez que tenemos acceso a la situación total.
Ahora bien, el error que se comete diariamente es el de suponer que esto constituye una ilustración de lo que hace Dios cuando concede sabiduría: suponer, en otras palabras, que el don de la sabiduría consiste en una visión más profunda del significado y el propósito providencial de los acontecimientos que se desenvuelven alrededor de nosotros, en una capacidad para comprender por qué Dios hizo lo que hizo en algún caso particular, y en lo que va a hacer a continuación. La gente piensa que si realmente anduviera cerca de Dios, de modo que él pudiera impartirles sabiduría libremente, entonces podrían, por así decirlo, ver las cosas como si estuvieran en la cabina de señales; comprenderían los propósitos verdaderos de todo lo que les ocurre, y verían con claridad en todo momento la forma en que Dios hace todas las cosas obren para bien. Tales personas dedican mucho tiempo a escudriñar el libro de la providencia, tratando de averiguar por qué Dios permitió esto o aquello, si deberían tomarlo como una señal de que deben dejar de hacer algo y comenzar a hacer otra cosa, o, en fin, qué es lo que deben- deducir de ello. Si a la postre salen confundidos le echan la culpa a su falta de espiritualidad.
Los cristianos que sufren de depresión, ya sea física, mental, o espiritual (¡nótese que se trata de tres cosas diferentes!) se vuelven locos, como se dice, con esta clase de investigación fútil. Porque realmente es inútil lo que hacen: de eso no tengamos la menor duda. Cierto es que cuando Dios nos indica algo mediante la aplicación de principios, en ocasiones nos lo puede confirmar mediante recursos providenciales, desusados, que de inmediato reconocemos como señales corroborativas. Pero esto es muy distinto de tratar de leer mensajes sobre los propósitos secretos de Dios en todas las cosas inesperadas que nos ocurren. El don de la sabiduría, lejos de consistir en la facultad de hacer esto, en realidad presupone la incapacidad consciente de hacerla, como veremos en seguida.
III
Volvemos a preguntar, entonces: ¿qué significa el don de la sabiduría que nos da Dios? ¿Qué clase de don es?
Si se nos permite usar otra ilustración relacionada con el transporte, es como cuando se nos enseña a conducir vehículos. Lo que interesa al conducir es la velocidad, la precisión de nuestras reacciones ante los acontecimientos, y el acierto en el cálculo de lo que cada situación nos permite. No nos preguntamos por qué el camino se vuelve angosto o sinuoso en un lugar determinado, ni por qué ese camión está estacionado precisamente donde lo está, ni por qué esa dama (o caballero) se aferra al centro de la calzada con tantas ganas; lo que pensamos es sencillamente cómo obrar acertadamente en la situación concreta tal como se presenta. La sabiduría divina tiene como fin ayudamos a hacer justamente esto en las situaciones concretas de la vida diaria.
Para conducir bien es preciso estar con los ojos atentos a fin de ver claramente lo que hay por delante de nosotros. Para vivir sabiamente tenemos que tener visión clara y ser realistas -implacablemente realistas- para ver la vida tal como es. La sabiduría nada tiene que ver con las ilusiones cómodas, el sentimentalismo falso, ni el uso de lentes de color rosa. La mayoría de las personas vivimos en un mundo de ensueño, andando por las nubes sin hacer apoyo en la tierra; jamás vemos el mundo, y tampoco nuestra propia vida, tal como es. Esta falta de realismo, tan profundamente arraigada y fomentada por el pecado, es una de las razones de que haya tan poca sabiduría entre nosotros, incluso en los más firmes y ortodoxos. La sana doctrina no basta para curamos de la falta de realismo. Hay, con todo, un libro de las Escrituras que tiene como expreso fin hacemos realistas: dicho libro es Eclesiastés. Deberíamos prestarle más atención de la que comúnmente le prestamos. Consideremos su mensaje brevemente.
IV
"Eclesiastés" (el equivalente griego del título hebreo, Qoheleth) significa simplemente "el predicador"; y el libro mismo es un sermón, con un texto ("vanidad de vanidades... ", 1: 2; 12: 8), una exposición de su tema (Cáp. 1-10), y la aplicación (Cáp. 11-12: 7).
Buena parte de la exposición tiene carácter auto biográfico. Qoheleth se identifica a sí mismo como "hijo de David, rey de Jerusalén" (1: 1). El que esto signifique que Salomón mismo era el predicador, o que el predicador puso su sermón en labios de Salomón como recurso didáctico, como lo han sostenido eruditos tan conservadores como Hengstenberg y E. J. Young, no tiene por qué preocupamos. El sermón es, por cierto, salomónico, en el sentido de que enseña lecciones que Salomón tuvo oportunidades únicas de aprender.
"Vanidad de vanidades, dijo el predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad". ¿En qué espíritu, y con qué propósito, anuncia el predicador este texto? ¿Se trata acaso de la confesión de un cínico amargado, la de "un viejo hombre de mundo egoísta e insensible, que al final de su vida encontró sólo una horrible desilusión"(W.H. Elliot), que ahora quiere compartir con los demás su sentido de la ordinariez y lobreguez de la vida? ¿O habla, más bien, como un evangelista, que trata de hacer ver al incrédulo la imposibilidad de encontrar la felicidad "debajo del cielo" aparte de Dios? La respuesta no es ninguna de las dos, si bien la segunda se acerca más a la realidad que la primera.
El autor habla como un experimentado maestro que le ofrece a su joven discípulo los frutos de su propia experiencia y reflexión (11: 9; 12: 1,12). Quiere conducir a ese joven creyente hacia la verdadera sabiduría, y evitar que caiga en el error de la "cabina de señales". Aparentemente el joven (como muchos otros después de él) quería equiparar la sabiduría con el conocimiento amplio, y suponer que se adquiere la sabiduría sencillamente con una asidua actividad librescas (12: 12). Está claro que daba por sentado que la sabiduría, cuando la alcanzara, le explicaría el porqué de las diversas modificaciones de Dios en el curso ordinario de la providencia. Lo que el predicador le quiere mostrar es que la verdadera base de la sabiduría está en un franco reconocimiento de que el curso de este mundo es enigmático, que .buena parte de lo que ocurre resulta enteramente inexplicable al hombre, y que la mayor parte de las cosas que ocurren "debajo del cielo" no ofrecen evidencia externa de que haya un Dios racional y moral por detrás de todas ellas. Como lo demuestra el sermón mismo, el texto tiene como fin servir de advertencia contra la búsqueda desacertada de entendimiento, pues declara la conclusión desesperanzada a que lleva en última instancia esta búsqueda, si se la persigue en forma honesta y realista. Podemos formular el mensaje del sermón como sigue:
Observemos (dice el predicador) la clase de mundo en que vivimos. Quitémonos las gafas de color rosa, restreguémonos los ojos, y echémosle un vistazo fijo y prolongado. ¿Qué es 10 que vemos? Vemos que en el trasfondo de la vida hay una sucesión de ciclos en la naturaleza que parecen no tener sentido (1:4). Vemos que su régimen está determinado por tiempos y circunstancias sobre los que no tenemos ningún control (3: l; 9: 11). Vemos que la muerte le llega a todos, tarde o temprano, pero en forma fortuita; su llegada nada tiene que ver con merecimientos, buenos o malos (7:15; 8: 8). Los hombres mueren como las bestias (3:19ss), buenos y malos, sabios y necios (2:14,17; 9:2). Vemos que el mal corre sin coto (3:16;4:1; 5:8; 8:11; 9:3); hay sin vergüenzas que progresan, y hombres buenos que no (8:14). Al ver todo esto, nos damos cuenta de que Dios obra en forma inescrutable; por más que queramos entenderlo, no podemos (3:11; 7: 13s; 8:17; 11:5). Cuanto más nos dedicamos a procurar entender el propósito divino en el curso providencial ordinario de los acontecimientos, tanto más obsesivos nos volvemos y tanto más deprimidos nos sentimos ante la aparente vanidad de todo, y tanto más nos sentimos tentados a llegar a la conclusión de que la vida, como pareciera serlo, realmente no tiene sentido.
Pero una vez que llegamos a la conclusión de que las cosas no tienen ton ni son, ¿qué "provecho" valor, ganancia, sentido, propósito- puede haber de ahí en adelante, en cualquier empresa positiva que se acometa? (1:3; 2: 11,22; 3: 9; 5: 16). Si la vida no tiene sentido, tampoco entonces tiene ningún valor; y, en ese caso, ¿qué valor puede haber en crear cosas, en levantar un negocio, en hacer dinero, incluso en buscar sabiduría, ya que nada de esto nos resulta provechoso en forma evidente (2:15s, 22s; 5: 11)?; lo único que lograremos es que nos envidien (4:4); no podemos llevárnoslo (2:l8ss; 4:8; 5: 15); y lo que dejamos probablemente sea mal aprovechado cuando ya no estemos (2:19). ¿Qué sentido tiene, por lo tanto, luchar y esforzamos por nada? ¿Acaso no se ha de juzgar "vanidad (vaciedad, frustración) y correr tras el viento" (1:14, VM) todo lo que hace el hombre, actividad que no podemos justificar como significativa en sí misma ni de valor alguno para nosotros mismos? A esta conclusión pesimista, dice el predicador, nos llevará finalmente la expectativa optimista de descubrir el propósito divino en todas las cosas (cf. 1: 17). Y desde luego que tiene razón, por cuanto el mundo en que vivimos es efectivamente la clase de lugar que ha descrito. El Dios que lo gobierna se esconde. Raras son las veces en que pareciera que hay un poder racional por detrás de todo lo que ocurre. Con harta frecuencia lo que no tiene valor sobrevive, mientras que lo que tiene algún valor perece. Sé realista, dice el predicador; hazle frente a los hechos; toma la vida como viene. No serás realmente sabio mientras no lo tomes así.
A muchos nos viene bien esta admonición. Porque no sólo nos dejamos atrapar por el concepto de la "cabina de señales", o por una falsa noción de lo que es la sabiduría; sino que pensamos también que, por honor a Dios (y también, aun cuando esto no lo digamos, en honor a nuestra propia reputación como cristianos espirituales), es necesario que afirmemos que ya estamos, por así decido, en la cabina de señales, disfrutando aquí y ahora de información confidencial sobre el porqué y el cómo del obrar de Dios. Esa cómoda actitud de fingimiento se hace parte de nosotros; estamos seguros de que Dios nos ha permitido comprender sus caminos para con nosotros y nuestro círculo hasta aquí, y damos por descontado que hemos de poder ver de inmediato la razón de todo lo que nos ocurra en el futuro. Y entonces algo sumamente doloroso y enteramente inesperado nos ocurre, y aquella alegre ilusión de estar al tanto de los consejos secretos de Dios se viene abajo. Nos quedamos con el orgullo herido; nos parece que Dios nos ha desairado; y a menos que a esta altura nos arrepintamos y nos humillemos sinceramente por la soberbia que hemos manifestado anteriormente, toda nuestra vida espiritual subsiguiente puede quedar afectada.
Entre los siete pecados mortales de la tradición medieval se encontraba la desidia (acidia) un estado de tenaz y sombría apatía de espíritu. En los círculos cristianos de nuestros días hay mucho de esto; los síntomas son una inercia espiritual personal combinada con un cinismo crítico sobre la iglesia, y un resentimiento altanero ante el empuje y la iniciativa que evidencian otros cristianos. Detrás de esta condición mórbida y letal yace el orgullo herido del que pensaba que conocía los caminos de Dios en la providencia y luego tuvo que aprender por amarga y desconcertante experiencia que en realidad no los conocía. Esto es lo que ocurre cuando hacemos caso omiso del mensaje de Eclesiastés. Porque la verdad es que Dios, en su sabiduría, a fin de que seamos humildes y aprendamos a andar por fe, ha escondido de nosotros casi todo lo que nos agradaría saber acerca de los propósitos providenciales que está llevando a cabo en las iglesias y en nuestra propia vida. "Cae: tú no sabes cuál es el camino, del viento, o cómo crecen los huesos en el vientre de la mujer encinta, así ignoras la obra de Dios, el cual hace todas las cosas" (11: 15).
Pero, ¿qué es, en ese caso, la sabiduría? El predicador nos ha ayudado a verla que no es; ¿nos da alguna indicación sobre lo que sí es? Por cierto que sí, por lo menos: grandes trazos. “Teme a Dios, y guarda sus mandamiento” (12: 13); confía en él y obedécele, reveréncialo, adóralo, se humilde en su presencia, y jamás digas más de lo que en realidad piensas y estás dispuesto a sostener cuando hablas con él (5:17); haz el bien (3:12); recuerda que algún día Dios te llamará a cuentas (11:9; 12:14), por tanto evita aun en secreto, las cosas de las cuales pudieras avergonzarte cuando salgan a la luz en el tribunal de Dios (12:14). Vive en el presente y disfrútalo plenamente (7:14; 9:7ss; 11:9): los goces presentes son dones de Dios. Aun cuando el Eclesiastés condena la impertinencia (cf. 7:4-6), se ve claramente que no tolera en absoluto esa súper espiritualidad que se manifiesta en un orgullo tal que jamás sonríe o se divierte. Procura tener esa gracia que te permita trabajar con todo ahínco en todo lo que la vida te pone en el camino (9:10) y disfruta de tu trabajo al ir cumpliéndolo (2:24; 3:12s: 5:18; 8:15). Deja a Dios los resultados del mismo; que él se encargue de medir su valor ulterior; tu parte consiste el emplear todo tu sentido común y la capacidad de empresa a tu disposición en explotar las oportunidades que yacen e tu camino (11:1-6).
Este es el camino de la sabiduría. Naturalmente que no es más que una faceta de la vida de fe. Porque, ¿qué es lo que está en la base y la sostiene? Pues la convicción de que el Dios inescrutable de la providencia es el mismo Dios de la creación y la redención, lleno de gracia y de sabiduría. Podemos estar seguros de que el Dios que hizo este maravillosamente complejo orden mundial, y que obró la redención de Egipto, y que luego obró la redención mayor aun del pecado y de Satanás, sabe lo que hace, y lo hace todo bien, aun cuando por el momento pueda esconder la mano. Podemos confiar en él y regocijamos en él, aun cuando no podamos discernir su senda. Así pues, el camino de la sabiduría se reduce a lo que expresó Richard Baxter: Oh santos, que allí abajo os afanáis, adorad a vuestro Rey celestial, y al seguir adelante algún himno de gozo cantad. Recibid lo que él os da, y alabad aún, por el bien y por el mal, al que vive por siempre jamás.
V
Tal es, pues, la sabiduría con que Dios nos hace sabios. Y nuestro análisis de ella nos hace ver aspectos adicionales de sabiduría del Dios que nos la da. Hemos dicho que la sabiduría consiste en elegir los mejores medios para el mejor fin. La obra de Dios al damos sabiduría es un medio para el fin elegido por él de restaurar y perfeccionar la relación entre sí mismo y los hombres Para la cual los hizo originalmente. Porque, ¿qué es esta sabiduría que nos da? Como hemos visto, no consiste en compartir todo su conocimiento sino en una disposición a confesar que él es sabio, y en aferrarnos a él a la luz de su Palabra en las buenas y en las malas.
Así pues, el efecto del don de la sabiduría es el de hacernos más humildes, más gozosos, más santos, más prontos a percibir su voluntad, más resueltos en su cumplimiento, y menos agobiados (no menos sensitivos, sino menos perplejos) de lo que estamos ante las cosas oscuras y dolorosas de las que la vida en este mundo caído está llena. El Nuevo Testamento nos dice que el fruto de la sabiduría es la semejanza a Cristo -paz, humildad, y amor (San. 3:17)- y que su raíz es la fe en Cristo (I Cor. 3:18; cf. 1 Tim. 3:15) como manifestación de la sabiduría de Dios (I Cor. 1:24,30). Así, el tipo de sabiduría que Dios espera poder dispensar a los que se la piden es una sabiduría que nos liga a él, una sabiduría que ha de encontrar expresión en un espíritu de fe y en una vida de fidelidad.

Procuremos, pues, que nuestra búsqueda de la sabiduría sea una búsqueda de estas cosas, y que no frustremos el propósito sabio de Dios descuidando la fe y la fidelidad con el fin de perseguir un tipo de conocimiento que en este mundo no nos es dado poseer.