I
Cuando los viejos
teólogos reformados se referían a los atributos de Dios, solían clasificados en
dos grupos: los incomunicables y los comunicables.
EN EL PRIMER GRUPO colocaban aquellas cualidades que realzan la
trascendencia de Dios y que muestran la tremenda diferencia que hay entre él
como ser Creador, y nosotros sus criaturas. Comúnmente la lista era la
siguiente -la independencia de Dios (la existencia autónoma y la
autosuficiencia); su inmutabilidad (enteramente libre de cambio, lo cual
conduce a un proceder completamente invariable); su infinitud (libre de toda
limitación de tiempo y espacio: es decir, su eternidad y su omnipresencia); y
su simplicidad (el hecho de que en él no hay elementos que puedan entrar en
conflicto, de manera que, a diferencia del hombre, no puede verse en conflicto
entre deseos y pensamientos divergentes). Los teólogos llamaban incomunicables
a dichas cualidades porque son características únicamente de Dios; el hombre,
justamente por ser hombre y no Dios, no comparte ni puede compartir ninguna de
ellas.
EN EL SEGUNDO GRUPO los teólogos reunían cualidades tales como la
espiritualidad de Dios, su libertad, y su omnipotencia, junto con todos sus
atributos morales -bondad, veracidad, santidad, justicia, etc. ¿Qué principio
se aplicaba para esta clasificación? el siguiente: que cuando Dios hizo al
hombre, le comunicó cualidades que correspondían a todas ellas. Esto es lo que
quiere significar la Biblia cuando nos dice que Dios hizo al hombre a su propia
imagen (Gen. 1:26s) - a saber, que Dios hizo al hombre como ser espiritual
libre, agente moral responsable con facultades de elección y acción, capaz de
tener comunión con él y de responder a él, y por naturaleza bueno, veraz,
santo, recto (cf. Ecl. 7: 29), en una palabra, con cualidades divinas.
Las cualidades
morales que pertenecían a la imagen divina las perdió el hombre en el momento
de la caída; la imagen de Dios en el hombre ha sido universalmente empañada,
por cuanto toda la humanidad, de un modo u otro, ha caído en la impiedad. Pero
la Biblia nos dice que ahora, en cumplimiento de su plan de redención, Dios
obra en los creyentes cristianos con el fin de reparar esa imagen arruinada,
renovando en ellos dichas cualidades. Esto es lo que quiere decir la Escritura
cuando afirma que los cristianos están siendo renovados a la imagen de Cristo
(II Cor. 3: 18) y de Dios (Col. 3: 10).
La Biblia tiene
mucho que decir acerca del don divino de la sabiduría. Los primeros nueve
capítulos de Proverbios constituyen una sola y sostenida exhortación a buscar
este don. "Sabiduría ante todo; adquiere sabiduría; y sobre todas tus
posesiones adquiere inteligencia... Retén el consejo, no lo dejes; guárdalo,
porque eso es tu vida" (pro. 4:7,13). Se personifica a la sabiduría y se
la hace defender su propia causa: "Bienaventurado el hombre que me
escucha, velando a mis puertas cada día, aguardando a los postes de mis
puertas. Porque el que me halle, hallará la vida, y alcanzará el favor de
Jehová. Mas el que peca contra mí, defrauda su alma; todos los que me aborrecen
aman la muerte" (Pro. 8: 34ss).
Como si se tratase
de una anfitriona, la sabiduría convida a los necesitados a su banquete:
"Dice a cualquier simple: Ven acá" (Pro. 9:4). Lo que se realza en
todo momento es la buena voluntad de Dios para otorgar sabiduría (aunque la
figura es la de la sabiduría misma dispuesta a darse) a todos los que anhelan
el don y están dispuestos a dar los pasos necesarios para obtenerla. En el
Nuevo Testamento la sabiduría recibe un énfasis similar. De los cristianos se
requiere que adquieran sabiduría ("Mirad, pues, con diligencia cómo
andéis, no como necios sino como sabios. No seáis insensatos, sino entendidos
de cuál sea la voluntad del Señor" (Efe. 5: 15); "Andad sabiamente
para con los de afuera...” (Col. 4: 5). Se ofrece oración para que les sea
suministrada sabiduría: "que seáis llenos del conocimiento de su voluntad
en toda sabiduría...” (Col. 1: 9). Santiago hace, en nombre de Dios, una
promesa: "Si alguno de vosotros tiene falta sabiduría, pídala a Dios y le
será dada" (San. 1: 5).
¿De dónde procede la
sabiduría? ¿Qué pasos debe dar el hombre para obtener este don? Según la
Escritura hay dos requisitos previos.
PRIMERO, uno tiene que aprender a reverenciar a Dios.
"El principio de la sabiduría es el temor de Jehová" (Sal. 111:10;
Pro. 9:10; cf. Job. 28:28; Pro. 1:7; (Jer. 15:33). No podemos hacer nuestra la
sabiduría divina sin 0 antes hubiéramos hecho humildes, susceptibles de
aprender, en actitud de reverencia ante la santidad y la soberanía de Dios (el
"Dios fuerte, grande y temible", Neh. 1:5; cf. 4:14; 9:32; Deut.
7:21; 10:17; Sal. 99:3; Jer. 20:11), reconociendo nuestra propia pequeñez,
desconfiando de nuestros propios pensamientos, y dispuestos a que nuestra mente
experimente un vuelco completo. Es de temer que muchos cristianos se pasan toda
la vida en una actitud mental en la que anida el orgullo y la presunción, de
tal modo que jamás pueden alcanzar la sabiduría de Dios. No es en vano que la
Escritura dice, "con los humildes está la sabiduría" (Pro. 11: 2).
SEGUNDO, uno tiene que aprender a aceptar la palabra de Dios.
La sabiduría es forjada divinamente en quienes se dedican a estudiar la
revelación de Dios, y sólo en ellos. "Me has hecho más sabio que mis
enemigos con tus mandamientos", declara el salmista, "más que todos
mis enseñadores he entendido". ¿Por qué? "Porque tus testimonios son
mi meditación" (Sal. 119:98). Así también Pablo aconseja a los colosenses:
"La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros" (Col. 3: 16).
¿Cómo hemos de cumplir este requisito nosotros los hombres del siglo veinte?
Empapándolas en las Escrituras, las que, como le dijo Pablo a Timoteo (¡y
estaba pensando en el Antiguo Testamento solamente!), "te pueden hacer
sabio para la salvación" mediante la fe en Cristo, y hacer perfecto al
hombre de Dios "para toda buena obra" (II Tim. 3: 15-17).
Mucho nos tememos,
en esto también, que muchos de los que profesan pertenecer a Cristo hoy en día
nunca aprenden a ser sabios, porque no prestan la atención necesaria a la
palabra escrita de Dios. El leccionario del Libro de Oración de Cranmer (que se
supone que todos los anglicanos deben seguir) nos conduce por todo el Antiguo
Testamento una vez por año, y por todo el Nuevo Testamento dos veces. William
Gouge, el puritano, leía regularmente quince capítulos por día. El fallecido
archi-diácono T. C. Hammond solía leer la Biblia entera cuatro veces por año.
¿Cuánto tiempo hace que hemos leído la Biblia de comienzo a fin? ¿Dedicamos
tanto tiempo por día a la Biblia como el que dedicamos al diario? ¡Qué tontos
somos algunos!, y seguimos siéndolo toda la vida, sencillamente porque no
queremos molestamos en hacer lo que hay que hacer para recibir esa sabiduría
que es un don gratuito de Dios.
II
Empero, ¿qué clase
de cosa es el don de la sabiduría que da Dios? ¿Qué efecto tiene sobre la vida
del hombre? Aquí es donde muchos se equivocan. Podemos dejar en claro el
carácter del error que cometen mediante una ilustración.
Si nos ubicamos en
el extremo de una plataforma de la estación ferroviaria de York, Inglaterra,
podremos observar una sucesión constante de movimientos de máquinas y trenes, y
si este tipo de escena nos entusiasma, el despliegue de actividad nos resultará
fascinador. Obtendremos una idea muy vaga y general del plan total que
determina todos los movimientos que vemos (es decir, el esquema operacional
bosquejado en una planilla de horarios, y las modificaciones hechas minuto a
minuto, si se da el caso, según se desarrolla el movimiento de los trenes en la
práctica). Si, en cambio, tenemos el privilegio de que algún empleado
jerárquico nos lleve a la espléndida cabina de señales eléctricas que se
encuentra entre las plataformas 7 y 8, podremos ver en la pared más larga un
diagrama de la disposición de las vías en una extensión de siete y medio
kilómetros a cada lado de la estación, con pequeñas luces como luciérnagas en
movimiento o estacionarias en las diversas vías, que les indican a los
señalaros de un vistazo exactamente dónde se encuentra cada máquina o tren. De
inmediato podremos ver la situación en su conjunto a través de los ojos de los
hombres que tienen el control de la misma: podremos ver por el diagrama por qué
hubo que indicarle a uno de los trenes que se detuviera, y a otro sacarlo de la
vía que normalmente ocupa, y por qué a otro hubo que estacionarlo temporalmente
en una vía muerta. El porqué y el para qué de todos estos movimientos se nos
hace claro una vez que tenemos acceso a la situación total.
Ahora bien, el error
que se comete diariamente es el de suponer que esto constituye una ilustración
de lo que hace Dios cuando concede sabiduría: suponer, en otras palabras, que
el don de la sabiduría consiste en una visión más profunda del significado y el
propósito providencial de los acontecimientos que se desenvuelven alrededor de nosotros,
en una capacidad para comprender por qué Dios hizo lo que hizo en algún caso
particular, y en lo que va a hacer a continuación. La gente piensa que si
realmente anduviera cerca de Dios, de modo que él pudiera impartirles sabiduría
libremente, entonces podrían, por así decirlo, ver las cosas como si estuvieran
en la cabina de señales; comprenderían los propósitos verdaderos de todo lo que
les ocurre, y verían con claridad en todo momento la forma en que Dios hace
todas las cosas obren para bien. Tales personas dedican mucho tiempo a
escudriñar el libro de la providencia, tratando de averiguar por qué Dios
permitió esto o aquello, si deberían tomarlo como una señal de que deben dejar
de hacer algo y comenzar a hacer otra cosa, o, en fin, qué es lo que deben-
deducir de ello. Si a la postre salen confundidos le echan la culpa a su falta
de espiritualidad.
Los cristianos que
sufren de depresión, ya sea física, mental, o espiritual (¡nótese que se trata
de tres cosas diferentes!) se vuelven locos, como se dice, con esta clase de
investigación fútil. Porque realmente es inútil lo que hacen: de eso no
tengamos la menor duda. Cierto es que cuando Dios nos indica algo mediante la
aplicación de principios, en ocasiones nos lo puede confirmar mediante recursos
providenciales, desusados, que de inmediato reconocemos como señales
corroborativas. Pero esto es muy distinto de tratar de leer mensajes sobre los
propósitos secretos de Dios en todas las cosas inesperadas que nos ocurren. El
don de la sabiduría, lejos de consistir en la facultad de hacer esto, en
realidad presupone la incapacidad consciente de hacerla, como veremos en
seguida.
III
Volvemos a
preguntar, entonces: ¿qué significa el don de la sabiduría que nos da Dios?
¿Qué clase de don es?
Si se nos permite
usar otra ilustración relacionada con el transporte, es como cuando se nos
enseña a conducir vehículos. Lo que interesa al conducir es la velocidad, la
precisión de nuestras reacciones ante los acontecimientos, y el acierto en el
cálculo de lo que cada situación nos permite. No nos preguntamos por qué el
camino se vuelve angosto o sinuoso en un lugar determinado, ni por qué ese
camión está estacionado precisamente donde lo está, ni por qué esa dama (o
caballero) se aferra al centro de la calzada con tantas ganas; lo que pensamos
es sencillamente cómo obrar acertadamente en la situación concreta tal como se
presenta. La sabiduría divina tiene como fin ayudamos a hacer justamente esto
en las situaciones concretas de la vida diaria.
Para conducir bien
es preciso estar con los ojos atentos a fin de ver claramente lo que hay por
delante de nosotros. Para vivir sabiamente tenemos que tener visión clara y ser
realistas -implacablemente realistas- para ver la vida tal como es. La
sabiduría nada tiene que ver con las ilusiones cómodas, el sentimentalismo
falso, ni el uso de lentes de color rosa. La mayoría de las personas vivimos en
un mundo de ensueño, andando por las nubes sin hacer apoyo en la tierra; jamás
vemos el mundo, y tampoco nuestra propia vida, tal como es. Esta falta de
realismo, tan profundamente arraigada y fomentada por el pecado, es una de las
razones de que haya tan poca sabiduría entre nosotros, incluso en los más
firmes y ortodoxos. La sana doctrina no basta para curamos de la falta de
realismo. Hay, con todo, un libro de las Escrituras que tiene como expreso fin
hacemos realistas: dicho libro es Eclesiastés. Deberíamos prestarle más
atención de la que comúnmente le prestamos. Consideremos su mensaje brevemente.
IV
"Eclesiastés"
(el equivalente griego del título hebreo, Qoheleth) significa simplemente
"el predicador"; y el libro mismo es un sermón, con un texto
("vanidad de vanidades... ", 1: 2; 12: 8), una exposición de su tema
(Cáp. 1-10), y la aplicación (Cáp. 11-12: 7).
Buena parte de la
exposición tiene carácter auto biográfico. Qoheleth se identifica a sí mismo
como "hijo de David, rey de Jerusalén" (1: 1). El que esto signifique
que Salomón mismo era el predicador, o que el predicador puso su sermón en
labios de Salomón como recurso didáctico, como lo han sostenido eruditos tan
conservadores como Hengstenberg y E. J. Young, no tiene por qué preocupamos. El
sermón es, por cierto, salomónico, en el sentido de que enseña lecciones que
Salomón tuvo oportunidades únicas de aprender.
"Vanidad de
vanidades, dijo el predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad". ¿En
qué espíritu, y con qué propósito, anuncia el predicador este texto? ¿Se trata
acaso de la confesión de un cínico amargado, la de "un viejo hombre de
mundo egoísta e insensible, que al final de su vida encontró sólo una horrible
desilusión"(W.H. Elliot), que ahora quiere compartir con los demás su
sentido de la ordinariez y lobreguez de la vida? ¿O habla, más bien, como un
evangelista, que trata de hacer ver al incrédulo la imposibilidad de encontrar
la felicidad "debajo del cielo" aparte de Dios? La respuesta no es
ninguna de las dos, si bien la segunda se acerca más a la realidad que la
primera.
El autor habla como
un experimentado maestro que le ofrece a su joven discípulo los frutos de su
propia experiencia y reflexión (11: 9; 12: 1,12). Quiere conducir a ese joven
creyente hacia la verdadera sabiduría, y evitar que caiga en el error de la
"cabina de señales". Aparentemente el joven (como muchos otros
después de él) quería equiparar la sabiduría con el conocimiento amplio, y
suponer que se adquiere la sabiduría sencillamente con una asidua actividad
librescas (12: 12). Está claro que daba por sentado que la sabiduría, cuando la
alcanzara, le explicaría el porqué de las diversas modificaciones de Dios en el
curso ordinario de la providencia. Lo que el predicador le quiere mostrar es
que la verdadera base de la sabiduría está en un franco reconocimiento de que
el curso de este mundo es enigmático, que .buena parte de lo que ocurre resulta
enteramente inexplicable al hombre, y que la mayor parte de las cosas que
ocurren "debajo del cielo" no ofrecen evidencia externa de que haya
un Dios racional y moral por detrás de todas ellas. Como lo demuestra el sermón
mismo, el texto tiene como fin servir de advertencia contra la búsqueda
desacertada de entendimiento, pues declara la conclusión desesperanzada a que
lleva en última instancia esta búsqueda, si se la persigue en forma honesta y
realista. Podemos formular el mensaje del sermón como sigue:
Observemos (dice el
predicador) la clase de mundo en que vivimos. Quitémonos las gafas de color
rosa, restreguémonos los ojos, y echémosle un vistazo fijo y prolongado. ¿Qué
es 10 que vemos? Vemos que en el trasfondo de la vida hay una sucesión de
ciclos en la naturaleza que parecen no tener sentido (1:4). Vemos que su
régimen está determinado por tiempos y circunstancias sobre los que no tenemos
ningún control (3: l; 9: 11). Vemos que la muerte le llega a todos, tarde o
temprano, pero en forma fortuita; su llegada nada tiene que ver con
merecimientos, buenos o malos (7:15; 8: 8). Los hombres mueren como las bestias
(3:19ss), buenos y malos, sabios y necios (2:14,17; 9:2). Vemos que el mal
corre sin coto (3:16;4:1; 5:8; 8:11; 9:3); hay sin vergüenzas que progresan, y
hombres buenos que no (8:14). Al ver todo esto, nos damos cuenta de que Dios
obra en forma inescrutable; por más que queramos entenderlo, no podemos (3:11;
7: 13s; 8:17; 11:5). Cuanto más nos dedicamos a procurar entender el propósito
divino en el curso providencial ordinario de los acontecimientos, tanto más
obsesivos nos volvemos y tanto más deprimidos nos sentimos ante la aparente
vanidad de todo, y tanto más nos sentimos tentados a llegar a la conclusión de
que la vida, como pareciera serlo, realmente no tiene sentido.
Pero una vez que
llegamos a la conclusión de que las cosas no tienen ton ni son, ¿qué
"provecho" valor, ganancia, sentido, propósito- puede haber de ahí en
adelante, en cualquier empresa positiva que se acometa? (1:3; 2: 11,22; 3: 9;
5: 16). Si la vida no tiene sentido, tampoco entonces tiene ningún valor; y, en
ese caso, ¿qué valor puede haber en crear cosas, en levantar un negocio, en
hacer dinero, incluso en buscar sabiduría, ya que nada de esto nos resulta
provechoso en forma evidente (2:15s, 22s; 5: 11)?; lo único que lograremos es
que nos envidien (4:4); no podemos llevárnoslo (2:l8ss; 4:8; 5: 15); y lo que
dejamos probablemente sea mal aprovechado cuando ya no estemos (2:19). ¿Qué
sentido tiene, por lo tanto, luchar y esforzamos por nada? ¿Acaso no se ha de
juzgar "vanidad (vaciedad, frustración) y correr tras el viento"
(1:14, VM) todo lo que hace el hombre, actividad que no podemos justificar como
significativa en sí misma ni de valor alguno para nosotros mismos? A esta
conclusión pesimista, dice el predicador, nos llevará finalmente la expectativa
optimista de descubrir el propósito divino en todas las cosas (cf. 1: 17). Y
desde luego que tiene razón, por cuanto el mundo en que vivimos es
efectivamente la clase de lugar que ha descrito. El Dios que lo gobierna se
esconde. Raras son las veces en que pareciera que hay un poder racional por
detrás de todo lo que ocurre. Con harta frecuencia lo que no tiene valor
sobrevive, mientras que lo que tiene algún valor perece. Sé realista, dice el
predicador; hazle frente a los hechos; toma la vida como viene. No serás
realmente sabio mientras no lo tomes así.
A muchos nos viene
bien esta admonición. Porque no sólo nos dejamos atrapar por el concepto de la
"cabina de señales", o por una falsa noción de lo que es la
sabiduría; sino que pensamos también que, por honor a Dios (y también, aun
cuando esto no lo digamos, en honor a nuestra propia reputación como cristianos
espirituales), es necesario que afirmemos que ya estamos, por así decido, en la
cabina de señales, disfrutando aquí y ahora de información confidencial sobre
el porqué y el cómo del obrar de Dios. Esa cómoda actitud de fingimiento se
hace parte de nosotros; estamos seguros de que Dios nos ha permitido comprender
sus caminos para con nosotros y nuestro círculo hasta aquí, y damos por
descontado que hemos de poder ver de inmediato la razón de todo lo que nos
ocurra en el futuro. Y entonces algo sumamente doloroso y enteramente
inesperado nos ocurre, y aquella alegre ilusión de estar al tanto de los
consejos secretos de Dios se viene abajo. Nos quedamos con el orgullo herido;
nos parece que Dios nos ha desairado; y a menos que a esta altura nos
arrepintamos y nos humillemos sinceramente por la soberbia que hemos
manifestado anteriormente, toda nuestra vida espiritual subsiguiente puede
quedar afectada.
Entre los siete
pecados mortales de la tradición medieval se encontraba la desidia (acidia) un
estado de tenaz y sombría apatía de espíritu. En los círculos cristianos de
nuestros días hay mucho de esto; los síntomas son una inercia espiritual
personal combinada con un cinismo crítico sobre la iglesia, y un resentimiento
altanero ante el empuje y la iniciativa que evidencian otros cristianos. Detrás
de esta condición mórbida y letal yace el orgullo herido del que pensaba que
conocía los caminos de Dios en la providencia y luego tuvo que aprender por
amarga y desconcertante experiencia que en realidad no los conocía. Esto es lo
que ocurre cuando hacemos caso omiso del mensaje de Eclesiastés. Porque la
verdad es que Dios, en su sabiduría, a fin de que seamos humildes y aprendamos
a andar por fe, ha escondido de nosotros casi todo lo que nos agradaría saber
acerca de los propósitos providenciales que está llevando a cabo en las
iglesias y en nuestra propia vida. "Cae: tú no sabes cuál es el camino,
del viento, o cómo crecen los huesos en el vientre de la mujer encinta, así
ignoras la obra de Dios, el cual hace todas las cosas" (11: 15).
Pero, ¿qué es, en
ese caso, la sabiduría? El predicador nos ha ayudado a verla que no es; ¿nos da
alguna indicación sobre lo que sí es? Por cierto que sí, por lo menos: grandes
trazos. “Teme a Dios, y guarda sus mandamiento” (12: 13); confía en él y
obedécele, reveréncialo, adóralo, se humilde en su presencia, y jamás digas más
de lo que en realidad piensas y estás dispuesto a sostener cuando hablas con él
(5:17); haz el bien (3:12); recuerda que algún día Dios te llamará a cuentas
(11:9; 12:14), por tanto evita aun en secreto, las cosas de las cuales pudieras
avergonzarte cuando salgan a la luz en el tribunal de Dios (12:14). Vive en el
presente y disfrútalo plenamente (7:14; 9:7ss; 11:9): los goces presentes son
dones de Dios. Aun cuando el Eclesiastés condena la impertinencia (cf. 7:4-6),
se ve claramente que no tolera en absoluto esa súper espiritualidad que se
manifiesta en un orgullo tal que jamás sonríe o se divierte. Procura tener esa
gracia que te permita trabajar con todo ahínco en todo lo que la vida te pone
en el camino (9:10) y disfruta de tu trabajo al ir cumpliéndolo (2:24; 3:12s:
5:18; 8:15). Deja a Dios los resultados del mismo; que él se encargue de medir
su valor ulterior; tu parte consiste el emplear todo tu sentido común y la
capacidad de empresa a tu disposición en explotar las oportunidades que yacen e
tu camino (11:1-6).
Este es el camino de
la sabiduría. Naturalmente que no es más que una faceta de la vida de fe.
Porque, ¿qué es lo que está en la base y la sostiene? Pues la convicción de que
el Dios inescrutable de la providencia es el mismo Dios de la creación y la
redención, lleno de gracia y de sabiduría. Podemos estar seguros de que el Dios
que hizo este maravillosamente complejo orden mundial, y que obró la redención
de Egipto, y que luego obró la redención mayor aun del pecado y de Satanás,
sabe lo que hace, y lo hace todo bien, aun cuando por el momento pueda esconder
la mano. Podemos confiar en él y regocijamos en él, aun cuando no podamos
discernir su senda. Así pues, el camino de la sabiduría se reduce a lo que
expresó Richard Baxter: Oh santos, que allí abajo os afanáis, adorad a vuestro
Rey celestial, y al seguir adelante algún himno de gozo cantad. Recibid lo que
él os da, y alabad aún, por el bien y por el mal, al que vive por siempre
jamás.
V
Tal es, pues, la
sabiduría con que Dios nos hace sabios. Y nuestro análisis de ella nos hace ver
aspectos adicionales de sabiduría del Dios que nos la da. Hemos dicho que la
sabiduría consiste en elegir los mejores medios para el mejor fin. La obra de
Dios al damos sabiduría es un medio para el fin elegido por él de restaurar y
perfeccionar la relación entre sí mismo y los hombres Para la cual los hizo
originalmente. Porque, ¿qué es esta sabiduría que nos da? Como hemos visto, no
consiste en compartir todo su conocimiento sino en una disposición a confesar
que él es sabio, y en aferrarnos a él a la luz de su Palabra en las buenas y en
las malas.
Así pues, el efecto
del don de la sabiduría es el de hacernos más humildes, más gozosos, más
santos, más prontos a percibir su voluntad, más resueltos en su cumplimiento, y
menos agobiados (no menos sensitivos, sino menos perplejos) de lo que estamos
ante las cosas oscuras y dolorosas de las que la vida en este mundo caído está
llena. El Nuevo Testamento nos dice que el fruto de la sabiduría es la
semejanza a Cristo -paz, humildad, y amor (San. 3:17)- y que su raíz es la fe
en Cristo (I Cor. 3:18; cf. 1 Tim. 3:15) como manifestación de la sabiduría de
Dios (I Cor. 1:24,30). Así, el tipo de sabiduría que Dios espera poder
dispensar a los que se la piden es una sabiduría que nos liga a él, una
sabiduría que ha de encontrar expresión en un espíritu de fe y en una vida de
fidelidad.
Procuremos, pues,
que nuestra búsqueda de la sabiduría sea una búsqueda de estas cosas, y que no
frustremos el propósito sabio de Dios descuidando la fe y la fidelidad con el
fin de perseguir un tipo de conocimiento que en este mundo no nos es dado poseer.