I
¿Qué quiere decir la
Biblia cuando afirma que Dios es sabio? En la Escritura la sabiduría es una
cualidad moral tanto como intelectual, más que mera inteligencia o
conocimiento, así como también es más que mera habilidad o sagacidad. Para ser
realmente sabio, en el sentido bíblico, la inteligencia y la habilidad deben
ser puestas al servicio de una causa buena. La sabiduría consiste en la
capacidad de ver, y en la inclinación a elegir, la meta mejor y más alta,
juntamente con la forma más segura de alcanzarla.
La sabiduría es, en
realidad, el lado práctico del bien moral. Como tal, sólo se encuentra en su
plenitud en Dios mismo. Sólo él es enteramente, invariablemente, y naturalmente
sabio. "Su sabiduría está por siempre alerta", dice el himno; y es
cierto. Dios no puede menos que ser invariablemente sabio en todo lo que hace.
La sabiduría, como decían los viejos teólogos, es su esencia, así como el
poder, y la verdad, y el bien son su esencia -elementos integrales, vale decir,
de su carácter.
En los hombres la
sabiduría puede- verse frustrada por factores circunstanciales fuera del
control del hombre sabio. Ahitofel, el asesor renegado de David, dio buen
consejo cuando sugirió a Absalón que liquidase a David de inmediato, antes de
que tuviese tiempo de recuperarse del primer sobresalto de la revuelta de
Absalón; pero Absalón estúpidamente tomó otra determinación, y Ahitofel,
hirviendo por su orgullo herido, y previendo, sin duda, que la revuelta habría
de fracasar como consecuencia, y no pudiendo perdonarse a sí mismo por haber
sido tan necio como para unirse a ella, se volvió a su casa y se suicidó (II
Samuel 17).
Pero la sabiduría de
Dios no puede verse frustrada, como ocurrió con el "acertado consejo"
(v. 14) de Ahitofel, pues está aliada a la omnipotencia. El poder forma parte
de la esencia de Dios tanto como la sabiduría. Un principio bíblico fundamental
descriptivo del carácter divino dice que la omnisciencia gobierna la
omnipotencia, el poder infinito es gobernado por la infinita sabiduría.
"El es sabio de corazón, y poderoso en fuerzas" (Job 9:4). "Con
Dios está la sabiduría y el poder" (12: 13). "Es poderoso en fuerza
de sabiduría" (36: 5). "Tal es la grandeza de su fuerza... su
entendimiento no hay quien lo alcance" (Isa. 40:26,28). "Suyos son el
poder y la sabiduría" (Dan. 2:20). La misma coyuntura aparece en el Nuevo
Testamento: "Y al que es poderoso para haceros estables, según mi evangelio...
al solo sabio Dios. “(Rom. 16:25,27, VM). La sabiduría sin el poder resultaría
patética, una caña quebrada; el poder sin la sabio daría resultaría simplemente
aterrador; pero en Dios la sabio daría ilimitada y el poder infinito se unen, y
esto hace que él sea enteramente digno de nuestra plena confianza.
La omnipotente
sabiduría de Dios está siempre activa, y jamás fracasa. Todas sus obras de
creación, providencia, y gracia la evidencian, y mientras no la veamos en ellas
no estamos mirando como corresponde. Pero no podemos reconocer la sabiduría de
Dios a menos que sepamos para qué realiza 'él sus obras. Aquí es donde muchos
se equivocan. Entienden mal lo que quiere decir la Biblia cuando afirma que
Dios es amor (Véase 1 Juan 4:8 - 10). Piensan que Dios propone una vida libre de
.problemas para todos, independientemente de su estado moral y espiritual, y
por consiguiente llegan a la conclusión de que todo lo que sea doloroso y
desconcertante (las enfermedades, los accidentes, los perjuicios, la falta de
trabajo, el sufrimiento de un ser querido), indican que bien la sabiduría o el
poder de Dios, o ambos, han fracasado, o que Dios, después de todo, no existe.
Pero esta idea en cuanto a las intenciones de Dios está totalmente equivocada.
La sabiduría de Dios nunca se comprometió a mantener la felicidad de un mundo
caído, ni a hacer que la impiedad resulte beneficiosa. Ni siquiera a los
cristianos les ha prometido una vida libre de penurias; más bien al revés. Para
la vida en este mundo tiene previstos objetivos que no son simplemente hacer
que las cosas les resulten fáciles a todos.
¿Qué es lo que busca
Dios entonces? ¿Cuál es su meta? ¿Qué es lo que se propone? Cuando Dios hizo al
hombre, su propósito era que el hombre lo, amase y lo honrase, alabándolo por
la complejidad maravillosamente Ordenada y variada de su mundo, usufructuándolo
según la voluntad de él, y disfrutando tanto del mundo como de él. Y aunque el
hombre ha caído, Dios no ha abandonado su propósito inicial. Todavía tiene
establecido que una gran hueste de seres humanos llegue a amarlo y a honrarlo.
Su objetivo final es el de lograr que esos humanos alcancen un estado en que le
agraden enteramente y lo alaben adecuadamente, un estado en el que él sea el
todo para ellos, y en que él y ellos se regocijen continuamente en el
conocimiento del amor mutuo que se sienten -un estado en el que los hombres se
regocijen en el amor salvador de Dios, dispensado desde toda la eternidad, y en
el que Dios se regocije en el amor que los hombres le retribuyen, y que se
manifiesta en ellos por la gracia mediante el evangelio.
En esto consistirá
la "gloria" de Dios, y también la "gloria" del hombre, en
todos los sentidos que este término tan rico puede denotar. Pero esto sólo se
hará realidad plenamente en el otro mundo, en el contexto de una transformación
de todo el orden creado. Mientras tanto, sin embargo, Dios sigue trabajando sin
descanso para que se concrete. Sus objetivos inmediatos son encaminar a hombres
y mujeres individualmente hacia él en una relación de fe, esperanza, y amor, librándolos
del pecado y evidenciando en sus vidas el poder de su gracia; defender a su
pueblo de las fuerzas del mal; extender por el mundo entero el evangelio por el
cual ofrece su salvación. En el cumplimiento de cada una de las partes de este
propósito el Señor Jesucristo ocupa un lugar central, por cuanto Dios lo ha
ofrecido para que él sea el que salva del pecado, en quien los hombres deben
confiar, tanto como para que sea el Señor de la iglesia, al que los hombres
deben obedecer. Hemos considerado la forma en que la sabiduría divina se
manifestó en la encarnación y en la cruz de Cristo. Agregamos ahora que la
sabiduría de Dios en su trato con los individuos se ve a la luz del complejo
propósito que acabamos de bosquejar.
II
En esto nos ayudan
las biografías bíblicas. No encontraremos ilustraciones más claras de la
sabiduría de Dios para organizar la vida de los seres humanos que las que
ofrecen algunos de los relatos de las Escrituras. Tomemos, por ejemplo, la vida
de Abraham. Abraham se dejó arrastrar al engaño rastrero repetidamente, con lo
cual puso en real peligro la castidad de su mujer (Génesis 12:10ss, 20).
Evidentemente, era por naturaleza un hombre de poca fortaleza moral, y al mismo
tiempo excesivamente ansioso por proteger su seguridad personal (12:12s,
20:11). Además resultó ser vulnerable a las presiones: ante la insistencia de
su mujer, aceptó tener un hijo con su sierva Agar, y cuando Saraí reaccionó con
recriminaciones histéricas ante el orgullo de Agar cuando ésta se vio encinta,
le permitió que echara a Agar de la casa (Cáp. 16:5,6). Es evidente, por lo
tanto, que Abraham no era un hombre de sólidos principios por naturaleza, y su
sentido de responsabilidad era más bien deficiente. Pero Dios en su sabiduría
se ocupó de esta figura poco heroica y más bien floja con tal éxito que no sólo
cumplió fielmente el papel que se le asignó en el escenario de la historia de
la iglesia, como pionero de la ocupación de Canaán, primer recipiente del pacto
de Dios (Cáp... 17), padre de Isaac, el niño prodigio, sino que, se transformó,
además, en un hombre nuevo.
Lo que Abraham
necesitaba más que nada era aprender la práctica de vivir en la presencia de
Dios, entendiendo toda la vida en relación con él, y aceptándolo como su único
jefe, defensor, y galardonador. Esta fue la gran lección que Dios en su
sabiduría se propuso enseñarle. "No temas, Abraham; yo soy tu escudo, y tu
galardón será sobremanera grande" (15:1). "Yo soy el Dios
Todopoderoso, anda delante de mí y sé perfecto [honesto y sincero]"
(17:1). Vez tras vez Dios hizo que Abraham se enfrentara con él y de este modo
lo condujo hasta el punto en que su corazón pudo decir, con el salmista,
"¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la
tierra... la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre" (Sal.
73:25s). A medida que se desarrolla la historia, vemos en la vida de Abraham
los resultados de la lección aprendida. Sus viejas debilidades salen a la
superficie de vez en cuando, pero a la par surge una nueva nobleza y una firme
independencia, productos del hábito desarrollado por Abraham de caminar con
Dios, de descansar sobre su voluntad revelada, confiando en él, esperando en
él, inclinándose ante su providencia, y obedeciéndolo aun cuando le manda hacer
algo extraño y poco convencional. De haber sido un hombre del mundo, Abraham se
transforma en un hombre de Dios.
Así, cuando responde
al llamado de Dios, abandona su hogar, y viaja por la tierra que han de poseer
sus descendientes (12:7) -pero no él mismo, nótese; Abraham no llegó a poseer
más que una tumba en Canaán (Cáp... 23)-, observamos en él una nueva
mansedumbre cuando renuncia a su derecho a elegir antes que su sobrino Lot
(13:8s). Vemos en él un nuevo coraje cuando sale con apenas trescientos hombres
a rescatar a Lot de las fuerzas combinadas de cuatro reyes (14: 14s).
Observamos una nueva paciencia cuando espera un cuarto de siglo, desde la edad
de setenta y cinco hasta los cien, a que nazca el heredero prometido (12:4;
21:5). Lo vemos convertirse en un hombre de oración, un intercesor pertinaz
cargado con un sentido de responsabilidad ante Dios por el bienestar de los
demás (18:23). Hacia el final lo vemos enteramente dedicado a la voluntad de
Dios, y con tanta confianza en que Dios sabe lo que hace, que está dispuesto a
matar a su propio hijo por orden de Dios, a ese heredero cuyo nacimiento había
esperado tanto tiempo (Cáp. 22). ¡Con qué sabiduría le había enseñado Dios su
lección! ¡Y qué bien aprendió Abraham esa lección!
Jacob, nieto de
Abraham, tuvo que someterse a otra disciplina; Jacob era un caprichoso hijo de
su mamá, bendecido (o maldecido) con todos los instintos oportunistas y la
crueldad amoral del comerciante ambicioso y egoísta. En su sabiduría Dios había
resuelto que Jacob, si bien era el hijo menor, obtuviese la primogenitura y la
bendición consiguiente, y que de este modo fuese el portador de la promesa del
pacto (cf. 28:13s); además, había resuelto que Jacob se casaría con sus primas
Lea y Raquel y que sería padre de los doce patriarcas, a quienes debía pasar la
promesa (cf. caps. 48,49).
Pero también, en su
sabiduría, Dios había decidido inyectar en Jacob la verdadera religión. Toda la
actitud de Jacob hacia la vida era irreligiosa, y tenía que ser cambiada; Jacob
debía ser convencido de que tenía que dejar de confiar en su propia habilidad y
poner su confianza en Dios, y debía también comprender que tenía que rechazar
ese inescrupuloso doblez que le venía con tanta naturalidad. Por lo tanto Jacob
debía llegar a darse cuenta de su propia debilidad y necedad hasta que llegara
a desconfiar totalmente d sí mismo, de modo que ya no intentase triunfar
explotando a los demás. La autosuficiencia de Jacob debía desaparecer en forma
total y definitiva. Con paciente sabiduría (porque Dios siempre espera que llegue
el momento apropiado) Dios condujo a Jacob al punto en que podía estampar en su
alma el necesario sentido de impotencia en forma indeleble decisiva. Resulta
aleccionador trazar los pasos que siguió Dios para lograrlo.
Primero, durante un
período de unos veinte años, Dios le permitió a Jacob tejer las complejas
madejas del engaño con las inevitables consecuencias -desconfianza mutua amistades
transformadas en enemistad, y el aislamiento de engañador. Las consecuencias de
las astucias de Jacob constituyeron la maldición de Dios sobre ello. Cuando
Jacob hubo soplado la primogenitura y la bendición a Esaú (25:29ss; Cáp. 27),
Esaú se le volvió en contra (¡naturalmente!) y Jacob tuvo que abandonar la casa
urgentemente Se fue a la casa de su tío Labán, que resultó ser un cliente tan
artero como Jacob mismo. Labán explotó la situación de Jacob y con artimañas lo
hizo contraer matrimonio no sólo con la hija linda y hermosa, a la que quería
Jacob, sin también con la menos agraciada, para la que le hubiera resultado
difícil encontrar un buen marido de otro modo (29: 15-30).
La experiencia de
Jacob con Labán es el caso del mordedor que sale mordido; Dios se valió del
caso para mostrarle a Jacob lo que significa encontrarse en el extremo recepto
de una estafa - algo que Jacob debía aprender si habría de desencantarse alguna
vez de su anterior manera de vivir. Pero Jacob no se habría curado todavía. Su
reacción inmediata fue la de volver mal por mal; manipuló la cría de la ovejas
de Labán con tal astucia, con tal pérdida para el patrón y beneficio para sí
mismo, que Labán se puso furioso, y a Jacob le pareció prudente irse con su
familia a Canaán, antes que comenzaran activamente las represalia (30:25- Cáp..
31). Y Dios, que hasta aquí había soportado la deshonestidad de Jacob sin
reproche, lo alentó para que si fuera (30:11ss; cf. 32.1s; 9s); porque Dios
sabía lo que iba a ocurrir antes de que finalizara el viaje. Cuando Jacob se
fue Labán salió en su persecución y le dejó bien claro que no quería verlo de
vuelta (Cáp. 31).
Cuando la caravana
de Jacob llegó a los linderos de la tierra de Esaú, Jacob envió a su hermano un
cortés mensaje para comunicarle su llegada. Pero las noticias que le trajeron
de vuelta le hicieron pensar que Esaú tenía un ejército armado para hacerle
frente, para vengarse de la bendición hurtada por él veinte años atrás, por lo
que a Jacob le vino una gran desesperación. Había llegado el momento de Dios.
Esa noche, cuando Jacob estaba solo a la orilla del río Jacob, Dios le salió al
encuentro (32:24ss). Transcurrieron horas de agudo conflicto espiritual y,
según le pareció a Jacob, físico también. Jacob estaba asido de Dios; quería
una bendición, seguridad del favor divino y protección ante la crisis que
atravesaba, pero no conseguía lo que quería. En cambio, se volvía más y más
consciente de su propia situación, completamente indefenso y, sin Dios,
totalmente desesperanzado. Sintió que la gran amargura de sus caminos cínicos e
inescrupulosos se volvía contra él. Hasta aquí había sido siempre autosuficiente,
creyéndose amo de cualquier situación que pudiera presentársele, pero ahora se
sentía completamente incapaz de manejar la situación, y comprendió con
espeluznante certidumbre que jamás volvería a atreverse a confiar en sí mismo
para resolver sus cosas y forjar su destino. Jamás volvería a intentar vivir
apoyándose en su ingenio.
Para que Jacob
estuviera doblemente convencido, mientras luchaban Dios le descoyuntó el muslo
(v. 25), dejándolo cojo como perpetuo recuerdo de su propia debilidad
espiritual, y la necesidad de apoyarse en Dios, así como por el resto de su
vida tendría que apoyarse en un bastón para caminar. Jacob llegó a odiarse; con
todo su corazón por primera vez en su vida sintió odio, verdadero odio, por esa
astucia que tanto había apreciado en sí mismo. Por ella Esaú estaba en contra
de él (justamente, por cierto), sin mencionar a Labán, y ahora, por la misma
razón, le parecía a él, Dios se negaba a bendecirlo nuevamente. "Déjame...
", dijo Aquel con quien luchaba; parecía como si Dios estuviera por
abandonarlo. Pero Jacob se aferró a él y dijo: "No te dejaré, si no me bendices"
(v. 26). Fue entonces que Dios pronunció sus palabras de bendición: porque a
esta altura Jacob se reconocía débil y desesperado, humillado y dependiente;
fue ahora que podía ser bendecido. "El debilitó mi fuerza en el
camino", dijo el salmista (Sal. 102:23); y eso es justamente lo que había
hecho Dios con Jacob. Cuando Dios hubo terminado con Jacob no le quedaba a este
un ápice de autosuficiencia. El sentido en que Jacob "venció" en su
lucha con Dios (v. 28) es simplemente que se aferró a Dios mientras Dios lo
debilitaba y forjaba en él el espíritu de sumisión y auto desconfianza; que
había anhelado la bendición de Dios hasta tal punto que se mantuvo asido de
Dios mientras duró esa penosa humillación, hasta que llegó tan abajo que Dios
lo levantó hablándole palabras de paz y asegurándole que no tenía por qué temer
ya a Esaú. Cierto es que Jacob no se convirtió en un santo hecho y derecho de
la noche a la mañana; no se portó del todo bien con Esaú al día siguiente
(33:14-17); pero en principio Dios había ganado la batalla, y para siempre.
Jacob no volvió a deslizarse jamás por sus viejos caminos. Jacob el cojo había
aprendido la lección. La sabiduría de Dios había realizado su obra.
Un ejemplo más
tomado del Génesis, distinto del anterior, es el de José. Los hermanos del
joven José lo vendieron como esclavo en Egipto donde, calumniado por la maligna
mujer de Potifar, fue encarcelado, aun cuando posteriormente escaló posiciones
eminentes. ¿Con qué fin planeó esto Dios en su sabiduría? Por lo que hace a
José personalmente, la respuesta la tenemos en el Salmo 105:19: "El dicho
de Jehová le probó." José estaba siendo probado, preparado, pulido; se le
estaba enseñando, durante el lapso en que fue esclavo, y en la prisión, a
afirmarse en Dios, a mantenerse contento y caritativo en circunstancias
adversas, y a esperar pacientemente al Señor. Con frecuencia Dios emplea
penurias sostenidas para enseñar lecciones de esta clase. Por lo que hace a la
vida del pueblo de Dios, José mismo dio la respuesta a nuestro interrogante
cuando les reveló su identidad a sus hermanos, perturbados por la situación.
"Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la
tierra, y para daros vida de gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá
vosotros, sino Dios... “. (45:7s). La teología de José era tan sana como
profunda era su caridad. Una vez más tenemos aquí la sabiduría de Dios
acomodando los acontecimientos de una vida humana para un doble fin: la
santificación personal del hombre en cuestión, y el cumplimiento del ministerio
y el servicio que le estaba encomendado en relación con la vida del pueblo de
Dios. En la vida de José, igual que en la de Abraham y Jacob, vemos que se
cumple cabalmente dicho propósito doble.
III
Estas cosas fueron
escritas para nuestra instrucción: porque la misma sabiduría que encaminó las
sendas que siguieron los santos de Dios en la época bíblica encamina la vida
del cristiano en el día de hoy. No debiéramos, por lo tanto, desalentamos
demasiado cuando nos ocurren cosas inesperadas y desconcertantes, cosas que nos
desaniman. ¿Qué significan? Pues simplemente que Dios en su sabiduría tiene la
intención de hacer de nosotros algo que aún no hemos alcanzado, y que lo que
pasamos tiende a ese fin.
Tal vez tiene
decidido fortalecemos en la paciencia, el buen humor, la compasión, la
humildad, o la mansedumbre, dándonos un poco de práctica adicional en el
ejercicio de dichas gracias bajo condiciones particularmente difíciles. Quizá
tenga lecciones nuevas que enseñamos en cuanto a la negación de uno mismo y el
auto desconfianza. A lo mejor quiere eliminar nuestra tendencia a la
autosatisfacción, o la falta de realidad, o a formas de orgullo y engreimiento
no percibidas por nosotros. Tal vez su propósito sea simplemente el de
acercamos más a él, en una comunión más consciente; porque ocurre a menudo,
como lo saben todos los santos, que la comunión con el Padre y el Hijo resulta
más real y dulce, y el gozo cristiano es mayor, cuanto más pesada sea la cruz.
(¡Recordemos a Samuel Rutherford!) O tal vez Dios nos está preparando para
tipos de servicio de los cuales al presente no tengamos la menor idea.
Pablo descubrió
parte de la razón de sus propias aflicciones en el hecho de que Dios "nos
consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros
consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación
con que nosotros somos consolados por Dios" (II Cor. 1:4). Hasta el propio
Señor Jesús "por lo que padeció aprendió la obediencia", y de este
modo fue "perfeccionado" para su ministerio sacerdotal de compasión y
ayuda para con sus atribulados discípulos (Heb. 5:8s): Lo cual significa que
como, por un lado, puede sostenemos y hacemos más que vencedores frente a todos
nuestros problemas y preocupaciones, así también, por otro lado, no debemos
sorprendemos si nos llama a seguir sus pisadas y a dejamos moldear para el
servicio a los demás mediante dolorosas experiencias de las que no somos en
realidad merecedores. "El conoce su camino", aun cuando por el
momento nosotros no lo sepamos. A nosotros nos pueden resultar francamente
desconcertantes algunas de las cosas que nos ocurren, pero Dios sabe muy bien
lo que está haciendo, y lo que busca, y en sus manos están nuestros asuntos.
Siempre, y en todo, Dios obra sabiamente: esto lo comprobaremos posteriormente,
aun en los casos en que nosotros no lo veíamos antes. (Job conoce ahora en el
cielo todas las razones de por qué fue afligido, aun cuando nunca llegó a
saberlo durante su vida.) Mientras tanto, no debemos poner en tela de juicio su
sabiduría, ni siquiera cuando nos deja a oscuras.
Más, ¿cómo hemos de
hacer frente a estas situaciones desconcertantes y difíciles si no podemos por
el momento saber cuál es el propósito divino que hay por detrás? Primero,
tomándolas como de Dios, y preguntándonos cómo nos indica el evangelio de Dios
que debemos reaccionar frente a ellas y en medio de ellas; segundo, buscando el
rostro de Dios en forma concreta en procura de luz. Si procedemos de esta
manera, nunca nos veremos completamente a oscuras en cuanto a los propósitos
que tiene Dios en relación con nuestros problemas. Siempre hemos de ver por lo
menos tanto propósito en ellas como el que Pablo descubrió con relación a su
aguijón en la carne. Le vino, nos dice, como "un mensajero de
Satanás" tentándole a pensar mal de Dios. Resistió la tentación, y buscó
el rostro de Cristo tres veces, pidiendo que el aguijón le fuese quitado. La
única respuesta que obtuvo fue: "Bástate mi gracia; porque mi poder se
perfecciona en la debilidad." Luego de reflexionar percibió un motivo para
dicha aflicción: tenía como fin el que se mantuviese humilde "para que la
grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente". Este
pensamiento, y las palabras de Cristo, lo consolaron. No quería más. He aquí su
actitud final: "Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis
debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo" (II Cor.
12:7-9).
Esta actitud de
Pablo nos sirve de modelo. Cualquiera sea el propósito que puedan o no tener
las pruebas del cristiano, como medios de prepararlo para su futuro servicio
siempre han de tener por lo menos el propósito que tenía el aguijón en la carne
de 58
Pablo; nos habrán
sido enviadas para hacemos y mantenemos humildes, y a fin de damos una nueva
oportunidad para que se vea el poder de Cristo en nuestra vida mortal. ¿Acaso
necesitamos saber más que eso? ¿No es esto suficiente en sí mismo para
convencemos de que la sabiduría de Dios obra por ellas? Cuando Pablo se dio
cuenta de que su tribulación le había sido mandada para que por ella pudiera
glorificar a Dios, la aceptó como una medida sabia, y se regocijó en ella. Dios
nos dé gracia, en medio de nuestras propias tribulaciones, para hacer lo mismo.