EL ESTUDIO DE DIOS

I

El 7 de enero de 1855 el pastor de la capilla de New Park Street, Southwark, Inglaterra, inició su sermón matutino con las siguientes palabras:
Alguien ha dicho que "el estudio apropiado de la humanidad es el hombre". No vaya negar este concepto, pero pienso que es igualmente cierto que el estudio apropiado para los elegidos de Dios es Dios mismo; el estudio apropiado para el cristiano es la Deidad. La ciencia más elevada, la especulación más encumbrada, la filosofía más vigorosa, que puedan jamás ocupar la atención de un hijo de Dios, es el nombre, la naturaleza, la persona, la obra, los hechos, y la existencia de ese gran Dios a quien llama Padre.
En la contemplación de la Divinidad hay algo extraordinariamente beneficioso para la mente. Es un tema tan vasto que todos nuestros pensamientos se pierden en su inmensidad; tan profundo, que nuestro orgullo se hunde en su infinitud. Cuando se trata de otros temas podemos abarcarlos y enfrentarlos; sentimos una especie de autosatisfacción al encararlos, y podemos seguir nuestro camino con el pensamiento de que "he aquí que soy sabio". Pero cuando nos damos con esta ciencia por excelencia y descubrimos que nuestra plomada no puede sondear su profundidad, que nuestro ojo de águila no puede percibir su altura, nos alejamos con el pensamiento de que el hombre vano quisiera ser sabio, pero que es como el pollino salvaje; y con la solemne exclamación de que "soy de ayer, y nada sé". Ningún tema de contemplación tenderá a humillar a la mente en mayor medida que los pensamientos de Dios.
Más, si bien el tema humilla la mente, al propio tiempo la expande. El que con frecuencia piensa en Dios, tendrá una mente más amplia que el hombre que se afana simplemente por lo que le ofrece este mundo estrecho. El estudio más excelente para ensanchar el alma es la Ciencia de Cristo, y este crucificado, y el conocimiento de la deidad en la gloriosa Trinidad. Nada hay que desarrolle tanto el intelecto, que magnifique tanto el alma del hombre, como la investigación devota, sincera, y continua del gran tema de la Deidad.
Además, a la vez que humilla y ensancha, este tema tiene un efecto eminentemente consolador. La contemplación de Cristo proporciona un bálsamo para toda herida; la meditación sobre el Padre proporciona descanso de toda' aflicción; y en la influencia del Espíritu Santo hay bálsamo para todo mal. ¿Quieres librarte de tu dolor? ¿Quieres ahogar tus preocupaciones? Entonces ve y zambúllete en lo más profundo del mar de la Deidad; piérdete en su inmensidad; y saldrás de allí como a levantarte de un lecho de descanso, renovado y fortalecido. No conozco nada que sea tan consolador para el alma, que apacigüe las crecientes olas del dolor y la aflicción, que proporcione paz ante los vientos de las pruebas, como la ferviente reflexión sobre el tema de la Deidad. Invito a los presentes a considerar dicho tema esta mañana.
Las palabras que anteceden, dichas hace más de un siglo por C. H. Spurgeon (que en esa época, increíblemente, tenía sólo veinte años de edad) eran ciertas entonces y siguen siéndolo hoy. Ellas constituyen un prefacio adecuado para una serie de estudios sobre la naturaleza y el carácter de Dios.
II
"Pero espere un momento -dice alguien-, contésteme esto: ¿Tiene sentido realmente nuestro viaje? Ya sabemos que en la época de Spurgeon a la gente le interesaba la teología, pero a mí me resulta aburrida. ¿Por qué vamos a dedicarle tiempo en el día de hoy al tipo de estudio que usted nos propone? ¿No le parece que el laico, por de pronto, puede arreglárselas sin él? Después de todo, ¡estamos en el año 1979, no en l855!"
La pregunta viene al caso, por cierto; pero creo que hay una respuesta convincente para la misma. Está claro que el interlocutor de referencia supone que un estudio sobre la naturaleza y el carácter de Dios ha de ser impráctico e irrelevante para la vida. En realidad, sin embargo, se trata del proyecto más práctico que puede encarar cualquiera. El conocimiento acerca de Dios tiene una importancia crucial para el desarrollo de nuestra vida. Así como sería cruel trasladar a un aborigen del Amazonas directamente a Londres, depositarlo sin explicación alguna en la plaza de Trafalgar, y allí abandonarlo, sin conocimiento de la lengua inglesa ni de las costumbres inglesas, para que se desenvuelva por su cuenta, así también somos crueles para con nosotros mismos cuando intentamos vivir en este mundo sin conocimiento de ese Dios cuyo es el mundo y al que él dirige. Para los que no saben nada en cuanto a Dios, este mundo se torna en un lugar extraño, loco y penoso, y la vida en él se hace desalentadora y desagradable. El que descuida el estudio de Dios se sentencia a sí mismo a transitar la vida dando tropezones y errando el camino como si tuviera los ojos vendados, por así decido, sin el necesario sentido de dirección y sin comprender lo que ocurre a su alrededor. Quien obra de este modo ha de malgastar su vida y perder su alma.
Teniendo presente, pues, que el conocimiento de Dios vale la pena, nos preparamos para comenzar. Más, ¿por dónde hemos de empezar? Evidentemente tenemos que iniciar el estudio desde donde estamos. Esto, sin embargo, significa metemos en la tormenta, por cuanto la doctrina de Dios constituye foco tormentoso en el día de hoy. El denominado "debate sobre Dios", con sus lemas tan alarmantes -"nuestra imagen de Dios debe desaparecer"; "Dios ha muerto"; "podemos cantar el credo pero no podemos decirlo" - se agita por todas partes. Se nos afirma que la fraseología cristiana, como la han practicado históricamente los creyentes, es una especie de disparate refinado, y que el conocimiento de Dios está en realidad vacío de contenido. Los esquemas de enseñanza que profesan tal conocimiento se catalogan de anticuados y se descartan -"el calvinismo", "el fundamentalismo", "el escolasticismo protestante", "la vieja ortodoxia". ¿Qué hemos de hacer? Si postergamos el viaje hasta que haya pasado la tormenta, quizá nunca lleguemos a comenzarlo. Yo propongo lo siguiente. El lector recordará la forma en que el peregrino de Bunyan se tapó los oídos con los dedos y siguió corriendo, exclamando: " Vida, Vida, Vida Eterna " cuando su mujer y sus hijos lo llamaban para que abandonase el viaje que estaba iniciando. Yo le pido al lector que por un momento se tape los oídos para no escuchar a los que les dicen que no hay camino que lleve al conocimiento de Dios, y que inicie el viaje conmigo para ver por sí mismo. Después de todo, las apariencias pueden ser engañosas, y el que transita un camino reconocido no se molestará mayormente si oye que los que no lo hacen se dicen unos a otros que no existe tal camino.
Tormenta o no, por lo tanto, nosotros vamos a comenzar. Empero, ¿cómo trazamos la ruta que hemos de seguir?
La ruta la determinarán cinco afirmaciones básicas, cinco principios fundamentales relativos al conocimiento sobre Dios que sostienen los cristianos. Son los que siguen:
1. Dios ha hablado al hombre, y la Biblia es su palabra, la que nos ha sido dada para abrir nuestros entendimientos a la salvación.
2. Dios es Señor y Rey sobre su mundo; gobierna por sobre todas las cosas para su propia gloria, demostrando sus perfecciones en todo lo que hace, a fin de que tanto hombres como ángeles le rindan adoración y alabanza.
3. Dios es Salvador, activo en su amor soberano mediante el Señor Jesucristo con el propósito de rescatar a los creyentes de la culpa y el poder del pecado, para adoptarlos como hijos, y bendecirlos como tales.
4. Dios es trino y uno; en la Deidad hay tres personas, Padre, Hijo, y Espíritu Santo; yen la obra de salvación las tres personas actúan unidas, el Padre proyectando la salvación, el Hijo realizándola, y el Espíritu aplicándola.
5. La santidad consiste en responder a la revelación de Dios con confianza y obediencia, fe y adoración, oración y alabanza; sujeción y servicio. La vida debe verse y vivirse a la luz de la Palabra de Dios. Esto, y nada menos que esto, constituye la verdadera religión.
A la luz de estas verdades generales y básicas, vamos a examinar a continuación lo que nos muestra la Biblia sobre la naturaleza y el carácter del Dios del que hemos estado hablando. Nos hallamos en la posición de viajeros que, luego de observar una gran montaña a la distancia, de rodearla y de comprobar que domina todo el panorama y que determina la configuración de la campiña que la rodea, se dirigen directamente hacia ella con la intención de escalarla.
III
¿Qué entraña la ascensión? ¿Cuáles son los temas que nos ocuparán?
Tendremos que estudiar la Deidad de Dios. Las cualidades de la Deidad que separan a Dios de los hombres, y determinan la diferencia y la distancia que existen entre el Creador y sus criaturas, cualidades tales como su existencia autónoma, su infinitud, su eternidad, su inmutabilidad. Tendremos que considerar los poderes de Dios: su omnisciencia, su omnipresencia, su carácter todopoderoso. Tendremos que referimos a las perfecciones de Dios, los aspectos de su carácter moral que se manifiestan en sus palabras y en sus hechos: su santidad, su amor y misericordia, su veracidad, su fidelidad, su bondad, su paciencia, su justicia. Tendremos que tomar nota de lo que le agrada, lo que le ofende, lo que despierta su ira, lo que le da satisfacción y gozo.
Para muchos de nosotros se trata de temas relativamente poco familiares. No lo fueron siempre para el pueblo de Dios. Tiempo hubo en que el tema de los atributos de Dios (como se los llamaba) revestía tal importancia que se lo incluía en el catecismo que todos los niños de las iglesias debían aprender y que todo miembro adulto debía conocer. Así, a la cuarta pregunta en el Catecismo Breve de Westminster, "¿Qué es Dios?", la respuesta rezaba de este modo: "Dios es espíritu, infinito, eterno, e inmutable en su ser, sabiduría, poder, santidad, justicia, bondad, y verdad", afirmación que el gran Charles Hodge describió como "probablemente la mejor definición de Dios que jamás haya escrito el hombre". Pocos son los niños de hoy en día, con todo, que estudian el Catecismo Breve de Westminster, y pocos son los fieles modernos que habrán escuchado una serie de sermones sobre el carácter de la divinidad parecidos a los voluminosos Discourses on the Existence and Attributes 0f God (Discursos sobre la existencia y los atributos de Dios) de Chamock dados en 1682. Igualmente, son pocos los que habrán leído algo sencillo y directo sobre la naturaleza de Dios, por cuanto poco es lo que se ha escrito sobre el mismo últimamente. Por lo tanto hemos de suponer que una exploración de los temas mencionados nos proporcionará muchos elementos nuevos para la meditación, y muchas ideas nuevas para considerar y digerir.
IV
Por esta misma razón debemos detenemos, antes de comenzar el ascenso de la montaña, para hacemos una pregunta sumamente importante; pregunta que, ciertamente, siempre deberíamos hacemos cada vez que comenzamos cualquier tipo de estudio del Santo Libro de Dios. La pregunta se relaciona con nuestros propios motivos e intenciones al encarar el estudio. Necesitamos preguntamos: ¿Cuál es mi meta Última, mi propósito, al dedicarme a pensar en estas cosas? ¿Qué es 10 que pienso hacer con mi conocimiento acerca de Dios, una vez que lo haya adquirido? Porque el hecho que tenemos que enfrentar es el siguiente: que si buscamos el conocimiento teológico por lo que es en sí mismo, terminará por resultamos contraproducente. Nos hará orgullosos y engreídos.
La misma grandeza del tema nos intoxicará, y tenderemos a sentimos superiores a los demás cristianos, en razón del interés que hemos demostrado en él y de nuestra comprensión del mismo; tenderemos a despreciar a las personas cuyas ideas teológicas nos parezcan toscas e inadecuadas, y a despacharlas como elementos de muy poco valor. Porque como les dijo Pablo a los ensoberbecidos Corintios: "El conocimiento envanece... si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo" (I COL 8: 1 a, 2). Si adquirir conocimientos teológicos es un fin en sí mismo, si estudiar la Biblia no representa un motivo más elevado que el deseo de saber todas las respuestas, entonces nos veremos encaminados directamente a un estado de engreimiento y autoengaño. Debemos cuidar nuestro corazón a fin de no abrigar una actitud semejante, y orar para que ello no ocurra. Como ya hemos visto, no puede haber salud espiritual sin conocimiento doctrinal; pero también es cierto que no puede haber salud espiritual con dicho conocimiento si se 10 procura con fines errados y se lo estima con valores equivocados. En esta forma el estudio doctrinal puede realmente tornarse peligroso para la vida espiritual, y nosotros hoy en día, en igual medida que los corintios de la antigüedad, tenemos que estar en guardia a fin de evitar dicho peligro.
Empero, dirá alguien, ¿acaso no es un hecho que el amor a la verdad revelada de Dios, y un deseo de saber todo lo que se pueda, es lo más lógico y natural para toda persona que haya nacido de nuevo? ¿Qué nos dice el Salmo 119? - "enséñame tus estatutos"; "abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley"; "¡oh, cuánto amo yo tu ley! ", "¡cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca"; "dame entendimiento para conocer tus testimonios" (vv. 12, 18, 97, 103,125). ¿Acaso no anhela todo hijo de Dios, junto con el salmista, saber todo lo que puede acerca de su Padre celestial? ¿Acaso no es el hecho de que "recibieron el amor de la verdad" de este modo prueba de que han nacido de nuevo? (Véase 2ª  Tes. 2: 10). ¿Y acaso no está bien el procurar satisfacer en la mayor medida posible este anhelo dado por Dios mismo?
Claro que lo está, desde luego. Pero si miramos nuevamente lo que dice el Salmo 119, veremos que lo que anhelaba el salmista era adquirir un conocimiento no teórico sino práctico acerca de Dios. Su anhelo supremo era el de conocer a Dios mismo y deleitarse en él, y valorar el conocimiento sobre Dios simplemente coma un medio para ese fin. Quería entender las verdades divinas con el fin de que su corazón pudiera responder a ellas y que su vida se fuese conformando a ellas. Observamos lo que se destaca en los versículos iníciales: "Bienaventurados los perfectos de camino, los que andan en la ley de Jehová. Bienaventurados los que guardan sus testimonios, y con todo el corazón le buscan. ¡Ojala fuesen ordenados mis caminos para guardar tus estatutos!" (vv. 1, 2, 5).Le interesaban la verdad y la ortodoxia, la enseñanza bíblica y la teología, pero no Como fines en sí mismas sino como medios para lograr las verdaderas metas de la vida y la santidad. Su preocupación central era acerca del conocimiento y el servicio del gran Dios cuya verdad procuraba entender.
Esta debe ser también nuestra actitud. Nuestra meta al estudiar la Deidad debe ser la de conocer mejor a Dios mismo. Debe interesamos ampliar el grado de acercamiento no sólo a la doctrina de los atributos de Dios sino al Dios vivo que los ostenta. Así como él es el tema de nuestro estudio, y el que nos ayuda en ello, también debe ser él el fin del mismo. Debemos procurar que el estudio de Dios nos lleve más cerca de él. Con este fin se dio la revelación, y es a este fin que debemos aplicada. ¿Cómo hemos de lograr esto? ¿Cómo podemos transformar el conocimiento acerca de Dios en conocimiento de Dios? La regla para llegar a ello es exigente, pero simple. Consiste en que transformemos todo lo que aprendemos acerca de Dios en tema de meditación delante de Dios, seguido de oración y alabanza a Dios.
Quizá tengamos alguna idea acerca de lo que es la oración, pero no en cuanto a lo que es la meditación. Es fácil que así sea por cuanto la meditación es un arte que se ha perdido en el día de hoy, y los creyentes sufren gravemente cuando ignoran dicha práctica. La meditación es la actividad que consiste en recordar, en pensar, y en reflexionar sobre todo lo que uno sabe acerca de las obras, el proceder, los propósitos, y las promesas de Dios, y aplicado todo a uno mismo. Es la actividad del pensar consagrado, que se realiza conscientemente en la presencia de Dios, a la vista de Dios, con la ayuda de Dios, y como medio de comunión con Dios. Tiene como fin aclarar la visión mental y espiritual que tenemos de Dios y permitir que la verdad de la misma haga un impacto pleno y apropiado sobre la mente y el corazón. Se trata de un modo de hablar consigo mismo sobre Dios y lino mismo; más aun, con frecuencia consiste en discutir con uno mismo, a fin de librarse de un espíritu de duda, de incredulidad, para adquirir una clara aprehensión del poder y la gracia de Dios.

Tiene como efecto invariable el humillamos, cuando contemplamos la grandeza y la gloria de Dios, y nuestra propia pequeñez y pecaminosidad, como también alentamos y damos seguridad "consolarnos", para emplear el vocablo en el antiguo sentido bíblico del mismo- mientras contemplamos las inescrutables riquezas de la misericordia divina desplegadas en el Señor Jesucristo. Estos son los puntos que destaca Spurgeon en el párrafo de su sermón citado al comienzo de este capítulo, y son reales y verdaderos. En la medida en que vamos profundizando más y más esta experiencia de ser humillados y exaltados, aumenta nuestro conocimiento de Dios, y con él la paz, la fortaleza y el gozo. Dios nos ayuda, por lo tanto, a transformar nuestro conocimiento acerca de Dios de este modo, a fin de que realmente podamos decir que "conocemos al Señor".

EL PUEBLO QUE CONOCE A DIOS

I

En un día de sol me paseaba con un hombre erudito que había arruinado en forma definitiva sus posibilidades de adelanto en el orden académico porque había chocado con dignatarios de la iglesia en torno al tema del evangelio de la gracia. "Pero no importa -comentó al final- porque yo he conocido a Dios y ellos no". Esta observación no era más que un paréntesis, un comentario al pasar en relación con algo que dije yo; pero a mí se me quedó grabada, y me hizo pensar.
Se me ocurre que no son muchos los que dirían en forma natural que han conocido a Dios. Dicha expresión tiene relación con una experiencia de un carácter concreto y real a la que la mayoría de nosotros, si somos honestos, tenemos que admitir que seguimos siendo extraños. Afirmamos, tal vez, que tenemos un testimonio que dar, y podemos relatar sin la menor incertidumbre la historia de nuestra conversión como el que mejor; decimos que conocemos a Dios -que es, después de todo, 10 que se espera que diga un evangélico-; empero, ¿se nos ocurriría decir, sin titubeo alguno, y con referencia a momentos particulares de nuestra experiencia personal, que hemos conocido a Dios? Lo dudo, porque sospecho que para la mayoría de nosotros la experiencia de Dios nunca ha alcanzado contornos tan vívidos como lo que implica la frase.
Me parece que no somos muchos los que podríamos decir en forma natural que, a la luz del conocimiento de Dios que hemos llegado a experimentar, las desilusiones pasadas y las angustias presentes, tal como las considera el mundo, no importan. Porque el hecho real es que a la mayoría de las personas sí nos importan. Vivimos con ellas, y ellas constituyen nuestra "cruz" (como la llamamos). Constantemente descubrimos que nos estamos volcando hacia la amargura, la apatía, y la pesadumbre, porque nos ponemos a pensar en ellas, cosa que hacemos con frecuencia. La actitud que adoptamos para con el mundo es una especie de estoicismo desecado, lo cual dista enormemente de ese "gozo inefable y glorioso" que en la estimación de Pedro debían estar experimentando sus lectores (1 Pedro 1: 8). “¡Pobrecitos -dicen de nosotros nuestros amigos-, cómo han sufrido!"; y esto es justamente lo que nosotros mismos creemos. Pero este heroísmo falso no tiene lugar alguno en la mente de los que realmente han conocido a Dios. Nunca piensan con amargura sobre lo que podría haber sido; jamás piensan en lo que han perdido, sino sólo en lo que han ganado. "Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo -escribió Pablo-~ Y ciertamente aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él a fin de conocerle “, (Fil. 3:7-10). Cuando Pablo dice que estima que las cosas que perdió como "basura", no quiere decir simplemente que no las considere valiosas sino que tampoco las tiene constantemente presentes en la mente: ¿qué persona normal se pasa el tiempo soñando nostálgicamente con la basura? Y, sin embargo, esto es justamente lo que muchos de nosotros hacemos. Esto demuestra lo poco que en realidad poseemos en lo que se refiere a un verdadero conocimiento de Dios.
En este punto tenemos que enfrentamos francamente con nuestra propia realidad. Quizá seamos evangélicos ortodoxos. Estamos en condiciones de declarar el evangelio con claridad, y podemos detectar la mala doctrina a un kilómetro de distancia. Si alguien nos pregunta cómo pueden los hombres conocer a Dios, podemos de inmediato proporcionarle la fórmula correcta: que llegamos a conocer a Dios por mérito de Jesucristo el Señor, en virtud de su cruz y de su mediación, sobre el fundamento de sus promesas, por el poder del Espíritu Santo, mediante el ejercicio personal de la fe. Mas la alegría genuina, la bondad, el espíritu libre, que son las marcas de los que han conocido a Dios, raramente se manifiestan en nosotros; menos, tal vez, que en algunos círculos cristianos donde, por comparación, la verdad gélica se conoce en forma menos clara y completa. Aquí también parecería ser que los postreros pueden llegar ser los primeros, y los primeros postreros. El conocer limitadamente a Dios tiene más valor que poseer un gran conocimiento acerca de él.
Centrándonos más en esta cuestión, quisiera agregar dos cosas.
PRIMERO, se puede conocer mucho acerca de Dios sin tener mucho conocimiento de él. Estoy seguro de que muchos de nosotros nunca nos hemos dado cuenta de esto. Descubrimos en nosotros un profundo interés en la teología (disciplina que, desde luego, resulta sumamente fascinante; en el siglo diecisiete constituía el pasatiempo de todo hombre de bien). Leemos libros de teología y apologética. Nos aventuramos en la historia cristiana y estudiamos el credo cristiano. Aprendemos a manejar las Escrituras. Los demás sienten admiración ante nuestro interés en estas cuestiones, y pronto descubrimos que se nos pide opinión en público sobre diversas cuestiones relacionadas con lo cristiano; se nos invita a dirigir grupos de estudio, a presentar trabajos, a escribir artículos, y en general a aceptar responsabilidades, ya sea formales o informarles; a actuar como maestros y árbitros de ortodoxia en nuestro propio círculo cristiano. Los amigos nos aseguran que estiman grandemente nuestra contribución, y todo esto nos lleva a seguir explorando las verdades divinas, a fin de estar en condiciones de hacer frente a las demandas. Todo esto es muy bello, pero el interés en la teología, el conocimiento acerca de Dios, y la capacidad de pensar con claridad y hablar bien sobre temas cristianos no tienen nada que ver con el conocimiento de Dios. Podemos saber tanto como Calvino acerca de Dios -más aun, si estudiamos diligentemente sus obras, tarde o temprano así ocurrirá- y sin embargo (a diferencia de Calvino, si se me permite), a lo mejor no conozcamos a Dios en absoluto.
SEGUNDO, podemos tener mucho conocimiento acerca de la santidad sin tener mucho conocimiento de Dios. Esto depende de los sermones que uno oye, de los libros que lea, y de las personas con quienes se trate. En esta era analítica y tecnológica no faltan libros en las bibliotecas de las iglesias, ni sermones en el púlpito, que enseñan cómo orar, cómo testificar, cómo leer la Biblia, cómo dar el diezmo, cómo actuar si somos creyentes jóvenes, cómo actuar si somos viejos, cómo ser un cristiano feliz, cómo alcanzar consagración, cómo llevar hombres a Cristo, cómo recibir el bautismo del Espíritu Santo (o, en algunos casos, cómo evitarlo), cómo hablar en lenguas (o, también, cómo justificar las manifestaciones pentecostales), y en general cómo cumplir todos los pasos que los maestros en cuestión asocian con la idea de ser un cristiano creyente y fiel. No faltan tampoco las biografías que describen para nuestra consideración las experiencias de creyentes de otras épocas. Aparte de otras consideraciones que puedan hacerse sobre este estado de cosas, lo cierto es que hace posible que obtengamos un gran caudal de información de segunda mano acerca de la práctica del cristianismo. Más todavía, si nos ha tocado una buena dosis de sentido común, con frecuencia podemos emplear lo que hemos aprendido para ayudar a los más débiles en la fe, de temperamento menos estable, a afirmarse y desarrollar un sentido de proporción en relación con sus problemas, y de este modo uno puede granjearse una reputación como pastor. Con todo, es posible tener todo esto y no obstante apenas conocer a Dios siquiera.
Volvemos, entonces, al punto de partida. La cuestión no está en saber si somos buenos en teología, o "equilibrados" (palabra horrible y pretenciosa) en lo que se refiere a la manera de encarar los problemas de la vida cristiana; la cuestión está en resolver, si podemos decir, sencilla y honestamente -no porque pensemos que como evangélicos debe mas poder decirlo sino porque se trata de la simple realidad- que hemos conocido a Dios, y que porque hemos conocido a Dios, las cosas desagradables que hemos experimentado, o las cosas agradables que hemos dejado de experimentar, no nos importan por el hecho de que somos cristianos. Si realmente conociéramos a Dios, esto es lo que diríamos, y si no lo decimos, esto sólo constituye señal de que tenemos que enfrentamos a la realidad de que hay diferencia entre conocer a Dios y el mero conocimiento acerca de Dios.
II
Hemos dicho que al hombre que conoce a Dios, las pérdidas que sufra y las "cruces" que lleve cesan de preocupado; lo ha ganado sencillamente elimina de su mente dichas. ¿Qué otro efecto tiene sobre el hombre el conocido de Dios? Diversas secciones de las Escrituras responda esta pregunta desde distintos puntos de vista, pero á la respuesta más clara y notable de todas la proporcione el libro de Daniel. Podemos sintetizar su testimonio en cuatro proposiciones.

1. QUIENES CONOCEN A DIOS DESPLIEGAN GRAN ENERGÍA PARA DIOS

En uno de los capítulos proféticos de Daniel leemos esto: El pueblo que conoce a su Dios se esforzará y actuará" 1:32). En el contexto esta afirmación se abre con "mas" (pero), y se contrasta con la actividad del "hombre despreciable" (v. 21) que pondrá "la abominación desoladora", y corromperá mediante lisonjas y halagos a aquellos que han violado el pacto de Dios (vv. 31-32). Esto demuestra que la acción iniciada por los que conocen a Dios es una reacción ante las tendencias anti-Dios que se ponen de manifiesto a su alrededor. Mientras su Dios está siendo desafiado o desoída, no pueden descansar, sienten que tienen que hacer algo; la deshonra que se está haciendo al nombre de Dios los impulsa a la acción.
Esto es exactamente lo que vemos que ocurre en los capítulos narrativas de Daniel, donde se nos habla de los "prodigios" (V.M.) de Daniel y sus tres amigos. Eran hombres que conocían a Dios y que en consecuencia se sentían impulsados de tiempo en tiempo a ponerse firmes frente a las convenciones y los dictados de la irreligión o de la falsa religión. En el caso de Daniel, en particular, se ve que no podía dejar pasar una situación de ese tipo, sino que se sentía constreñido a desafiada abiertamente. Antes que arriesgarse a ser contaminado ritualmente al comer la comida del palacio, insistió en que se le diera una dieta vegetariana, con gran consternación para el jefe de los eunucos (1: 8-26). Cuando Nabucodonosor suspendió por un mes la práctica de la oración, bajo pena de muerte, Daniel no se limitó a seguir orando tres veces por día sino que lo hacía frente a una ventana abierta, para que todos pudieran ver lo que estaba haciendo (6: 10 s). Nos trae a la memoria el caso del Obispo Ryle, quien se inclinaba hacia adelante en la catedral de San Pablo en Londres para que todos pudieran ver que no se volvía hacia el Este para el Credo. Gestos de esta naturaleza no deben entenderse mal. No es que Daniel -o el obispo Ryle para el caso- fuera un tipo difícil inclinado a llevar la contraria, que se deleitaba en rebelarse y que sólo era feliz cuando se ponía decididamente en contra del gobierno. Se trata sencillamente de que quienes conocen a su Dios tienen plena conciencia de las situaciones en las que la verdad y el honor de Dios están siendo explícita o implícitamente comprometidos, y antes que dejar que la cuestión pase desapercibida prefieren forzar la atención de los hombres a fin de obligar a que la situación se rectifique mediante un cambio de opinión, aunque ello signifique un riesgo personal.
Este despliegue de energía para Dios no se limita tampoco a gestos públicos. En realidad ni siquiera comienza allí. Los hombres que conocen a su Dios son antes que nada hombres de oración, y el primer aspecto en que su celo y su energía por la gloria de Dios se ponen de manifiesto es en sus oraciones. En Daniel 9 vemos que cuando "supo por los libros" que el período de la cautividad de Israel, según estaba profetizado, estaba por cumplirse, y, al mismo tiempo, se dio cuenta de que el pecado del pueblo seguía siendo tal que en lugar de provocar misericordia podía provocar juicio, se dedicó a buscar el rostro de Dios "en oración y ruego, en ayuno, cilicio y ceniza" (v. 3), y oró por la restauración de Jerusalén con tal vehemencia, pasión, y agonía de espíritu como las que la mayoría de nosotros no hemos conocido jamás. Sin embargo, invariablemente, el fruto del verdadero conocimiento de Dios es la energía para obrar en pro de la causa de Dios, energía, ciertamente, que sólo puede encontrar salida y alivio para esa tensión interior cuando se canaliza mediante dicha clase de oración, y cuanto mayor sea el conocimiento, tanto mayor será la energía que se desencadena. De este modo podemos probamos. Tal vez no estemos en posición de hacer gestos públicos contra la impiedad y la apostasía. Puede que seamos viejos, o estemos enfermos, o nos veamos limitados por alguna otra situación física. Pero todos podemos orar ante la impiedad y la apostasía que vemos a nuestro alrededor en la vida diaria. Si, en cambio, no se manifiesta en nosotros ese poder para la oración y, en consecuencia, no podemos ponerla en práctica, tenemos entonces una prueba segura de que todavía conocemos muy poco a nuestro Dios.

2. QUIENES CONOCEN A DIOS PIENSAN GRANDES COSAS DE DIOS

No tenemos espacio suficiente para referimos a todo lo que libro de Daniel nos dice en cuanto a la sabiduría, el poder, la verdad de ese gran Dios que domina la historia y muestra su soberanía en actos de juicio y misericordia, tanto para con los individuos como para con las naciones, según su propia voluntad. Baste decir que quizá no haya en a la Biblia una presentación más vívida y sostenida de la multiforme realidad de la soberanía de Dios que en este libro.
Frente al poder y al esplendor del imperio babilónico e se había tragado a Palestina, y la perspectiva de futuros imperios mundiales de proporciones gigantescas que empequeñecían a Israel, si se la consideraba con vista a las medidas de cálculo humanas, el libro de Daniel ofrece un dramático o recordatorio de que el Dios de Israel es Rey de reyes y Señor de señores, que "el cielo gobierna" (4: 26), que la historia de Dios está en la historia en todo momento, que la historia, además, no es más que su historia, o sea el desarrollo de su plan eterno, y que el reino que ha de triunfar en "tima instancia es el de Dios.
La verdad central que Daniel le enseñó a Nabucodonosor los capítulos 2 y 4, que le recordó a Belsasar en el capitulo 5 (vv. 18-23), que Nabucodonosor reconoció en el capítulo 4 (vv. 34-37), que fue, la base de las oraciones de Daniel en los capítulos 2 y 9, Y de su confianza para desafiar la autoridad en los capítulos 1 y 6, Y de la confianza de sus amigos al desafiar a la autoridad en el capítulo 3, que, además, formaba la sustancia principal de todas las revelaciones que Dios le dio a Daniel en los capítulos 2, 4, 7, 8, 10 Y 11-12, es la verdad de que "el Altísimo tiene dominio en el reino de los hombres" (4:5, cf. 5:21). El sabe, y sabe anticipadamente, todas las cosas; y su conocimiento anticipado es predeterminación; por lo tanto él tendrá la última palabra, tanto en lo que se refiere a la historia del mundo como al destino de cada hombre; su reino y su justicia han de triunfar finalmente, porque ni hombres ni ángeles podrán impedir el cumplimiento de sus planes.
Estos eran los pensamientos acerca de Dios que llenaban la mente de Daniel, como lo testimonian sus oraciones (ya que estas constituyen siempre la mejor prueba de lo que piensa el hombre sobre Dios): "Sea bendito el nombre de Dios de siglos en siglos, porque suyos son el poder y la sabiduría. El muda los tiempos y las edades; quita reyes y pone reyes; da la sabiduría o conoce lo que está en tinieblas, y con él mora la luz. “(2:20ss); "Ahora, Señor, Dios grande, digno de ser temido, que guardas el pacto y la misericordia con los que te aman y guardan tus mandamientos... Tuya es, Señor, la justicia. De Jehová nuestro Dios es el tener misericordia y el perdonar... justo es Jehová nuestro Dios en todas sus obras que ha hecho. “(9:4, 7, 9, 14). ¿Es así como pensamos nosotros acerca de Dios? ¿Es esta la perspectiva de Dios que se expresa en nuestras propias oraciones? ¿Podemos decir que este tremendo sentido de su santa majestad, de su perfección moral, y de su misericordiosa fidelidad nos mantienen humildes y dependientes, sobrecogidos y obedientes, como lo fue en el caso de Daniel?
Por medio de esta prueba podemos, también, medir lo mucho o lo poco que conocemos a Dios.

3. QUIENES CONOCEN A DIOS EVIDENCIAN GRAN DENUEDO POR DIOS

Daniel y sus amigos eran hombres que no escondían la cabeza. No se trata de temeridad. Sabían lo que hacían. Habían calculado el costo. Habían estimado el riesgo. Tenían perfecta conciencia de lo que les acarrearía su actitud a menos que Dios interviniese milagrosamente, y esto último es lo que en efecto ocurrió. Pero tales consideraciones no los detenían. Una vez que estuvieron convencidos de que su posición era la correcta, y que la lealtad a su Dios exigía qué la tomaran, entonces, para emplear la expresión de Oswaldo Chambers, "con una sonrisa en el rostro se lavaron las manos de las consecuencias". "Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres", dijeron los apóstoles (Hech. 5: 29). "Ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe la carrera con gozo", dijo Pablo (Hech. 20:24). Este era precisamente el espíritu de Daniel, Sadrac, Mesac, y Abed-nego. Es el espíritu de todos los que conocen a Dios. Puede ocurrir que encuentren extremadamente difícil determinar el curso correcto de acción que deben seguir, pero una vez que están seguros lo encaran con decisión y firmeza. No les molesta que otros hijos de Dios no piensen como ellos y no los acompañen. (¿Fueron Sadrac, Mesac, y Abed-nego los únicos judíos que se negaron a adorar la imagen de Nabucodonosor? Nada indica, en lo que ha quedado escrito, que ellos lo supieran, ni tampoco, en último análisis, que les interesaba saberlo. Estaban seguros de lo que a ellos les correspondía hacer, y esto les bastaba.) También por medio de esta prueba podemos medir nuestro propio conocimiento- de Dios.

4. QUIENES CONOCEN A DIOS MANIFIESTAN GRAN CONTENTAMIENTO EN DIOS

No hay paz como la paz de aquellos cuya mente está poseída por la total seguridad de que han conocido a Dios, y de que Dios los ha conocido a ellos, y de que dicha relación garantiza para ellos el favor de Dios durante la vida, a través de la muerte, y de allí en adelante por toda la eternidad. Esta es la paz de la cual habla Pablo en Romanos 5: 1 -"Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo"- y cuyo contenido analiza detalladamente en Romanos 8: "Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús. El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos. Sabemos que a los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien. A los que justificó, a estos también glorificó... Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida,... ni lo presente ni lo por venir nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro" (vv. 1,16ss, 28, 30ss). Esta es la paz que conocían Sedrac, Mesac, y Abed-nego, de ahí la serena tranquilidad con que enfrentaron el ultimátum de Nabucodonosor: "Si no le adorares, en la misma hora seréis echados en medio de un horno de fuego ardiendo; ¿y qué Dios será aquel que os libre del mal?" La respuesta que dieron (3:16-18) se ha hecho clásica: "No es necesario que te respondamos sobre este asunto." (¡Nada de pánico!) "He aquí nuestro Dios a quien servimos puede libramos... y de tu mano, oh rey, nos librará." (Con cortesía pero con la mayor seguridad - ¡conocían a su Dios!) "y si no [si no nos libra], sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses." (¡No importa! ¡No hay diferencia! Sea que viviesen o muriesen, estarían contentos.)
Señor, no me pertenece a mí el cuidado de si muero o vivo; mi parte es amarte y servirte, y esto debe darlo tu gracia. Si la vida es larga, estaré contento de que pueda obedecer mucho tiempo; si corta. .. ¿Por qué habría dé estar triste de remontarme hacia el día interminable?
La medida de nuestro contentamiento es otro elemento mediante el cual podemos juzgar si realmente conocemos a Dios.
III
¿Deseamos tener esta clase de contentamiento de Dios? Entonces:
PRIMERO, tenemos que reconocer en qué medida carecemos del conocimiento de Dios. Hemos de aprender a medirnos, no por el conocimiento que tengamos acerca de Dios, ni por los dones de que estemos dotados y las responsabilidades eclesiásticas que tengamos, sino por la forma en que oramos y por lo que sentimos dentro del corazón. Sospecho, que muchos de nosotros no tenemos idea de lo pobres que somos en este aspecto. Pidámosle al Señor que él nos lo haga ver.

SEGUNDO, debemos buscar al Salvador. Cuando estaba en la tierra el Señor invitaba a los hombres a que lo acompañaran; de este modo llegaban a conocerlo, y a través de él a conocer al Padre. El Antiguo Testamento refiere manifestaciones del Señor Jesús anteriores a la encarnación, en las que hacía lo mismo: confraternizando con los hombres, adoptando el carácter de ángel del Señor, con el fin de que pudieran conocerlo. El libro de Daniel nos relata lo que parecerían ser dos de dichas ocasiones, porque ¿quién era el cuarto hombre, semejante a hijo de los dioses (3:25), que caminaba con los tres amigos de Daniel en el horno? ¿Y quién era el ángel que Dios mandó para que cerrara la boca de los leones cuando Daniel estaba en el foso con ellos? (6: 22). El Señor Jesucristo se encuentra ausente de este mundo en cuerpo, pero espiritualmente no hay diferencia; todavía podemos encontrar a Dios y conocerlo si buscamos su compañía. Solamente los que han buscado al Señor Jesús hasta encontrarlo -porque la promesa dice que cuando lo buscamos con todo el corazón ineludiblemente lo vamos a encontrar- son los que pueden pararse ante el mundo para dar testimonio de que han conocido a Dios.

PARA CONOCER Y SER CONOCIDOS

I

¿Para qué hemos sido hechos? Para conocer a Dios. ¿Qué meta deberíamos fijamos en esta vida? La de conocer a Dios. ¿Qué es esa "vida eterna" que nos da Jesús? El conocimiento de Dios. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (Juan 17:3). ¿Qué es lo mejor que existe en la vida, lo que ofrece mayor gozo, delicia, y contentamiento que ninguna otra cosa? El conocimiento de Dios. "Así dijo Jehová: no se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en su riqueza. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme" (Jer. 9: 23ss). ¿Cuál de los diversos estados en que Dios ve al hombre le produce mayor deleite? Aquel en que el hombre conoce a Dios. “... quiero... conocimiento de Dios más que holocaustos", dice Dios (Ose. 6:6). Ya en estas pocas frases hemos expresado muy mucho. El corazón de todo verdadero cristiano cobrará entusiasmo ante lo expresado, mientras que la persona que tiene una religión puramente formal permanecerá impasible. (De paso, su estado no regenerado se pondrá en evidencia por este solo hecho.) Lo que hemos dicho proporciona de inmediato un fundamento, un modelo, una meta para nuestra vida, además de un principio para determinar prioridades y una escala de valores. Una vez que comprendemos que el propósito principal para el cual estamos aquí es el de conocer a Dios, la mayoría de los problemas de la vida encuentran solución por sí solos. El mundo contemporáneo está lleno de personas que sufren de la agotadora enfermedad que Alberto Camus catalogó como el mal del absurdo ("la vida es una broma pesada"), y del mal que podríamos denominar la fiebre de María Antonieta, ya que fue ella quien encontró la frase que 10 describe ("nada tiene gusto").
Estas enfermedades arruinan la vida: todo se vuelve tanto un problema como un motivo de aburrimiento, porque nada parece tener valor. Pero la tenia del absurdísimo y la fiebre de Antonieta son males de los que, por su misma naturaleza, los cristianos están inmunes, excepto cuando sobrevienen períodos ocasionales de malestar, cuando el poder de la tentación comprime y distorsiona la mente; pero tales períodos, por la gracia de Dios, no duran mucho. Lo que hace que la vida valga la pena es contar con un objetivo lo suficientemente grande, algo que nos cautive la emoción y comprometa nuestra lealtad; y esto es justamente lo que tiene el cristiano de un modo que no lo tiene ningún otro hombre. Por qué, ¿qué meta más elevada, más exaltada, y más arrolladora puede haber que la de conocer a Dios?
Desde otro punto de vista, sin embargo, todavía no es mucho 10 que hemos dicho. Cuando hablamos de conocer a Dios, hacemos uso de una fórmula verbal, y las fórmulas son como cheques; no valen para nada a menos que sepamos cómo cobrarlos. ¿De qué estamos hablando cuando usamos la frase "conocer a Dios", de algún tipo de emoción? ¿De estremecimientos que nos recorren la espalda? ¿De una sensación etérea, nebulosa, propia de los sueños? ¿De sensaciones alucinantes y excitantes como las que buscan los drogadictos? ¿Qué es 10 que ocurre? ¿Se oye algo? ¿Se ven visiones? ¿Es que una serie de pensamientos extraños invaden la mente? ¿De qué se trata? Dichas cuestiones merecen consideración, especialmente porque, según las Escrituras, se trata de un área en que es fácil engañarse, en que puede llegar a pensarse que se conoce a Dios cuando en realidad no es así. Lanzamos por tanto la siguiente pregunta: ¿qué clase de actividad o acontecimiento es el que puede acertadamente describirse como el de "conocer a Dios"?
II
Para comenzar, está claro que el "conocer" a Dios es necesariamente una cuestión más compleja que la de "conocer" a otro hombre, del mismo modo en que "conocer" al vecino resulta más complejo que "conocer" una casa, un libro, n idioma. Cuanto más complejo sea el objeto, tanto más complejo resulta "conocerlo". El conocimiento de un objeto abstracto, como una lengua, se obtiene mediante el estudio; el conocimiento de algo inanimado, como una montaña un museo, se obtiene mediante la inspección y la exploración. Estas actividades, si bien exigen mucho esfuerzo concentrado, son relativamente fáciles de describir. Pero cuando se trata de cosas vivientes, el conocerlas se torna ante más complicado. No se llega a conocer un organismo viviente hasta tanto no se conozca la forma en que pueda reaccionar y comportarse bajo diversas circunstancias específicas, y no simplemente conociendo su historia pasada. La persona que dice "yo conozco a este caballo" generalmente quiere decir no simplemente que lo ha visto antes (aunque por la forma en que empleamos las palabras, bien podría querer decir esto solamente); más probablemente, sin embargo, quiere decir: "Sé como se comporta, y puedo decirle cómo debe tratarlo." El conocimiento de esta clase sólo se obtiene mediante una asociación previa con el animal, al haberlo visto en acción, y al tratar de atenderlo y cabalgarlo uno mismo.
En el caso de los seres humanos la situación se complica más todavía, por el hecho de que, a diferencia de los caballos, tienen la posibilidad de ocultar, y de abstenerse de mostrar a los demás, todo lo que anida en su interior. En pocos días se puede llegar a conocer a un caballo en forma completa, pero es posible pasar meses y hasta años en compañía de otra persona y sin embargo tener que decir al final: "En realidad no lo conozco en absoluto." Reconocemos grados de conocimiento de nuestros semejantes; decimos que los conocemos "bien", "no muy bien", "lo suficiente como para saludamos", "íntimamente", o talvez "perfectamente", según el grado de apertura que han manifestado hacia nosotros.
De manera que la calidad y la profundidad de nuestro conocimiento de los demás depende más de ellos que de nosotros. El que los conozcamos depende más directamente de que ellos nos permitan que los conozcamos que de nuestros intentos para llegar a conocerlos: Cuando nos encontramos, la parte nuestra consiste en prestarles atención y demostrar interés en ellos, mostrar buena voluntad y abrimos amistosamente. A partir de ese momento, sin embargo, son ellos, no nosotros, los que deciden si los vamos a conocer o no.
Imaginemos que nos van a presentar una persona que consideramos "superior" a nosotros -ya sea en rango, en distinción intelectual, en capacidad profesional, en santidad personal, o en algún otro sentido. Cuanto más conscientes estemos de nuestra propia inferioridad, tanto más sentimos que nuestra parte consiste en colocamos a su disposición respetuosamente para que ella tome la iniciativa en la conversación. (Pensemos en la posibilidad de un encuentro con el presidente o un ministro.) Nos gustaría llegar a conocer a una persona tan encumbrada pero nos damos cuenta perfectamente de que esto es algo que debe decidirlo dicha persona, no nosotros. Si se limita a las formalidades del caso tal vez nos sintamos desilusionados, pero comprendemos que no nos podemos quejar; después de todo, no teníamos derecho a reclamar su amistad. Pero si, por el contrario, comienza de inmediato a brindamos su confianza, y nos dice francamente lo que está pensando en relación con cuestiones de interés común, y si a continuación .nos invita a tomar parte en determinados proyectos, y nos pide que estemos a su disposición en forma permanente para este tipo de colaboración toda vez que la necesite, entonces nos sentiremos tremendamente privilegiados, y nuestra actitud general cambiará fundamentalmente. Si hasta entonces la vida nos parecía inútil y tediosa, ya no lo será más desde el momento en que esa gran personalidad nos cuenta entre sus colaboradores inmediatos. ¡Esto sí que vale la pena! ¡Así sí que vale la pena vivir!
Esto, en cierta medida, es una ilustración de lo que significa conocer a Dios. Con razón podía Dios decir por medio de Jeremías, "Alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme", porque el conocer a Dios equivale a tener una relación que tiene el efecto de deleitar al corazón del hombre. Lo que ocurre es que el omnipotente Creador, Señor de los ejércitos, el gran Dios ante quien las naciones son como la gota en un balde, se le acerca y comienza a hablarle por medio de las palabras y las verdades de la Sagrada Escritura. Quizás conoce la Biblia y la doctrina cristiana hace años, pero ellas no han significado nada para él. Mas un día se despierta al hecho de que Dios le está hablando de veras - ¡a él!- a través del mensaje bíblico.
Mientras. escucha lo que Dios le está diciendo se siente humillado; porque Dios le habla de su pecado, de su culpabilidad, de su debilidad, de su ceguera, de su necedad, y lo obliga a darse cuenta de que no tiene esperanza y que nada puede hacer hasta que le brota una exclamación pidiendo perdón; Pero esto no es todo. Llega a comprender, mientras escucha, que en realidad Dios le está abriendo el corazón, tratando de hacer amistad con él, de enrolarlo como colega -en la expresión de Barth, como socio de un pacto. Es algo realmente asombroso, pero es verdad: la relación en la que los seres humanos pecadores conocen a Dios es una relación en la que Dios, por así decirlo, los toma a su servicio a fin de que en lo adelante sean colaboradores suyos (Véase 1ª Cor.3: 9) y amigos personales. La acción de Dios de sacar a José de la prisión para hacerla primer ministro del Faraón es un ejemplo de lo que hace con el cristiano: de ser prisionero de Satanás se descubre súbitamente en una posición de confianza, al servicio de Dios. De inmediato la vida se transforma. El que uno sea sirviente constituye motivo de vergüenza u orgullo según a quien sirva. Son muchos los que han manifestado el orgullo que sentían de ser servidores personales de Sir Winston Churchill durante la segunda guerra mundial. Con cuánta mayor razón ha de ser motivo de orgullo y gloria conocer y servir al Señor de cielos y tierra.
¿En qué consiste, por lo tanto, la actividad de conocer a Dios? Reuniendo los diversos elementos que entran en juego en esta relación, como lo hemos esbozado, podemos decir que el conocer a Dios comprende;
PRIMERO, escuchar la palabra de Dios y aceptada en la forma en que es interpretada por el Espíritu Santo, para aplicarla a uno mismo;
SEGUNDO, tomar nota de la naturaleza y el carácter de Dios, como nos los revelan su Palabra y sus obras;
TERCERO, aceptar sus invitaciones y hacer lo que él manda; cuarto, reconocer el amor que nos ha mostrado al acercarse a nosotros y al relacionamos consigo en esa comunión divina.
III
La Biblia ilustra estas ideas esquemáticas valiéndose de figuras y analogías y diciéndonos que conocemos a Dios del modo en que el hijo conoce al padre, en que la mujer conoce a su esposo, en que el súbdito conoce a su rey, en que las ovejas conocen a su pastor (estas son las cuatro analogías principales que se emplean). Estas cuatro analogías indican una relación en la que el que conoce se siente como superior a aquel a quien conoce, y este último acepta la responsabilidad de ocuparse del bienestar del primero. Esto constituye parte del concepto bíblico sobre el conocimiento de Dios, y quienes lo conocen -es decir, aquellos a quienes él permite que le conozcan- son amados y cuidados por él. Enseguida volveremos sobre esto.
La Biblia agrega luego que conocemos a Dios de este modo sólo mediante el conocimiento de Jesucristo, que es el mismo Dios manifestado en carne. "¿no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre"; "Nadie viene al Padre sino por mí" (Juan 14: 9,6). Es importante, por lo tanto, que tengamos bien claro en la mente lo que significa "conocer" a Jesucristo.
Para sus discípulos terrenales el conocer a Jesús se puede comparar directamente con el acto de conocer al personaje importante de nuestra ilustración. Los discípulos eran galileas del pueblo que no tenían por qué pensar que Jesús pudiera tener algún interés especial en ellos. Pero Jesús, el rabí que hablaba con autoridad, el profeta que era más que profeta, el maestro que despertó en ellos admiración y devoción crecientes hasta que no pudieron menos que reconocerlo como su Dios, los buscó, los llamó a estar con él, formó con ellos su círculo íntimo, y los reclutó como agentes suyos para declarar al mundo el reino de Dios. "Estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar... “(Mar. 3: 14). Reconocieron en el que los había elegido y los había llamado amigos al "Cristo, el Hijo del Dios viviente" (Mat. 16: 16), el hombre que nació para ser rey, el portador de las "palabras de vida eterna" (Juan 6: 68), y el sentido de lealtad y de privilegio que este conocimiento les dio transformó toda su vida.
Ahora bien, cuando el Nuevo Testamento nos dice que Jesucristo ha resucitado, una de las cosas que ello significa es que la víctima del Calvario se encuentra ahora, por así decido, libre y suelto, de manera que cualquier hombre en cualquier parte puede disfrutar del mismo tipo de relación con él que disfrutaron los discípulos en los días de su peregrinaje en la tierra. Las únicas diferencias son que, primero, su presencia con cada creyente es espiritual, no corporal, y por ende invisible a los ojos físicos; segundo, el cristiano, basándose en el testimonio del Nuevo Testamento, conoce desde el primer momento aquellas doctrinas sobre la deidad y el sacrificio expiatorio de Jesús que los primeros discípulos sólo llegaron a comprender gradualmente, a lo largo de un período de años; y, tercero, que el modo de hablamos que tiene Jesús ahora no consiste en la emisión de palabras nuevas, sino en la aplicación a nuestra conciencia de las palabras suyas que están preservadas en los evangelios, juntamente con la totalidad del testimonio bíblico sobre su persona. Pero el conocer a Cristo Jesús sigue siendo una relación de discipulado personal tan real como lo fue para los doce cuando él estaba en la tierra. El Jesús que transita el relato del evangelio acompaña a los cristianos de hoy en día, y el conocerlo comprende el andar con él, hoy como entonces.
"Mis ovejas oyen mi voz -dice Jesús-, y yo las conozco, y me siguen" (Juan 10:27). Su "voz" es lo que él afirma de sí mismo, es su promesa, su clamado. "Yo soy el pan de vida '0' la puerta de las ovejas… el buen pastor... la resurrección" (Juan 6:35; 10:7,14; 11:25)0 "El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió. De cierto, tiene vida eterna" (Juan 5:23s) "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí y hallaréis descanso. “(Mateo 11: 28s). La voz de Jesús es "oída" cuando se acepta lo que él afirma, cuando se confía en su promesa, cuando se responde a su llamado. De allí en adelante, Jesús es conocido como el pastor, y a quienes ponen su confianza en él los conoce como sus propias ovejas. "yo las conozco, y me siguen; y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano" (Juan 10:27s). Conocer a Jesús significa ser salvo por Jesús, ahora y eternamente, del pecado, de la culpa, de la muerte.
IV
Apartándonos un poco ahora para observar lo que hemos dicho que significa "que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado", podemos subrayar los siguientes puntos.
PRIMERO, el conocer a Dios es cuestión de trato persona: como lo es toda relación directa con las personas. El conocer a Dios es más que el conocimiento acerca de él; fe asunto de tratar con él a medida que él se abre a nosotros, de que él se ocupe dé nosotros a medida que va tomando conocimiento de nosotros. El conocimiento acerca de él es condición previa necesaria para poder confiar en él (" ¿," cómo creerán en aquel de quien no han oído?" [Rom 10:14]), pero la amplitud de nuestro conocimiento acerca de él no es indicio de la profundidad de nuestro conocimiento de él. John Owen y Calvino sabían más teología que Bunyan o Billy Bray, mas ¿quién negaría que los dos últimos conocían a su Dios tan bien como los otros dos? (Los cuatro, desde luego, eran asiduos lectores de la Biblia, le cual vale mucho más que la preparación, teológica formal.)
Si el factor decisivo fuera la precisión y la minuciosidad de los conocimientos, entonces obviamente los eruditos bíblicos más destacados serían los que conocerían a Dios mejor que nadie. Pero no es así; es posible tener todos los conceptos correctos en la cabeza sin haber conocido jamás en el corazón las realidades a que los mismos se refieren; y un simple lector de la Biblia, o uno que sólo escucha sermones pero que es lleno del Espíritu Santo, ha de desarrollar una relación mucho más profunda con su Dios y Salvador que otros más preparados que se conforman con la corrección teológica. La razón está en que los primeros tratan con Dios en relación a la aplicación práctica de la doctrina a su propia vida, mientras que los otros no.
SEGUNDO, el conocer a Dios es cuestión de compromiso personal, tanto de mente, como de voluntad y de sentimientos. Es evidente que de otro modo no sería, en realidad, una relación personal completa. Para llegar a conocer a una persona hay que aceptar plenamente su compañía, compartir sus intereses, y estar dispuesto a identificarse con sus asuntos. Sin esto, la relación con dicha persona será sólo superficial e intrascendente. "Gustad, y ved que es bueno Jehová", dice el salmista (Salmo 34: 8). "Gustar" es, como decimos, "probar" un bocado de algo, con el propósito de apreciar su sabor. El plato que nos presentan puede parecer rico, y puede venir con la recomendación del cocinero, pero no sabemos qué gusto tiene realmente hasta que lo probamos. De igual modo, no podemos saber cómo es una persona hasta que no hayamos "gustado" o probado su amistad. Por así decido, los amigos se comunican sabores mutuamente todo el tiempo, porque comparten lo que sienten el uno hacia el otro (pensemos en dos personas que se aman), como también sus actitudes hacia todas las cosas que les son de interés común. A medida que se van abriendo de este modo el uno al otro mediante lo que dicen y lo que hacen, cada uno de ellos va "gustando" la calidad del otro con resultados positivos o negativos. Cada cual se ha identificado con los asuntos del otro, de manera que se sienten unidos emocionalmente. Hay manifestación de sentimientos mutuos, piensan el uno en el otro. Este es un aspecto esencial del conocimiento entre dos personas que son amigas; y lo mismo puede decirse del conocimiento que de Dios tiene el cristiano, el que, como ya hemos visto, es justamente una relación entre amigos.
Al aspecto emocional del conocimiento de Dios se le resta importancia en los días actuales, por el temor de alentar una actitud de sensiblera introspección. Cierto es que no hay cosa menos religiosa, que la religión- centrada en uno mismo, y que se hace necesario repetir constantemente que Dios no existe para nuestra "comodidad", o "felicidad", o satisfacción", o para proporcionamos "experiencias religiosas", como si estas fuesen las cosas más interesantes o importantes de la vida. También se hace necesario destacar que cualquiera que, sobre la base de las "experiencias religiosas", "dice: Y o le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él" (I Juan: 4; cf. vv. 9,11; 3:6,11; 4:20).
Mas, no obstante ello, no debemos perder de vista 'el hecho de que el conocer a Dios es una relación emocional, tanto como intelectual y volitiva, y que no podría ser realmente una relación profunda entre personas si así no lo fuera. El creyente está, y debe estar, emocionalmente involucrado en las victorias y vicisitudes de la causa de Dios en el mundo, del mismo modo en que los servidores personales de Sir Winston se sentían emocionalmente involucrados en los altibajos de la guerra. El creyente se regocija cuando su Dios es honrado y vindicado, y experimenta la más penetrante angustia cuando ve que Dios es escarnecido. Cuando Bernabé llegó a Antioquia “vio la gracia de Dios, se regocijó... “(Hech. 11:23); por contraste, el salmista escribió que "ríos de agua descendieron de mis ojos, porque no guardaban tu ley" (Sal. 19: 136). Igualmente, el cristiano siente vergüenza y dolor cuando está consciente de que ha defraudado a su Señor (Véase, por ejemplo, el Salmo 51, y Luc. 22:61s) y de tiempo en tiempo conoce el éxtasis del regocijo cuando Dios le hace ver de un modo o de otro la gloria del perdurable amor con que ha sido amado ("os alegráis con gozo inefable y glorioso" [1 Pedro 1: 8]). Este es el lado emocional y práctico de la amistad con Dios. Ignorar este aspecto significa que, por verdaderos que sean los pensamientos que el hombre tenga sobre Dios, en realidad no conoce aún al Dios en el cual está pensando.
LUEGO, TERCERO, el conocer a Dios es cuestión de gracia. Es una relación en la que la iniciativa, parte invariablemente de Dios -como debe serlo, por cuanto Dios está tan completamente por encima de nosotros y por cuanto nosotros hemos perdido completamente todo derecho a su favor al haber pecado. No es que nosotros nos hagamos amigos de Dios; Dios se hace amigo de nosotros, haciendo que nosotros lo conozcamos a él mediante el amor que él nos manifiesta. Pablo expresa este concepto de la prioridad de la gracia en nuestro conocimiento de Dios cuando escribe a los gálatas: “... ahora, conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios... “(Gál. 4:9). Lo que surge de esta expresión final es que el apóstol entiende que la gracia vino primero, y que sigue siendo el factor fundamental para la salvación de sus lectores. El que ellos conocieran a Dios era consecuencia del hecho de que Dios tomó conocimiento de ellos. Lo conocen a él por fe porque primeramente él los eligió por gracia.
"Conocer", cuando se emplea con respecto a Dios de esta manera, es un vocablo que expresa gracia soberana, que indica que Dios tomó la iniciativa de amar, elegir, redimir, llamar, y preservar. Es evidente que parte de lo que quiere decir es que Dios nos conoce plenamente, perfectamente, como se desprende del contraste entre nuestro conocimiento imperfecto de Dios y su conocimiento perfecto de nosotros en 1 Corintios 13: 22. Pero no es este el sentido principal. El significado principal surge de pasajes como los siguientes:
"Mas Jehová dijo a Moisés: Has hallado gracia en mis ojos, y te he conocido por tu nombre" (Exo. 33: 17). "Antes que te formase en el vientre te conocí [Jeremías], y antes que nacieses te santifiqué" (Jer. 1: 5). "Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen y pongo mi vida por las ovejas... Mis ovejas oyen mi voz, y yo conozco... y no perecerán jamás" (Juan 10: 14ss., 27s).
Aquí el conocimiento que tiene Dios de los que son suyos esta asociado con sus planes de misericordia salvadora. Es conocimiento que comprende afecto personal, acción redentora, fidelidad al pacto, protección providencial, para con aquellos a quienes Dios conoce. Comprende, en otras palabras, la salvación, ahora y por siempre, como ya lo mas insinuado.
Lo que interesa por sobre todo, por lo tanto, no es en última instancia, el que yo conozca a Dios, sino el hecho más grande que está en la base de todo esto: el hecho de que él me conoce a mí. Estoy esculpido en las palmas de sus manos. Estoy siempre presente en su mente. Todo el conocimiento que yo tengo de él depende de la sostenida iniciativa de él de conocerme a mí. Yola conozco a él porque él me conoció primero, y sigue conociéndome. Me conoce como amigo, como uno que me ama; y no hay momento en e su mirada no esté sobre mí, o que su ojo se distraiga de mí; no hay momento, por consecuencia, en que su cuidado de mí flaquee.

Se trata de conocimiento trascendental. Hay un consuelo indecible -ese tipo de consuelo que proporciona energía, téngase presente, no el que enerva- en el hecho de saber que Dios toma conocimiento de mí en amor en forma constante, y que me cuida para bien. Produce un tremendo alivio el saber que el amor que me tiene es eminentemente realista, basado invariablemente en un conocimiento previo de lo peor que hay en mí, de manera que nada de lo que pueda descubrir en cuanto a mí en adelante puede desilusionarlo, ni anular su decisión de bendecirme. Hay, por cierto, un gran motivo para la humildad en el pensamiento de que él ve todas las cosas torcidas que hay en mí y que los demás no ven (¡de lo cual me alegro!), y que él ve más corrupción en mí que la que yo mismo veo (pero lo que veo me basta). Pero hay, también, un gran incentivo para adorar y amar a Dios en el pensamiento de que, por alguna razón que no comprendo, él me quiere como amigo, que anhela ser mi amigo, y que ha entregado a su Hijo a morir por mí a fin de concretar este propósito. No podemos elaborar estos pensamientos aquí, pero el solo hecho de mencionados es suficiente para demostrar cuánto significa para nosotros el saber que Dios nos conoce a nosotros y no solamente que nosotros lo conocemos a él.